domingo, 31 de agosto de 2014

SOBRE EL PODER DE LA LITERATURA, Juan Gómez Bárcena

   "Desengáñese, amigo mío: el amor, tal y como usted lo entiende, lo ha inventado la literatura, lo mismo que Goethe le regaló el suicidio a los alemanes. No somos nosotros los que escribimos novelas, sino las novelas las que nos escriben a nosotros..."

JUAN GÓMEZ BÁRCENA, El cielo de Lima, Salto de Página, Madrid, 2014, p. 142.
&
William Harnett

sábado, 30 de agosto de 2014

[COMO UNA LUCIÉRNAGA...], William T. Vollmann


  ...y siempre había coches y furgonetas y autobuses allí aparcados, junto a posesiones baratas, y a veces podía verse el breve destello de una luz en el interior de aquellos caparazones, como una luciérnaga dentro de la boca de un caballo muerto.

WILLIAM T. VOLLMANN, Historias del Arcoiris, Pálido Fuego, Málaga, 2013, p. 227.
&
Nobuyoshi Araki

viernes, 29 de agosto de 2014

[EL AMOR ES UNA PUERTA ENTORNADA...], Juan Gómez Bárcena


   El amor es una puerta entornada. Un secreto que sólo sobrevive mientras se guarda a medias.

JUAN GÓMEZ BÁRCENA, El cielo de Lima, Salto de Página, Madrid, 2014, p. 96.
&
Nobuyoshi Araki

jueves, 28 de agosto de 2014

[BOSTEZAN LAS NUBES...], Manuel Villena

Bostezan las nubes, perezosas.
Sólo al necio ese antifaz oculta
cuán presto el tiempo va.

Manuel Villena
&
Moisés Suárez

miércoles, 27 de agosto de 2014

EL HOMBRE EN LA ARAUCARIA, Sara Gallardo

EL HOMBRE EN LA ARAUCARIA

   Un hombre pasó veinte años haciéndose un par de alas. En 1924 las estrenó, de madrugada. Su temor principal era la policía. Anduvieron, con un vaivén bastante lento. No lo subían más de doce metros, la altura de una araucaria de la plaza San Martín.
   El hombre abandonó a su mujer y sus hijos para pasar más horas sobre el árbol. Era empleado en una compañía de seguros. Se instaló en una pensión. Cada medianoche ponía aceite para máquinas de coser en las alas, y marchaba a la plaza. Las llevaba en un estuche de violoncello.
   Bastante cómodo, tenía un nido sobre el árbol. Has­ta con almohadones.
   De noche la vida de la plaza es extraordinariamen­te compleja, pero él nunca se molestó en enterarse. Le bastaban los follajes, las casas oscuras, y sobre todo las estrellas. Las noches de luna eran las mejores.
   Nuestro mal es no aceptar el límite. Se le puso pa­sar un día entero en el nido. Fue en un feriado de la compañía.
   Salió el sol. Nada como el amanecer entre las co­pas de los árboles. Muy alta, una banda de pájaros pasó dejando la ciudad a sus pies. Los contempló con una especie de mareo, con lágrimas.
   Eso había soñado los veinte años que puso en fa­bricar sus alas. No en una araucaria.
   Los bendijo. Se le fue el corazón tras ellos.
   Una sirvienta abrió los postigos en casa de una vie­ja insomne. Vio al hombre en su nido. La vieja llamó a la policía y a los bomberos.
   Con altavoces, con escaleras, lo rodearon.
   Tardó en notarlo. Se calzó las alas. Se puso de pie.
   Los autos frenaron. La gente se juntó. Se abrieron las ventanas. Vio a sus hijos, con delantales de colegio. A su mujer, con la bolsa del mercado. A la sir­vienta y a la vieja abrazadas.
   Las alas funcionaron, despacio. Rozó ramas. Pero perdió altura. Bajó hasta el  monumento. Sal­tó. Se enhorquetó en ancas del caballo. Tomó de la cintura al general San Martín. Sonreía.
   Un policía disparó un tiro.
   Quedó sobre el caballo un zapato enganchado.
   Pero pudo volar. Lento, avanzó, apenas más alto que las cabezas de los que estaban en la plaza, y na­die respiro observándolo.
   Llegó a la torre de los ingleses, el viento lo ayudó hacia el sur.
   Vive entre las chimeneas de una fábrica. Es viejo y come chocolate.

SARA GALLARDO, El país del humo, Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1977, pp. 56-57.

martes, 26 de agosto de 2014

[LAS OSTRAS SON...], Jaime Chávarri


   Las ostras son las polveras de las sirenas.


JAIME CHÁVARRI, Y..., Huerga & Fierro, Madrid, 2001, p. 26.
&
Debra Torger

domingo, 24 de agosto de 2014

[NADA CONSUELA...], Manuel Villena


Nada consuela a la chiquilla.
El helado se desangra a borbotones...
Las moscas ya planchan sus fracs.

Manuel Villena
&
Magnus Murh

sábado, 23 de agosto de 2014

[ME EXTRAÑA LA PALABRA AMOR...], Carlos Edmundo de Ory

   Me extraña la palabra amor en el verbo amordazar.

CARLOS EDMUNDO DE ORY, Los aerolitos, Calambur, Madrid, 2005, página 23.
&
A. Lola Linnitt

viernes, 22 de agosto de 2014

MONTERROSIANAS, Alberto Montt


PRECUELA

   Cuando se fue a acostar, el dinosaurio no había llegado.

   Cuando despertó con menos alcohol en el cuerpo, el dinosaurio seguía allí.


jueves, 21 de agosto de 2014

[EL POEMA DEBE SER...], Juan Ramón Jiménez


   El poema debe ser como la estrella. Que es un mundo y parece un diamante.

