martes, 31 de julio de 2012

[LA MUERTE ES UNA CURVA...], Fernando Pessoa



La muerte es una curva del camino. Morir es solo no ser visto.

FERNANDO PESSOA, Aforismos, Renacimiento, Sevilla, 2012, p. 111.

Collage: Ana Conelmate

lunes, 30 de julio de 2012

1968-2008, Javier Seco Goñi



ALFONSO LÓPEZ GRADOLÍ (editor), Poesía experimental española. (Antología incompleta), Calambur, Madrid, 2012, p. 229.

domingo, 29 de julio de 2012

[SIN TÍTULO], Toni Prat


Toni Prat

ALFONSO LÓPEZ GRADOLÍ (editor), Poesía experimental española. (Antología incompleta), Calambur, Madrid, 2012, p. 201.

sábado, 28 de julio de 2012

QUISIERA ESTA TARDE NO ODIAR, José Hierro


QUISIERA ESTA TARDE NO ODIAR

Quisiera esta tarde no odiar,
No llevar en mi frente la nube sombría.
Quisiera tener esta tarde unos ojos más claros
para posarlos serenos en la lejanía.

Debe de ser tan hermoso decir:
"Creo en la cosas que existen y en otras que acaso no existan,
en todas las cosas que pueden salvarme, aunque ignore su nombre;
conozco la fruta dorada que da la alegría".

Quisiera esta tarde no odiar,
sentirme ligero, ser río que canta, ser viento que mueve la espiga.
Miro al poniente. Atardecen los largos caminos que van a la noche,
que dan su cansancio a la noche, que van a la noche a soñar en su larga mentira.


JOSÉ HIERRO, Hierro ilustrado, Nórdica, Madrid, 2012, p. 37.




viernes, 27 de julio de 2012

LA BUENA SUERTE, Carlos Castán

LA BUENA SUERTE

   La mañana era sucia y medio lluviosa. Ahora daba vueltas a su café sobre el mostrador de zinc de un bar perdido en cualquier calle. La noche había sido sudorosa y larga, llena de sueños trabados y vueltas en la cama, y otra vez se le había metido dentro esa bruma amarga que le impedía pensar con claridad y lo convertía a sus propios ojos en la figura solitaria de una gris acuarela. La tristeza se le atrincheraba dentro y le faltaban las fuerzas para hacer frente a los días, vencido prematuro, propenso a morir.
   A través de la cristalera vio de repente a una mujer joven y bellísima. Debía de estar embarazada de cinco o seis meses y su mirada estaba hecha de luz. Pensó por un instante que todo valdría la pena si la tuviese a su lado, envidió con todas sus fuerzas al padre de aquella criatura que crecía en su vientre, bajo el vestido azul. La muchacha parecía caminar en busca de algo. Cuando lo vio en el interior del bar, se acercó hasta él, que, sentado en lo alto del taburete, sintió un temblor en su corazón. "Otra vez lo has hecho, cariño, no te tomas las pastillas que te dio el doctor para la amnesia, te largas por ahí sin dejar aviso, un día de éstos te perderé."

CARLOS CASTÁN, Sólo de lo perdido, Destino, Barcelona, 2008.

jueves, 26 de julio de 2012

[UN CIELO PLÚMBEO...], Raúl Fernández Vítores


Un cielo plúmbeo
enciede la chatarra
del vertedero.

RAÚL FERNÁNDEZ VÍTORES, Res Nata, Vitubrio, Madrid, 2008, p. 16.

miércoles, 25 de julio de 2012

martes, 24 de julio de 2012

EMPACHADO, Cécile Slanka


EMPACHADO

Albertine,
Lunes: tarta de puerros
Martes: ravioles
Miércoles: pollo a l'ast
Jueves: bistec con patatas
Viernes: bacalao
Sábado: ¡socorro!
Domingo: ¡¡¡adiós!!!
BERNABÉ

CÉCILE SLANKA, Cómo decirle adiós, El Aleph, Barcelona, 2008, página 57.

lunes, 23 de julio de 2012

GEMELOS, Eduardo Galeano



Julio
23
   
GEMELOS
        
   En 1944, en el paraíso turístico de Bretton Woods, se confirmó que estaban en gestación los hermanos gemelos que la humanidad necesitaba.
   Uno iba a llamarse Fondo Monetario Internacional y el otro, Banco Mundial.
   Como Rómulo y Remo, los gemelos fueron amamantados por la loba, y en la ciudad de Washington, cerquita de la Casa Blanca, encontraron residencia.
   Desde entonces, los dos gobiernan a los gobiernos del mundo. En países donde han sido votados por nadie, los gemelos imponen el deber de obediencia como fatalidad del destino: vigilan, amenazan, castigan, toman examen:
   —¿Te has portado bien? ¿Has hecho los deberes?




domingo, 22 de julio de 2012

AHAB Y LA BALLENA BLANCA, Raúl Brasca


AHAB Y LA BALLENA BLANCA

   La ballena blanca era un animal resentido por su alba peculiaridad que la segregaba de sus congéneres y la condenaba a deambular sola y rabiosa por los océanos. Algo muy similar le pasaba a Ahab. Pudieron haberse comprendido, pero prefirieron odiarse el uno al otro para distraerse del odio a sí mismos que ambos se profesaban.