Juan Ramón Jiménez
&
Georges Seurat

miércoles, 20 de agosto de 2014

DESPUÉS DEL ATAQUE, Jesús Zomeño


DESPUÉS DEL ATAQUE

Aparto con el pie la cabeza de Claude y sigo pensando en cómo abrir esta lata de conserva. No tengo abrelatas. Nadie hubiera imaginado que en la guerra ocurrirían estas cosas, que la mayor preocupación fuese un abrelatas, pero ahora me doy cuenta de que está plagada de cosas insignificantes y absurdas. El capitán me pidió que me abrochara la guerrera antes del asalto. El capitán ha muerto, apenas llegó a las alambradas, ahora puedo desabrocharme otra vez. No es por faltarle al respeto a los muertos, lo que pasa es que me aprieta el cuello de la camisa. Maldita lata, además no tiene etiqueta. Puede que sea de melocotones en almíbar o de jamón cocido. Es lo mismo, no puedo abrirla. Esta lata empieza a no tener importancia como todo lo que no es posible en esta guerra. Nadie pregunta ya por el horario de los trenes, nadie mira en el mapa a dónde quiere ir.
Me duele el estómago. Tengo hambre, aprieto fuerte el puño sobre esta lata pero no cede. Somos dos mundos irreconciliables. Acepto la fatalidad como los soldados cuando suena el silbato y saltan fuera de la trinchera. La muerte no es nueva para mí, de niño me gustaba mirar a los gusanos comiéndose los perros muertos. Los gusanos no engordaban, lo que engordaba era el perro, que se hinchaba. Nadie se quejaba, los perros no tenían dueño ni los gusanos tenían nombre. Son recuerdos extraños. De todas formas no se puede sacar enseñanza de un campo de batalla, los cadáveres no son palabras, ni tienen significado.
Julie me advirtió que yo no lo soportaría, puede que tuviera razón. Aquel estudiante con corbata a rayas no lo soportó, por eso mudé la piel y me quedé a un lado del camino, en esta zanja. Julie siempre tenía razón, bastaba con pensar en ella para evitar el fuego cuando éramos niños. La niña paralítica no se manchaba los pies de barro y eso le preservaba limpio el cerebro. A los dieciséis años me pidió que le hiciera el amor, pero yo no supe qué hacer con su cuerpo quebrado cuando lo sostuve en brazos, el peso me hacía caer. La conciencia se manifiesta de muchas formas. Volví a dejarla sobre la cama mientras ella sonreía como si estuviéramos de acuerdo con el fracaso. Hacía frío aquella tarde, su padre no estaba en casa. Julie sonreía cuando la dejé sobre la cama y entonces fue cuando me dijo que yo no soportaría la guerra.
Odio la humedad que me pudre los pies dentro de las botas. Le llaman mal de la trinchera, pero hay cosas peores dentro de la trinchera. Esta lata cerrada, por ejemplo, que se burla de todo el hambre que tengo. El resto de mi patrulla yace ahí fuera, junto a las alambradas. Maxance Barre se mantiene de pie, enganchado en las púas, como si él mismo fuese el árbol donde contaba haber grabado su nombre, dejando espacio para ir escribiendo debajo los nombres de sus hijos según nacieran estos y creciera el árbol. Aquel tronco que dejó en el jardín de su casa en Bretaña ahora debe estar calentando la chimenea de su esposa, ardiendo en un vientre sin hijos. Maxance estaba obsesionado con aquel roble porque explicaba que lo plantó su padre el día que él nació. Maldigo la llovizna que ahora empieza a caer, el agua con la que nos lavamos la cara para borrarnos la memoria.
No me importa morir de frío, tampoco evitar un resfriado. Puedo recitar el nombre de todos los ríos de Francia y sin embargo sigo aquí, sin moverme. Todo el agua de mi infancia se ha diluido ya en el océano. Es mejor olvidarlo todo, como hace ahora Alban Garnier echando al suelo el agua de su cantimplora porque sabe que no ha de beberla nunca más, porque tiene un tiro en el costado y parte de su hígado en la mano. Lo saludo porque siempre ha sido amigo mío, le pediría un abrelatas pero no quiero distraerle en la solemnidad de su muerte.
Ahora me acuerdo de mi madre, haciendo ovillos con la ropa vieja de lana para volver a tejerla. Lo mismo quisiera hacer el teniente con los restos de las patrullas, formar otras nuevas y lanzarlas al ataque. Pero es tarde, no ya vamos a ningún sitio. Mi padre era cartero y por la noche marcaba en un mapamundi los lugares desde donde habían mandado las cartas que al día siguiente iba a repartir. Una vejez entrañable la de mis padres, de no ser porque la semana pasada mataron a mi hermano Célestin en Vauquois. Mi padre habrá puesto una cruz en Vauquois, en su mapa de papel. Mi madre, por su parte, hará muchos ovillos de lana con todos los jerséis que ha dejado mi hermano en el armario. En unos días se habrá disuelto en colchas para el invierno la memoria de mi hermano.
Me levanto. Alban Garnier acaba de caer al suelo, se retuerce pero pronto acabará todo. Los camilleros están ocupados con su propia muerte. Tropiezo con la cabeza de Claude, la aparto de nuevo con el pie. Dios existe, pero aquí a nadie le importa. Recuerdo las palabras del capitán antes del ataque:
-Adelante, adelante –Eso fue lo que dijo
Supongo que dios se encogió de hombros y el capitán hizo el resto muriendo al pie de las alambradas. Me duele la barriga, tengo hambre. Veo al sargento dándole órdenes a un recluta para que retire a los muertos. No quedan escobas con que barrer tanto espanto como hay en los ojos del recluta, un niño de Lyón al que su padre convenció para que se alistase porque en la notaría donde el padre trabajaba le preguntaron por qué su hijo seguía en casa. Son cosas que ocurren cuando la patria importa más a los que sobreviven que a los que mueren. Pobre muchacho, él hubiera sido muy tierno con Julie haciéndole el amor.
Sigue lloviendo. Cojo mi fusil y me acerco a Garnier. Le pregunto si prefiere que le pegue un tiro, pero levanta la mano para pedirme que espere. Me vuelvo a mi sitio para pensar en otra cosa porque no soporto a los que agonizan. Tengo sucias las uñas de las manos, Garnier ha dejado de gemir. El sargento manda al chico a que retire el cadáver.
Charles Lecompte regresa del cuartel general y nos advierte que las órdenes que trae para el coronel son las de repetir el ataque al día siguiente. Uno le da una patada a un muerto para que coja su arma y se levante. No tiene gracia, pero nos reímos porque nada tiene sentido.
Sostengo la lata como quien sostiene en la mano un corazón que late. Lo estrello contra la pared como estrellé a Julie cuando la dejé caer virgen sobre la cama. No debiera haberla levantado, bastaba con echarme encima, aceptarla como era. El amor es un misterio cuando no revienta y muestra su interior. Intento pensar en otra cosa. Jules Binoche se acerca a pedirme una bufanda. Le recuerdo que J en la guerra, pero él tiene la mirada ausente. Es su cumpleaños, tiene la cabeza ocupada en otro lugar, recordando que lo llevaron al zoo el día de su último cumpleaños y que se dañó la garganta por tanto como le gritó a los monos. Ahora le duele cuando traga saliva, puede que sea solo añoranza y en eso el corazón no se puede liar con una bufanda. Carraspea por simplificar los síntomas. Le digo que en el ejército no hay bufandas, pero él me mira asombrado como si estuviera ante el estanque de los hipopótamos. Se levanta y se marcha. Parece haber enloquecido, aunque antes ya he dicho que ahora todos nosotros somos animales.
Sigo con lo mío. Me faltan cartuchos. Cuento los que me quedan, doce. De paso hago una lista de lo que me gustaría hacer en un día de permiso: Dormir, eso es todo, dormir. Soy un hombre simple, sin muchas aspiraciones. Me gusta dormir, no me gusta aparentar que sería capaz de hacer cosas importantes. Aún llueve. Después iré a pedir más cartuchos, ahora no tengo ganas. Estiro las piernas, necesito dormir. Jules Binoche pasa por delante de mí con una venda alrededor del cuello. Parece que le hayan gastado una broma. Ya tiene su bufanda.
Recibí una carta de Julie la semana pasada, me dice que aún me ama. Es extraño sentir lo que ella siente, darle tanta importancia a los deseos como hace ella. Aquí los deseos son una pérdida de tiempo, a mí me basta con comer algo. Un abrelatas es lo más importante, Julie no puede comprenderlo porque en su vida ella almacena las conservas en un armario de la cocina, les pega etiquetas con el nombre y la fecha, las guarda para el invierno. Un abrelatas no puede tener importancia en su vida, es algo que sólo aquí alcanza significado. De todas formas ni siquiera eso importa ya porque hace un momento que he tirado la lata.
El capitán, antes de morir, nos había gritado:
-¡Adelante! ¡Adelante!
Supongo que tenía razón, aunque dios se encoja de hombros, hay que seguir adelante.

Jesús Zomeño


martes, 19 de agosto de 2014

[HORADA CON SIGILO LA CARCOMA...], Manuel Villena


Horada con sigilo la carcoma
el tuétano mudo del cerezo.
Vive así la muerte que anida en mí.

Manuel Villena
&
Francisco Leiro

lunes, 18 de agosto de 2014

PROTOCOLO, Stanislaw Jerzy Lec

   Me ha preguntado un conocido: "¿Cómo tienes que comportarte cuando encuentras en tu casa al amante de tu mujer, en la cama, con otra mujer".



STANISŁAW JERZY LEC, Pensamientos despeinados, Península, Barcelona, 1996, p. 24.
&
Charles Williams

domingo, 17 de agosto de 2014

[LAS NUBES QUE EL VIENTO IZA...], Manuel Villena & Ana García

Las nubes que el viento iza
desvelan qué fugaz es la travesía.
Noche de San Lorenzo.

Manuel Villena
&
Ana García

sábado, 16 de agosto de 2014

SUEÑAN LOS ESCARABAJOS CON REPTILES ELÉCTRICOS, Ana Clavel

SUEÑAN LOS ESCARABAJOS CON REPTILES ELÉCTRICOS

   Cuando Gregorio Samsa despertó aquella mañana después de un sueño turbulento, el dinosaurio todavía estaba ahí.




viernes, 15 de agosto de 2014

[CARLOS CONOCE LOS MODALES...], Juan Gómez Bárcena



   Carlos conoce los modales apropiados para tratar con ancianas venerables, con criadas, con madres, con hermanas, con don­cellas de cámara, con las reverendas monjas clarisas; pero nada sabe acerca de cómo tratar con putas que antes que putas son niñas. Tal vez por eso al principio no hace ningún movimiento. Continúa apoyado de espaldas contra la puerta —dejemos que se conozcan más a fondo, ha dicho su padre antes de cerrarla— mientras la polaca se sienta en el borde de la cama y espera. Tampoco ella parece saber qué viene a continuación. Porque conoce el modo de tratar a los campesinos de la Galitzia, a doce hermanos durmiendo en la misma cama, a padres que te venden por veinte kopeks, a los rudos tripulantes del Carpathia, pero nada sabe sobre clientes que antes que clientes son niños. Y tal vez por eso está asustada como nunca hasta ahora lo ha estado. Ni siquiera cuando aquel marinero borracho estuvo a punto de conseguir arrastrarla hasta su camarote, aprovechando la noche del Atlántico.
   Carlos sólo habla español y la polaca, sólo polaco. Aunque para ser sinceros, durante los primeros quince minutos nadie dice una palabra. Se limitan a contemplar la habitación —los cor­tinajes de terciopelo, la reja en la ventana, el baldaquino de la cama al que ella se había abrazado— como si ninguno de los dos estuviera. Luego Carlos intenta improvisar unas palabras de saludo. Dice buenas noches, y la polaca no contesta. Me llamo Carlos, cómo te llamas tú, y nada. Mañana cumplo trece años. Va ensayando frases cada vez más largas, mientras se acerca y se sienta a su lado.
   No quiere mirarla a los ojos, pero al final no puede resistir la curiosidad y alza los suyos. Cree que va a encontrar impreso en ellos un rastro de rabia o de dolor, la huella de vejez prematura que dejan los sufrimientos, pero en su lugar halla otra cosa; una mirada azul y asustada, de niña vagamente entristecida por una porcelanita rota o una muñeca perdida. Casi al mismo tiempo comprende que no hará nada. Que su regalo de cumpleaños será precisamente ése; poder desobedecer a su padre, al menos una vez en la vida. Quiere decirle eso a la niña. Se lo dice. Dice: No tengas miedo, porque no vamos a hacerlo. Dormiremos juntos esta noche, pero ni siquiera llegaremos a tocarnos. Mañana yo seguiré siendo virgen y tú seguirás costando cuatrocientos dólares.
   Ella le mira sin convicción. Desconfía, claro, porque no es capaz de entender el significado de sus palabras. O quizás precisa­mente porque, al no entenderlas, ha podido descubrir algo más profundo que se oculta bajo ellas, entre ellas, a pesar de ellas; un mensaje terrible que tal vez el propio Carlos ignora.
   Viste un traje de verano abotonado, una falda azul y larga, calzas rosas. Le han recogido su cabello en dos trenzas rubias y espesas, que culebrean hasta su escote; un escote donde no hay todavía mucho que mirar, y no lo habrá hasta por lo menos un par de años más tarde. Carlos ve de reojo cómo, bajo los volan­tes y las transparencias de muselina, ese pecho menudo se infla y desinfla muy rápido, en lo que parece la palpitación de una avecilla asustada. Quiere repetirle que no tema, que puede confiar en él, pero en ese momento se detiene. Ve su mano, la pequeña mano de ella, acercarse lentamente y más tarde acariciar con torpeza su cuerpo, en un movimiento lleno de temblores, titubeos. Ese gesto tiene algo de orden recibida, de instrucción que se obedece mecánicamente, como se administra una medicina desagradable o se cumple un trámite. En su memoria, el tacto de esos dedos blancos se confunde con alguna otra cosa. Por ejemplo: la sensación de internarse de nuevo en la selva. Los pájaros exóticos y los monos contra los que no fue capaz de disparar, la decepción de su padre, el regreso. Y a ese recuerdo van asociados otros muchos: los librillos de poemas escondidos bajo el colchón; los suspiros de madre; las viñetas indecentes con los bordes cuarteados por sucesivas manipulaciones; las palabras de su padre justo antes de hacerle subir al coche. Ser hombre conlleva muchas responsabilidades. Su padre, con una mano en su hombro y sonriéndole por primera vez en mucho tiempo. Su padre esperando en el hall, tal vez con un periódico, tal vez coqueteando con una de las chicas; ella sentada en sus rodillas y él explicándole con paciencia y la misma sonrisa que es un hombre casado, que sólo está aquí por su hijo, del que está tan orgulloso, porque al fin va a convertirse en todo un hombre.
   Y entonces la mira a ella. A esa niña que tiembla y que también obedece. Tiene tan pocas ganas como él de estar ahí y sin embargo está, sin un reproche; no es su cumpleaños ni ganará cuatrocientos dólares, pero igualmente participa en esa larga cadena de capataces, mesdemoiselles, marineros y tratantes de mujeres. Un títere que primero mueve la mano y más tarde abrirá las piernas, sólo porque el señor Rodríguez ha pulsado las cuerdas apropiadas.
   Siente un sudor frío. Un respingo eléctrico recorriéndole la espalda, en parte por esos pensamientos, en parte porque casi sin querer también su mano ha comenzado a deslizarse por la cadera de ella. Una mano que no parece ser una parte de su propio cuerpo. La niña se muerde los labios. Su cuerpecito crispado se resiste a hacer un solo movimiento, ahoga un grito. Carlos cierra los ojos. Dormiremos juntos esta noche, pero ni siquiera llegaremos a tocarnos, dice. Mañana yo seguiré siendo virgen y tú seguirás costando cuatrocientos dólares, repite, pero de nuevo ella no cree en sus palabras. Poco a poco incluso él ha dejado de creer en ellas, porque de pronto está viendo detrás de los párpados cerrados a la niña saliendo de la habitación con las trenzas intactas, la madame que ríe en voz alta por el regalo de los cuatrocientos dólares, su padre que mueve la cabeza con heladora lentitud, que comprende, que siempre lo supo, y luego los cintarazos en la espalda con la correa de cuero y los rezos de madre y el médico recetando sorbos de ricino y veranos en la montaña.
   Pero nada de eso ocurrirá —la mano ascendiendo por el torso sin que ella pueda hacer nada más que seguir temblando; esa mano, su mano, tocando por primera vez un pecho—. No ocurrirá, porque su padre siempre consigue lo que quiere y esta vez no será menos; si para ser un hombre tiene que aplastar bajo su peso el cuerpo de la polaca, va a hacerlo, va a apretarse contra esa niña que tiene cara de jugar todavía a las lozas y las cerámi­cas, a las tardecitas de té y los bordados; a ser mamá, dentro de muchos años. Y no debería excitarle, pero le excita; y no debería comenzar a besarla ni desnudarla, pero ya lo está haciendo. La polaca que comienza a respirar más fuerte, que lucha por no ori­narse de puro miedo, que cierra también los ojos porque al fin le cree; porque sin palabras ha comprendido mejor el sentido de sus movimientos, el rumbo de ese niño terrible que se le viene encima todavía con los pantalones puestos.
   No sabe apenas nada sobre el cuerpo de una mujer. Al respecto tiene una idea imprecisa, que de pronto se hace nítida y penosa, como la revelación de un viajero que creía conocer el desierto por leerlo en un mapa. Así se siente abrasar sobre el cuerpo de ella, que de golpe le parece sin embargo frío y remoto como una piedra de sacrificio. Siente olores nuevos que en cierto modo son familiares. Un gusto salobre que tiene la sensación de reco­brar de alguna parte, como venido a través de un largo sueño. Mientras le revienta las costuras del corpiño y le arremanga la falda piensa en la vieja criada Gertrudis; en la paciencia con que viste y desviste a sus hermanas. Al sentir el tacto blanquísimo de su piel, su sabor a hostia consagrada; al escuchar los lamentos incomprensibles de la niña sufriendo, rezando, tal vez muriendo en polaco, piensa en madre. Cuando deja que todo el peso de su cuerpo se hunda sobre ella, no piensa en nada.
   Luego, lo que está haciendo, de pronto, duele. Siente ganas de llorar. Pero la humedad en sus mejillas no es nada compa­rada con otra humedad más terrible, cálida como una herida, subterránea como una enfermedad, que siente empapar su sexo. Escucha gritar a la niña y luego ve sangre, un pequeño rastro de sangre donde su padre ha dicho. Sangre empapando el follaje de la selva. Esquirlas rojas y negras, salpicando la blancura de las sábanas. Siente como si el resto de su cuerpo fuera la empu­ñadura de un cuchillo que sólo hoy, esa misma noche, hubiera sido desenvainado.
   No sabe si el amor se parece a eso. Si está matando a la niña que grita, que se sacude débilmente bajo su cuerpo. Está, quizás, matándola, pero no importa. Su padre ha pagado cuatrocientos dólares para que no importe.
   Se prolonga el tiempo exacto que dura una pesadilla.
   Y cuando todo termina comienza a llorar, esta vez sí, y la niña llora con él, y lo que es más extraño, también lo abraza. No está muerta, piensa Carlos con alegría, con sorpresa. No está muerta, y no le odia. Lo rodea con sus brazos como si él fuera al mismo tiempo sus padres, y sus hermanos, el país que no volverá a ver, la lengua que no escuchará de nuevo, el capitán mercante que cuidó de ella y durante todo un mes cumplió su palabra. Le abraza como dos niños que hubieran jugado y reñido y ahora quisieran jugar de nuevo.
   De pronto comienza a hablar. Murmura frases misteriosas que él escucha y trata de registrar con paciencia. Son, tal vez, preguntas y, en las pausas, él contesta con otras. Le pregunta si tiene trece años. Le pregunta si eso que acaban de hacer es lo que al otro lado de la puerta esperaban de ellos. Si también su padre le había dicho que hacerse una mujer conllevaba muchas responsabilidades, justo antes de despedirla en el puerto. Y ella contesta, a su modo, y después calla.
   Las velas se han consumido ya. En la oscuridad sus cuerpos continúan abrazados. Carlos ha comenzado a acariciarla lenta­mente. Su mano recorre la suavidad del cabello, su piel lechosa, y ella se ablanda y adormece al calor de ese contacto. Todavía lloran, pero ya sin ruido, sin amargura, y la niña ahora repite una sola frase, como una letanía; como si la noche se hubiera quedado encallada en el mismo punto.
   Chcę iść do domu.
   Al hablar, los labios húmedos se abren y se cierran para rozar su oreja.
   Chcę iść do domu.
   Y Carlos piensa en esas palabras mientras se va quedando dormido y aún después, minutos u horas más tarde, cuando al despertar descubre que la polaca ha desaparecido, y en el hall lo espera su padre para decirle que ya es todo un hombre.
   Che is do domo.
   Trata de grabarlas en su memoria ese día, y luego el resto de su vida, mientras concibe proyectos disparatados; planes en los que la polaca y él, contra el mundo.
   cheis to tomo,
   y poco a poco esos planes que se asordinan, se postergan, se abandonan, se mueren, porque al fin y al cabo ella ya no está en el burdel, nadie sabe dónde puede encontrarla, y si lo supiera sería lo mismo, claro, porque una cosa es sublevarse leyendo unos poemas y otra muy distinta dejarlo todo por una niña que ya ni siquiera es niña; por una puta que a estas alturas ni siquiera costará un dólar; por una extranjera cuyas últimas palabras poco a poco se ha resignado a olvidar, los sonidos incomprensibles que se van mezclando y confundiendo en su memoria, y con ellos la esperanza adolescente de que su conjuro cifrara algo her­moso, que cheis torromo signifique te perdono, que cheis mortoro quiera decir te quiero; que cheistor moro, yo tampoco te olvidaré, nunca.