Ilustración: Liniers

sábado, 21 de julio de 2012

viernes, 20 de julio de 2012

DE PURO LAMENTO, Raúl Ariza


DE PURO LAMENTO

   Vivía en un lamento inacabable y, cada noche, salvo contadas excepciones, sollozaba amargamente encerrada en su habitación, confiada en que el ruido de la tele amortiguaba su llanto.
   Ella creía que me lo ocultaba, pues jamás hubiera permitido que su hijo la supiera desgraciada. Pero por aquel entonces, cada noche yo la oía llorar desde mi cama, a través de la delgada tabiquería de esta casa que nos dejó en uso la sentencia judicial. De hecho, más de una vez llegué a acercarme a hurtadillas hasta la puerta de su habitación para saber así cuándo se dormía rendida de tanta lágrima. Solo entonces podía yo conciliar el sueño. Así que muchas mañanas aparecía ojeroso y dolido, hecho polvo por el poco tiempo que su inservible dolor me había dejado descansar. Mi madre, que siempre amanecía desvencijada y vieja, parecía renovar fuerzas con el alba y me reñía entonces, acusándome de haberme pasado toda la noche frente al ordenador.
   Mi padre la dejó hace casi cinco años. Cuando viene a por mí los fines de semana que le toca, lo hace acompañado de Marta, una chica más joven que él, morena y divertida, que siempre me llama guapetón cuando me habla.
   Mi madre, que sale a veces con Juan, un tipo que sé que a veces le pega y otras le hace reír con sus galanterías, en estos últimos tiempos ya no llora tanto, o eso me parece a mí. Aunque también es cierto que con casi quince años que tengo, cada vez me acerco menos a la puerta de su habitación para escucharla.

RAÚL ARIZA, La suave piel de la anaconda, Talentura, Madrid, 2012, 164 páginas.. 49-50.

jueves, 19 de julio de 2012

PRÓTESIS, Adolfo Vargas Blanco


Adolfo Vargas Blanco

ALFONSO LÓPEZ GRADOLÍ (editor), Poesía experimental española. (Antología incompleta), Calambur, Madrid, 2012, p. 256.

miércoles, 18 de julio de 2012

UN MENTIROSO, Juan José Millás


UN MENTIROSO
        
   Un tipo, en el restaurante, alababa la silueta de su compañero de mesa.
   —Estás estupendo, de verdad. ¿Cómo consigues mantenerte?
   —Por odio a mi mujer —respondía el interpelado—. Cada día está más gorda y cada día se lamenta más de ello. Me he comprado un peso para el cuarto de baño. Cuando salgo de la ducha diciendo que he adelgazado cien gramos, le amargo el día, je, je.
   El tipo tenía pinta de jefe de departamento. Me pareció que llevaba un peluquín, pero no estoy seguro. Hay cabellos que acaban adquiriendo la textura de una prótesis, del mismo modo que hay labios que parecen operados sin haber pasado por el quirófano. El tipo delgado presumía, además, de haber dejado de fumar. Su compañero de mesa le preguntaba cómo.
   —También gracias a mi mujer—respondía—. Vi que ella era incapaz de dejarlo, aunque lo deseaba, y me apeteció darle una lección. Ahora, cada vez que enciende un cigarrilo la miro con lástima y la pobre lo pasa fatal. A veces, se esconde para fumar, pero siempre me las arreglo para sorprenderla.
   Empecé a imaginarme a la esposa del susodicho y me excité: una mujer que fumaba con culpa, que comía sin desearlo... Quizá vivía también a su pesar. Esa mujer y yo, me dije, somos almas gemelas.
   —Lo mejor —añadió el hombre delgado— es que he comenzado a escribir poesías gracias también a mi mujer. Un día, habiendo gente en casa, comentó que no entendía la poesía, que sólo era capaz de leer novelas. Esa noche me puse a ello y me salieron unos versos que presenté a los juegos florales. Y los gané.
   Una mujer gorda que fumaba y que no entendía la poesía, como Platón. Aquello era demasiado. Habría dado cualquier cosa por conocerla en ese mismo instante.
   —Me voy —dijo el poeta— , he quedado con ella, con mi mujer, para ir al cine y no soporta que sea puntual, porque ella siempre llega con diez o quince minutos de retraso.
   Pedí la cuenta y le seguí. Pero todo era mentira, porque se metió en un cine cualquiera, más solo que la una, y se pasó la película durmiendo.
        