JUAN GÓMEZ BÁRCENA, El cielo de Lima, Salto de Página, Madrid, 2014, pp. 105-110.
&
Clara Lieu

jueves, 14 de agosto de 2014

ESCENAS DIVERTIDAS, William T. Vollmann

ESCENAS DIVERTIDAS

   Dos hombres en traje de negocios estaban discutiendo afuera del cabaret coreano de Eddy Street.
   —¡A mí no me agarras de ese modo! —dijo uno—. ¡Me agarras así! Recuerda que este sitio es mío.
   A la altura de Ellis Street había un hombre de pie junto a su coche estropeado, contextualizando con un policía.
   —Según lo entiendo —dijo el policía—, primero le golpeó en el capó.
   —No —dijo el hombre pacientemente—. Primero me golpeó en la cabeza.


WILLIAM T. VOLLMANN, Historias del Arcoiris, Pálido Fuego, Málaga, 2013, p. 101.
&
Yorgos Papakarmezis

miércoles, 13 de agosto de 2014

[LA ESCRITURA ES UN ECO...], Raúl Aceves

   La escritura es un eco, la lectura es un eco de un eco.

RAÚL ACEVES, Aforismos y desaforismos, Amaroma, Guagalajara, 1999, p. 13.
&
James Lee Byers

martes, 12 de agosto de 2014

[LOS AMANTES MUDOS...], William T. Vollmann

   Los amantes mudos no cuentan historias.

WILLIAM T. VOLLMANN, Historias del Arcoiris, Pálido Fuego, Málaga, 2013, p. 231.
&
 
Man Ray

lunes, 11 de agosto de 2014

[ESCRIBIR SOBRE EL AMOR...], Juan Gómez Bárcena


   Escribir sobre el amor, claro. Pero, ¿qué sabe él sobre eso?
   Tal vez Carlos sea más inseguro de lo que parecía y aún haya que atribuirle un segundo miedo. El temor de que la novela de Juan Ramón y Georgina acabe revelando lo poco que vale su propia vida. Porque al fin y al cabo toda buena ficción hunde sus raíces en una emoción auténtica, son palabras del licenciado, lo que significa que para escribir sobre el amor un novelista debe echar mano a sus experiencias; aprovecharse de todo cuanto ha aprendido en los brazos de una mujer.
   ¿Y qué es lo que ha aprendido él? ¿Qué sabe sobre mujeres de carne y hueso?
   En realidad, apenas nada. Es cierto que a pesar de su juven­tud tiene ya una discreta experiencia, pero hasta ahora siempre se ha enamorado de fantasmas. Una mujer bonita que vio pasear por la calle tan sólo un instante. El cuerpo mínimo de una ninfa en un grabado de Gustave Doré. El personaje de una novela. Lo más cercano que ha estado de enamorarse de alguien real fue cuando conoció a aquella prostituta polaca. Si es que puede lla­marse amor a eso y, sobre todo, si es que puede llamarse prosti­tuta a una mujer que todavía es virgen.
   Ocurrió la víspera de cumplir trece años. Al día siguiente sería un hombre. Al menos eso era lo que le iba diciendo su padre mientras lo acompañaba en el coche de caballos, rumbo a su re­galo de cumpleaños. Ser un hombre conlleva muchos deberes y responsabilidades, decía, pero también ciertos privilegios. Carlos no sabía si quería o no quería. Ni convertirse en un hombre, ni ese privilegio que su padre estaba a punto de ofrecerle. Hacía poco había descubierto en un doble fondo de su biblioteca un librito maravilloso y al mismo tiempo repulsivo, lleno de estam­pas de hombres y mujeres entrelazados, haciendo cosas que no, de ningún modo. Dedicó todo el verano a pasar sus páginas a escondidas, y su conclusión al cabo de cada examen era siempre la misma: qué asco, las viñetas. Algunas noches se encerraba en el aseo y contemplaba su cuerpo desnudo en el panel del es­pejo. Comparaba su figura escuálida, su torso sin vello, con las imágenes que veía en el libro. Otras veces, en ese mismo cuarto de baño, las viñetas por un instante dejaban de darle asco, pero entonces le producían remordimientos.
   Al principio Carlos creyó que se dirigían al centro de Iqui­tos, a los prostíbulos donde debutaban los jóvenes de la ciu­dad. Pero su padre le tenía reservada una sorpresa. No hay que olvidar que era uno de los hombres más ricos del país. Y que el dinero, al igual que hacerse un hombre, no sólo comporta privilegios: también ciertos compromisos. La responsabilidad, a veces penosa, de despilfarrarlo para demostrar que se posee. Todo esto sucedía además al calor de la fiebre del caucho, cuan­do las ciudades del Brasil y del Perú comenzaron a llenarse de magnates como él, que sufrían por no saber en qué emplear sus fortunas. Los menos espléndidos se contentaban con calmar la sed de sus caballerías con champaña francesa. Otros enviaban a lavar su ropa sucia en barco hasta Lisboa; dos meses de espera para prevenir sus vestuarios importados del contacto impuro de las aguas americanas. En algunos clubs incluso era costumbre encender los puros con billetes de cien dólares, y si no se fumaba, pedir con ellos deseos en las fuentes públicas. Deseos efímeros con el busto del presidente Washington, que en un instante se reblandecían y naufragaban ante la mirada impotente de los transeúntes.
   Pero a don Augusto no le interesaban demasiado los caballos ni los puros. Tampoco le importaba que el servicio lavara sus fracs con el agua del Amazonas. A él lo que de verdad le gustaba eran las mujeres, y estaba dispuesto a hacer lo que fuera para que Carlos compartiera su parecer. Para que olvidara las tentaciones antinaturales que creía se escondían detrás de todos los versos, incluso de los que parecían más inocentes. Así que para su cum­pleaños sólo podía regalarle lo mejor, es decir, una noche en el burdel de lujo de los empresarios caucheros.
   Era un palacete construido en el límite de la selva, que Carlos miró desde el coche con una mezcla de temor y fascinación. Sabía por su padre que hasta allí llegaban vírgenes traídas desde todos los rincones del mundo, con certificados de pureza que venían rubricados en hasta cuatro o cinco idiomas. Porque los caucheros sólo podían consentir en su lecho mujeres honradas, prostitutas que aún no habían tenido tiempo de serlo, aunque mucho antes de su primer período ya hubieran sido tasadas, ven­didas, transportadas. Putas potenciales que serían remitidas a los burdeles comunes después de una sola noche de trabajo, tras perder su virtud por un precio desorbitado.
   La elección se extendió durante un tiempo que a Carlos le pareció inmenso. Frente a ellos desfilaron húngaras, rusas, chinas, negras africanas, francesas, hindúes. Había otomanas todavía con el velo puesto e inglesas para que los magnates británicos se sintieran como en casa. Portuguesas y españolas con las que los mestizos podían saldar viejas cuentas coloniales. Eran casi niñas. Eran también casi hermosas, pero esa belleza de alguna forma dolía. Carlos rehuía sus ojos. Miraba el aire que había entre ellas, y señalaba a ésta o aquélla al azar cuando su padre lo apremiaba. Cada vez que preguntaba un precio, un criado con una bandeja de plata y un mazo de tarjetas les tendía la cartulina correspondiente. No contenían nombres ni apodos: sólo la nacionalidad y la tarifa. Trescientos dólares americanos por las japonesas. Doscientos cincuenta por las egipcias. Apenas doscientos por mulatas de las Antillas. Pero don Augusto negaba con la cabeza al examinar las tarjetas. Esta es sólo una brasileña, podemos encontrar brasileñas en cualquier parte, y además sólo cuesta cien dólares. No seas tímido, puedes escoger lo mejor: yo invito. Lo mejor, por supuesto, quería decir también lo más caro. Y al final eso fue precisamente lo que don Augusto le rega­laría: una niña asustada de trece o catorce años, que no era más hermosa que las demás, pero sí tenía la tarjeta adecuada.
   Polonia. Cuatrocientos dólares.
   Mientras preparaban su pedido, don Augusto tomó a Carlos por el hombro. Son cuatrocientos, le dijo, así que más te vale de­cirme si sangra o si no sangra. Andate con mucho ojo, que con estas putas nunca se sabe. A algunas les da por adelantar trabajo y comienzan a consolar marineros en el Atlántico, y entonces ya no valen ni las ropas que visten.
   Carlos se estremeció. La mención de la sangre le recordó el primer día que su padre lo llevó de caza y no se atrevió a apre­tar el gatillo contra ninguno de los animales que le señalaba. Durante todo el día monos y cerdos salvajes desfilaron despreo­cupados frente a él, amnistiados por su cobardía. Al fin don Augusto le arrebató el rifle con rabia, y fue abatiéndolos uno a uno, estallándoles la carne con disparos certeros.
   Pero el recuerdo duró sólo un instante. Alguien acababa de abrir la puerta del reservado, y cuando alzó los ojos la muchacha estaba ya esperándolo.

JUAN GÓMEZ BÁRCENA, El cielo de Lima, Salto de Página, Madrid, 2014, pp. 101-104.
&
Clara Lieu

domingo, 10 de agosto de 2014

[SOLO ES FELIZ EL INFELIZ...], Omar Jayyam

Solo es feliz el infeliz conforme,
y el que ignora las últimas verdades.
Penetré los arcanos esenciales
y ahora envidio a los ciegos en mi noche.

OMAR JAYYAM, Caravana y desierto, Renacimiento, Sevilla, 2014, p. 45.
Versión de Javier Almuzara
&
Markus Schinwald

sábado, 9 de agosto de 2014

EL RUIDO DEL TIEMPO, Roger Wolfe

EL RUIDO DEL TIEMPO

Ahí fuera, en la noche,
pasa un camión
con un ruido que de pronto
me hace pensar en los 70:
viejas carreteras,
desangeladas estaciones de servicio, cafeterías cutres...;
España como era.
¿Triste? No lo sé.
El tiempo se nos va. Y eso
es lo más triste de todo.


ROGER WOLFE, Gran esperanza un tiempo, Renacimiento, Sevilla, 2013, p. 45.

viernes, 8 de agosto de 2014

INSEPARABLES, Hervé Guibert

INSEPARABLES


   Renaud de la Martinière conserva, colgadas en las paredes de su oficina del banco, allí donde nos encontramos antes de que mi valet ocupara mi lugar, las fotografías de una muy bella mujer, que sin dudas me habría gustado cuando era joven de no haber sabido yo que se trata en verdad de un hombre, con unas piernas espléndidas, enfundadas en unas medias de red, arqueadas sobre unos altos tacos aguja y con una correa de cuero en los tobillos. Una especie de dominadora. Yo soy uno de los pocos que sabe el secreto: que esta mujer no es otra que Renaud de la Martiènere. Sus socios, al entrar en el despacho y ver las fotos, suelen decirle: “Qué hermosa criatura. ¿Es su mujer?”. “Somos inseparables”, suele responder mi banquero con una son­risa que a mí me resulta fácil de descifrar.

HERVÉ GUIBERT, Mon valet et moi

EDUARDO BERTI, Historias encontradas, Eterna Cadencia, Buenos Aires, 2009, p. 176.
&
Helmut Newton

jueves, 7 de agosto de 2014

EL ASESINO Y SUS IMÁGENES EN PLENILUNIO DE ANTONIO MUÑOZ MOLINA, Francisco González Castro



EL ASESINO Y SUS IMÁGENES EN PLENILUNIO, E ANTONIO MUÑOZ MOLINA


   Desde la publicación de sus primeras novelas, la crítica ha resaltado de Antonio Muñoz Molina (Úbeda, Jaén, 1956) la alta calidad de su estilo, el poder evocador de su prosa, la maestría en la construcción de los personajes y en la elección de las voces narrativas, la inteligente conjugación de géneros y la creación de un espacio literario propio en el que se desenvuelven diferentes tramas y personajes. Estas características forman la distinción de la excelencia. artística del autor andaluz. Beatus ille (1986), premio Icaro, El invierno en Lisboa (1987), premio de la crítica y premio nacional de literatura, Beltenebros (1989), El jinete polaco (1991), premio Planeta, Ardor guerrero (1991) o Plenilunio (1997) son obras que manifiestan una sólida trayectoria de perfeccionamiento y que constituyen cita obligada en la narrativa española actual. Plenilunio es un ejemplo en el que destacan las mejores cualidades de esa trayectoria y del virtuosismo anteriormente referidos. Con una excelente acogida de crítica y público, la obra ha reforzado su éxito con la adaptación cinematográfica (España, 2000) a cargo del director español Imanol Uribe. Entre los logros de dicha adaptación sobresale el haber sabido representar adecuadamente la gran complejidad de los personajes novelescos, entre ellos, la del asesino. Sobre este personaje en particular, sobre sus formas y procesos de representación literaria (imágenes) trata el presente análisis. Abordamos la figura y los perfiles de tan singular personaje por considerarlo agente primordial y precursor del argumento novelesco: sus acciones, sus huellas, su rastro o el desafío que propone a la razón investigadora y justiciera son los resortes que mueven todo el mecanismo de la trama, ya que, como acertadamente resumió Thomas Narcejac: “el asesino es una fuerza en movimiento (1)”, y de ese impulso se genera toda la intriga.
   El asesino de Plenilunio actúa en una pequeña ciudad de provincias del sur de España, que bien pudiera ser la Mágina de otras novelas. En este entorno se descubre el cuerpo sin vida de una niña, con indicios de haber sufrido abusos y violación. Este trágico suceso es el precedente con el que arranca la historia, que se centra en los esfuerzos de un detective para descubrir al autor de tan horrendo crimen. Dicho así, parece que Plenilunio es una novela policíaca, género con el que indudablemente comparte afinidades. No obstante, la novela traspasa esos límites, ya que no se pretende exponer la perspicacia y la lógica infalible de un detective que acaba identificando certeramente al asesino, sino que las pesquisas policiales, la búsqueda, son vías para profundizar en las relaciones entre los personajes, para indagar en su memoria y en el condicionamiento del pasado o para revelar sus frustraciones e inquietudes. El comienzo de la novela señala ya estas tendencias y propone someramente los motivos impulsores del desarrollo argumental:   

   De día y de noche iba por la ciudad buscando una mirada [...] El inspector buscaba la mirada de alguien que había visto algo demasiado monstruoso para ser suavizado o desdibujado en el olvido, unos ojos en los que tenía que perdurar algún rasgo o alguna consecuencia del crimen, unas pupilas en las que pudiera descubrirse fa culpa sin vacilación, tan sólo escrutándolas, igual que reconocen los médicos los signos de una enfermedad [...] como el padre Orduña había reconocido en él hacía muchos años el desamparo, el rencor, la vergüenza, incluso el odio (9)(2).

   Estas primeras palabras remiten al personaje visible del inspector en un esfuerzo obsesivo por descubrir, a través de los signos del delito y de la culpa, la identidad del asesino, sujeto huidizo que se resiste a aparecer y, por tanto, a revelar una imagen nítida de sí mismo. Esta dialéctica entre visibilidad y ocultamiento condiciona la representación de los personajes, sobre todo la del criminal, así como el transcurso del argumento y la propia elaboración textual. Si de acuerdo con la convención del género policíaco, al inspector lo anima el deseo de saber y de averiguar (“el inspector buscaba la mirada de alguien”), el asesino se destaca por su condición evasiva, por su necesidad de escapar a la labor analítica e interpretativa del detective. Este parte de unos hechos, de indicios y huellas que son los primeros elementos para componer la figura de un desconocido. Sin embargo, la imagen cabal del asesino se va constantemente postergando a lo largo del relato. La postergación, que es una característica del argumento, tiene consecuencias en la progresión narrativa: normalmente, la información de un texto se articula en un principio predicativo que va de lo conocido (tema) a lo no conocido (rema o información nueva). En los relatos de crímenes esta tendencia se rompe, tal y como han demostrado los especialistas en gramática textual, por requerimiento estilístico y del suspense: “allí el asesino y sus móviles, desencadenantes primeros —tema— del proceso narrado, no se manifiestan en la estructura lineal hasta el desenlace del relato. Es decir, se altera el orden, apareciendo rema-tema”(3). Hay, por tanto, una implicación directa entre los protagonistas y las acciones que llevan a cabo, y la composición narrativa resultante.
   Visibilidad, ocultamiento, deducción e imagen, evanescencia y postergación son fenómenos que se derivan de las actuaciones del asesino y del detective. Estos fenómenos remiten todos al problema más general de la identidad: ¿quién es?, pero también ¿quién soy? En Plenilunio, la necesidad de identificar (de conocer), no sólo se aplica al asesino, sino que también acaba afectando a los demás personajes. En el trascurso de la novela, el problema de la identidad se materializa en unos procedimientos semióticos y argumentales que forman parte de lo que podemos denominar retórica de la identidad o de la identificación.

   Esta retórica es la manifestación lingüística y expresiva de los esfuerzos de los agentes que actúan para dilucidar la verdad, es decir, para acabar con la invisibilidad que oculta la imagen del asesino. Una práctica antigua de la identificación era la fisiognómica, el “arte de adivinar el carácter de acuerdo con los signos exteriores”(4): la cara es el espejo del alma; éste ha sido el lema del estudio fisiognómico. En Plenilunio, el padre Orduña es la voz que transmite este pensamiento, que se remonta a fuentes bíblicas y que asegura que el asesino debe tener marcas que lo identifiquen: "Llevará una señal, como Caín cuando mató a su hermano y quería esconderse de Dios” (64), dice el padre Orduña. No obstante, el detective comprueba que dicha teoría apenas tiene vigencia en una realidad postmoderna que se debate entre la irresolución, la indeterminación epistemológica, la falta de objetividad y la crisis de la representación y de la designación. En estas circunstancias se mueve el detective, tratando de encontrar una señal delatora en el proceloso mar de los signos equívocos que forman la cotidianeidad y la normalidad: “En la memoria y en los ojos de alguien están ahora mismo las imágenes indelebles del crimen, unos ojos que en este mismo instante miran en algún lugar de la ciudad, normales, serenos, tal vez, como los ojos de cualquiera” (29). Precisamente, pronombres (sustitutos del nombre, del objeto o individuo) indefinidos como cualquiera o alguien adquieren una especial importancia estilística en el proceso de referencia y señalamiento, ya que se trata de palabras con deixis imprecisa que introducen en el discurso lo innombrado o lo desconocido, en este caso la figura emboscada del asesino. En el capítulo 9 destaca la repetición obsesiva del indefinido alguien, un sujeto gramatical al que se le suman los rasgos hasta ese momento descubiertos del criminal (joven, veintitantos años, pelo negro y rizado, fuerte, manos anchas, dedos cortos, fumador de Fortuna, sangre del tipo cero), pero la indeterminación del pronombre acaba por sumir la descripción en una aporía, una dificultad insalvable para continuar en el vacío referencial creado por esa misma indeterminación pronominal. Las reflexiones del detective resaltan la aporía o punto de quiebra en la búsqueda incesante del signo delator: “habrá en su presencia un rasgo que lo delate [...] la expresión de su cara, el brillo de sus ojos, pero la cara es un espejo vacío, una cara borrada o tachada” (110).
   Esta incapacidad de representación afecta también a otro procedimiento relacionado con la identidad: el retrato. Tiene este método descriptivo, que se entiende íntimamente vinculado con la visión, sus propias convenciones perfiladas a lo largo del tiempo. El retrato literario tradicional se va completando en dirección descendente, de la cabeza a los pies, deteniéndose especialmente en los rasgos de la cara, para ofrecer una imagen fiable de conjunto que puede estar acompañada de características morales. Pero en Plenilunio, el retrato del asesino se vuelve fragmentario e ineficaz en lo concerniente a la representación. Se trazan rasgos de forma discontinua en el texto, suministrados por diferentes personajes en diferentes circunstancias: ojos que cambian según examina el detective fotografías de sospechosos, unas manos grandes que destaca Susana, la maestra de la niña asesinada, en una descripción impresionista que realiza de su pescadero habitual, que resulta ser el asesino. Es interesante comprobar el efecto deformante, provocado por la discordancia corporal, que tiene esta descripción:

   Compró dos besugos en su pescadería de siempre, la de aquel hombre joven que le inspiraba un poco de lástima porque no tenía ninguna pinta de pescadero, el cuerpo romo y carnoso sí, y las manos grandes, pensaba, rojas y fuertes [...]. Pero la cara no, la cara resultaba tan incongruente con el resto del cuerpo y en aquel puesto de pescado como la voz, muy educada y suave (285).

   También Paula, la segunda niña víctima, pero superviviente del horror, destaca el tamaño de las manos de su atacante, que no guardan correspondencia con el cuerpo. Esta forma de componer una imagen aludiendo al todo mediante la mención de sólo una parte sigue el movimiento de la metonimia, tropo o recurso que normalmente se utiliza cuando es fácilmente deducible la relación de la parte con el todo. En el retrato fragmentario que nunca se define del asesino, la distancia metonímica entre la parte (las manos) y el todo (el asesino) se agranda y crea un abismo que impide la conexión automática entre los elementos. De los demás datos aportados por la pequeña se desprende un rostro de rasgos acusados que no guardan proporción entre sí: cara redonda, barbilla muy pequeña, de tal forma que “parecía que la cara no estaba terminada de hacer por abajo” (394), pelo negro, rizado, la frente estrecha, las cejas grandes y casi juntas. La imagen resultante, dominada por la asimetría facial, recuerda a las tipologías estigmatizadoras que divulgaron los frenólogos y criminólogos del siglo XIX (César Lombroso y seguidores)(5). Sin embargo, esta nueva imagen vuelve a desvanecerse cuando el interrogatorio del inspector no consigue dilucidar una marca singular en la fisonomía del asesino, ya que ésta, una vez más, desaparece en el vacío referencial de la normalidad: “Tiene una aspecto normal” (396), responde insistentemente la niña. El mismo resultado se obtiene en los demás intentos descriptivos: la única persona, una mujer, que había visto al asesino en compañía de una de las víctimas, sólo es capaz de explicar “lo que aquel .hombre no era” (137), es decir, sólo acierta a componer una declaración que niega, oculta y desvía constantemente el sujeto: “no tenía barba, no iba vestido de una manera especial, era joven, desde luego, pero no muy joven, no era gordo, corpulento quizás, aunque tampoco mucho, no se parecía a ninguno de los violadores de asalto con navaja ni a los hombres envejecidos y oscuros que se acercaban a las niñas en los parques públicos” (137). Por otra parte, el testimonio de una prostituta señala a un individuo de fondo inescrutable, “como el fondo de un pozo o de un túnel cuyo final no se ve” (404), con una personalidad cambiante e inasible, de la que sobresale, a modo de impostura, un lenguaje aprendido, por tanto falso, “que sin duda repetía y que ella era incapaz de asociar con su cara o con su voz de unos minutos antes” (408). Este fondo oscuro esquiva e incluso invalida el discurso médico-legal (en boca del forense Ferreras), especializado en el examen de marcas, restos y huellas del sujeto delincuente. A este respecto, y consciente de los límites de su ciencia, Ferreras concluye: “quién puede saber lo que hay dentro de un alma y lo que está muy adentro o más abajo” (168).
   Hasta ahora hemos visto una serie de procedimientos descriptivos vinculados con las perspectivas de distintos personajes, que se engloban en lo que hemos denominado la “retórica de la identificación” y que se aplican a un sujeto, el asesino, cuyo rasgo principal es su carácter elusivo e indeterminado. Esta cualidad difusa del asesino, que malogra siempre su identificación, está también condicionada por concepciones literarias del propio autor. En la verdad de la ficción, Muñoz Molina explica cómo entiende el arte de la escritura y revela presupuestos y técnicas utilizados en sus argumentos. Entre esos presupuestos está la inestabilidad referencial de lo real: “Las cosas casi nunca son como parecen”(6), y el problema de la identidad y del conocimento subrayado por el hecho de que algunos personajes, como el detective o el asesino de Plenilunio, carecen de nombre propio, modo lingüístico básico de individualizar y de construir la identidad. Se trata, según Muñoz Molina, de un recurso “para sugerir que de los personajes de la literatura como de las personas de la realidad, es muy poco lo que puede saberse” (7).
   El espacio puede convertirse también en reflejo de la condición de los personajes. En Plenilunio, una pequeña ciudad es el escenario donde coinciden las tonalidades y los rigores del invierno con el crimen y el sentimiento del miedo:
   El invierno y el miedo, la presencia del crimen, habían caído sobre la ciudad con un escalofrío simultáneo, con un sobrecogimiento de calles silenciosas y desiertas al anochecer, batidas por una lluvia fría y por un viento grávido de olores a tierra (42).
   Una gran parte de la novela transcurre en el régimen de la grisura invernal, de las tinieblas o de las tonalidades sombrías, que es posible entender en conexión con la condición siniestra o la presencia del mal, pero también con el fracaso vital y la desorientación existencial de los Otros personajes (el detective, Ferreras, Susana). Lluvia, niebla, humedad, noche, frío aparecen como metáforas del horror y de la muerte, de la desolación emocional, del fracaso de la investigación y la oscura e inescrutable imagen del asesino. Un componente del paisaje nocturno, la luna llena, cobra un significado primordial y, a la vez, ambivalente en el relato. La luna es testigo de la violencia criminal y esta relación de contigüidad espacial entre el elemento paisajístico y el mal posibilita un desplazamiento semántico en virtud del cual el astro se confunde con el rostro del asesino, lo encubre o eclipsa, y adquiere el significado de muerte. Así lo siente la niña que escapa viva de la agresión: “y por un instante la cara y la luna eran la misma cosa y ella se hundía hacia abajo y la cara y la luna eran el círculo cada vez más diminuto del brocal de un pozo por el que ella caía” (233-4). El plenilunio es símbolo y causa del mal: “Fue por causa de la luna” (433), confiesa el asesino cubriéndose la cara con las manos (11).
   El régimen tenebroso que ha dominado la mayor parte de la novela se disipa en los últimos capítulos. Claridad, sol, resplandor y primavera coinciden con el desenlace, con el fin de la postergación y la identificación del criminal. En esta etapa de revelación, el acto de mirar y de interpretar la realidad cobra mayor importancia, si cabe, en un relato que ha ido urdiéndose mediante la dialéctica entre la posibilidad de la representación, la identidad y el conocimiento: “Esa cara redonda, de cejas arqueadas y largas, barbilla escasa y ojos muy juntos, era lo que había estado buscando cada día y casi cada hora en los últimos cuatro meses” (419), reflexiona el inspector. Sin embargo, la conclusión de la novela corrobora los principios de inestabilidad referencial y de imposibilidad cognitiva. La imagen tan buscada y ahora manifestada no se ajusta a ningún estereotipo o idea predeterminada: “Definitivamente, la cara no era el espejo del alma” (420), sentencia el detective. El cambio, la impostura y el carácter insoldable del individuo son destacados finalmente por la voz narrativa cuando el inspector vuelve a encontrarse, cara a cara, con el asesino y observa en éste la transfiguración que ha tenido lugar: “el hombre que el inspector vio en el umbral no era el asesino de Fátima” (456).

   Además de los procesos de representación ya mencionados, hay otra perspectiva, la que se desprende de la subjetividad y de la voz del propio asesino, que resulta altamente significativa dentro de la novela. Se trata de un enfoque interno o psicológico, en contraposición a los otros que se detenían principalmente en lo externo. El monólogo interior, la reflexión ensimismada y la interpretación particular de la realidad circundante son modos expresivos que sirven para construir la imagen psicopatológica y moral del sujeto: “Todo exacto, duplicado, idéntico, todo repetición y simultaneidad [...], o como un sueño que se recuerda repetido mientras se lo está soñando” (304). Por sus palabras y razonamientos reconocemos el desequilibrio mental y la naturaleza depravada y sombría del personaje. La pintura de este tipo de alma oscura tiene sus procedimientos estilísticos, sus esquemas narrativos y sus tópicos. Así, la depravación se ha relacionado frecuentemente con la enfermedad o con una epidemia. Recordemos que en el caso de Edipo, en la tragedia griega de Sófocles, una epidemia de mortífera peste que asola Tebas sirve para señalar la acción terrible e impura del parricidio y del incesto cometido por el rey. En la novela de Muñoz Molina, la conciencia del delito es un cáncer, un ente devorador que se multiplica “en la oscuridad absoluta del interior del cuerpo”(29). El campo asociativo de la enfermedad del alma abarca términos con capacidad propagadora como suciedad, infección, putrefacción, asco, contaminación y pestilencia. Son términos que, por la influencia de la obsesión y de la culpa, se convierten en proyecciones hacia el exterior (el cuerpo individual y social) de la conciencia infame del individuo. En Plenilunio, son las manos asesinas, las mismas que tocan la materia fría, viscosa y hedionda del pescado, de donde emana y de donde se extiende el reflejo psicológico del delito: “un relámpago en la mano derecha, en los dedos sucios, húmedos, tan impregnados de olor que ya huele también como ellos el cristal de la copa, todo se contamina, se contagia enseguida, se pudre, sólo el aroma del anís es lo bastante fuerte como para borrar la pestilencia” (176). El sentimiento de asco ante el propio físico se presenta como una expresión y un juicio, aunque sea de forma oblicua, de la maldad que ha corrompido la integridad moral, social y psíquica (8). La misma función de señalamiento ha tenido históricamente la sangre delatora. Fue precisamente la voz de la sangre la que denunció, según la palabra divina, el fratricidio de Caín, el primer asesino de la historia. Desde entonces, la sangre se ha repetido como estigma o marca, ya sea real o imaginaria, en los relatos de lo execrable. El Macbeth de Shakespeare, acosado por las espantosas imágenes de sus crímenes, intenta desesperadamente retirar una sangre imaginaria que cubre sus manos como sucio testimonio (9). El asesino de Plenilunio también tiene esta mancha acusadora en sus manos, su propia sangre que emana de una automutilación inconsciente infligida con su navaja en el paroxismo de la agresión. Pero si en el caso de Caín y de Macbeth, la sangre apunta a un individuo bien definido, en el asesino de Muñoz Molina, la sangre se presenta como marca endeble en la imagen completamente difuminada: “no hay testigos”, dice el narrador, “salvo una mujer que no es capaz de recordar su cara, tan sólo la sangre que le brotaba de la mano izquierda” (135). El hedor, la sangre y la suciedad son segregaciones o adherencias del cuerpo. En la figura del criminal estas sustancias se perciben como especialmente nauseabundas, ya sea desde una perspectiva objetiva o subjetiva, porque señalan desde afuera, y con destino a los demás (la sociedad), la corrupción y el desorden moral internos. En cuanto indicios que remiten a otra cosa distinta de ellos mismos, como proyecciones de la conciencia individual por el mal cometido, todos estos elementos repugnantes forman parte de un grupo de signos que dan lugar a una verdadera semiótica de la culpabilidad (10).
Francisco González Castro, Moenia, 8, Lugo, (2002), pp. 411-417.


***
(1) Thomas Narcejac: Una máquina de leer: la novela policiaca. Tr. de Jorge Ferreiro. México: F.C.E., 1986. 23.
(2) Antonio Muñoz Molina: Plenilunio. Madrid: Alfaguara, 1997. Todos los fragmentos extraídos de la novela pertenecen a esta edición.
(3) Janos S. Petöfi & A. García Berrío: Lingüística del texto y crítica literaria. Madrid: Comunicación, 1978, 63.
(4) Julio Caro Baroja: Historia de la fisiognónica. Madrid: Istmo, 1988, 21.
(5) Los planteamientos de la antropología criminal están actualmente superados. Sin embargo, en su momento tuvo un carácter innovador y nació con el propósito de establecer una tipología del sujeto criminal a través de la estructura craneal y de marcas físicas. La lista de estas marcas incluía la asimetría craneana, el hundimiento de la fosa occipital, mandíbulas desarrolladas, frente huidiza, cara ancha, pilosidad abundante, arcadas supercialiares demasiado marcadas, brazos demasiado largos, anormalidades en las extremidades, etc. Vid. César Lombroso: Los criminales. Barcelona: Centro editorial Presa.
(6) Antonio Muñoz Molina: La verdad de la ficción. Sevilla: Renacimiento. 1992, 20.
(7) Op. cit.: 43.
(8) Dice William I. Miller: “Nuestros cuerpos y almas son los principales generadores de lo asqueroso” en Anatomía del asco. Tr. de Paloma Gómez Crespo. Madrid: Taurus, 1998, 82.
(9) “El océano entero del gran Neptuno, ¿lavará y limpiará esta sangre de mis manos?”, se queja desesperadamente el rey homicida. En William Shakespeare: Macbeth. Tr. de José María Valverde. Barcelona: Planeta, 1980, acto II, escena II, 141.
(10) Con respecto a esta semiótica de la culpabilidad y motivos literarios relacionados, puede consultarse Antonio Blanch: El hombre imaginario. Una antropología literaria. Madrid: Universidad Pontificia Comillas, 1995.
(11) La luna tiene un extenso y variado simbolismo, relacionado con su volubilidad y ocultación. Maternal, protectora, pero también peligrosa, Siniestra y mortal. Vid. Juan-Eduardo Cirlot: Diccionario de símbolos, Barcelona: Labor, 1992, 284. En Plenilunio, también la luna es testigo y símbolo positivo del amor entre el detective y Susana.

miércoles, 6 de agosto de 2014

[NO SON LOS SENTIMIETOS...], Rafael Chirbes

  
   No son los sentimientos lo más humano. Lo humano es la inteligencia, y seguramente también la capacidad para planear el mal a largo plazo.


RAFAEL CHIRBES, Crematorio, Anagrama, Barcelona, 2007, p. 110.
&
Annie Tung

martes, 5 de agosto de 2014

[MIENTRAS LO CORTO...], Issekiro

Mientras lo corto
veo que el árbol tiene
serenidad.

Issekiro
&
Joan Foncuberta

lunes, 4 de agosto de 2014

[LLORA A GRITOS...], Vergílio Ferreira

   Llora a gritos como los niños hasta que te agotes. Verás que después te duermes.

VERGÍLIO FERREIRA, Pensar, Acantilado, Barcelona, 2006, p. 51.
&
Alfred Eisenstaedt

domingo, 3 de agosto de 2014

[ESCARAPOTE, MEDUSA, TÁBANO...], Manuel Villena

Escarapote, medusa, tábano...
Ofrenda amarga del cuerpo desnudo
en el altar del verano.

Manuel Villena
&
Edvard Munch

sábado, 2 de agosto de 2014

HISTORIAS DE LA NARCOSALA, William T. Vollmann


HISTORIAS DE LA NARCOSALA

   Dos veces al mes los adictos se ponían en cola para conseguir su metadona. Primero tenían que seguir la línea amarilla para hacerse un análisis de orina. La orina tenía que estar limpia para tener derecho a recibir más metadona, de modo que en el aparcamiento había gen­te que se ganaba la vida plácidamente vendiendo su pis. Estoy seguro de que esto hacía casi inútiles las líneas de colores, pero dado que los emprendedores de la orina no me caían bien, no les pregunté cómo lo veían ellos. Otro buen truco de los que hacían cola en la línea amarilla para conseguir aquello que esperaban conseguir allí era re volver la metadona dentro de sus bocas melancólicas y astutas y fin­gir que se la tragaban, para después escupirla y venderla en la calle. Le sacaban margen aun si tenían que comprar pis para vender metadona. Por eso una empleada tenía que hacerlos hablar después de que tragaran. Cuando hablaban, ella comprobaba el interior de la boca para asegurarse de que el líquido había bajado por aquellas reticentes gargantas.


WILLIAM T. VOLLMANN, Historias del Arcoiris, Pálido Fuego, Málaga, 2013, pp. 24-25.
&
Eva Hesse