        
JUAN JOSÉ MILLÁS, Articuentos completos, Seix Barral, Barcelona, 2012, pp. 350-351.

martes, 17 de julio de 2012

[EN SU CAÍDA...], Natsume Soseki


En su caída
atrapa un gusano:
flor de camelio.

NATSUME SOSEKI, Haikús zen, Olañeta, Palma, 2012, página 33.

lunes, 16 de julio de 2012

ASÍ ERAN LAS COSAS, Herta Müller


ASÍ ERAN LAS COSAS
        
   La verdad pura y dura es que el abogado Paul Gast robó la sopa de la escudilla de su mujer, Heidrun Gast, hasta que ella ya no volvió a levantarse y murió porque no pudo hacer otra cosa, al igual que le robó su sopa porque su hambre no podía hacer otra cosa, al igual que se puso su abrigo de cuello redondo y los bolsillos raídos de piel de conejo y no tuvo la culpa de que ella hubiera muerto, al igual que ella no tuvo la culpa de no levantarse más, al igual que después nuestra cantante Loni Mich llevó el abrigo y no tuvo la culpa de que la muerte de la mujer del abogado hubiera dejado libre un abrigo, al igual que el abogado no tuvo la culpa de haber quedado libre por la muerte de su mujer, al igual que no tuvo la culpa de querer sustituirla por Loni Mich, ni ésta tuvo tampoco la culpa de desear a un hombre detrás de la manta o un abrigo, o de que ambas cosas fueran inseparables, así como el invierno no tuvo la culpa de ser gélido, ni el abrigo tuvo la culpa de abrigar mucho, ni los días tuvieron la culpa de ser una concatenación de causas y efectos, ni las causas y efectos tuvieron la culpa de ser la verdad pura y dura a pesar de que se trataba de un abrigo.
   Así eran las cosas: como nadie tuvo la culpa, nadie pudo evitarlo.

HERTA MÜLLER, Todo lo que tengo lo llevo conmigo, Siruela, Madrid, 2010, p. 207.

domingo, 15 de julio de 2012

[CON BONHOMÍA...], Raúl Fernández Vítores


Con bonhomía
el burócrata mata
cada día



RAÚL FERNÁNDEZ VÍTORES, Res Nata, Vitubrio, Madrid, 2008, página 50.

sábado, 14 de julio de 2012

FRUTOS DE TINTA, Juan Ricardo Montaña

Juan Ricardo Montaña


ALFONSO LÓPEZ GRADOLÍ (editor), Poesía experimental española. (Antología incompleta), Calambur, Madrid, 2012, p. 157.

viernes, 13 de julio de 2012

UN DISPARO EN LA LUZ, Lion Goodman


UN DISPARO EN LA LUZ         
        
        
   Verano de 1978. Yo recorría el sudoeste de Estados Unidos trabajando como vendedor de joyas y objetos de regalo. Vendía una amplia variedad de cosas, desde cristales austríacos hasta pendientes hechos con plumas. Cuando iba de Las Vegas a Los Ángeles paré para ayudar a un conductor cuyo coche se había averiado en el desierto de Mojave. El pobre estaba de mala racha, no tenía planes ni ningún sitio adonde ir, así que le dejé que viajase conmigo.
   Se llamaba Ray y aparentaba veinte y pocos años. Era bajito, fibroso, ágil, aunque algo delgado y demacrado, como si estuviese desnutrido. Me daba pena y, en los tres días que estuvimos juntos, comencé a confiar en él. Incluso empecé a encargarle que hiciese algunos recados mientras yo visitaba las tiendas para vender mis productos. Un día le regalé ropa mía y se le veía feliz por tener algo nuevo que ponerse. Parecía tranquilo y contento.
   La tercera noche acampamos cerca de la Reserva de Puddingstone, al este de Claremont. Yo estaba sentado en la parte trasera de mi enorme furgoneta, acomodando cosas dentro de los armarios para dejar sitio libre para la ropa, los libros, la comida, los muestrarios y para el saco de viaje y demás bártulos de mi pasajero.
   De pronto sonó una fuerte explosión y sentí un estallido seco y punzante en la parte de arriba de mi cabeza. ¿Había explotado el hornillo de gas? Pero miré hacia arriba y vi que estaba intacto. Después miré a Ray, que estaba sentado en el asiento del conductor, y vi la pistola negra en su mano. Tenía el brazo apoyado en el respaldo del asiento y me estaba apuntando a la cara. ¡Me había alcanzado una bala! Al principio pensé que me estaba amenazando, que iba a robarme. Bueno, me dije, las cosas son así. Vale, quédatelo todo, pensé. Quédatelo todo. Con tal que me dejes ahí fuera, por mí puedes coger la furgoneta y marcharte.
   Otra explosión me sacudió y un silbido insoportablemente agudo pareció atravesarme los tímpanos. Sentí como si me fuese a estallar la cabeza de dolor y la sangre empezó a gotearme por la cara. No me está amenazando, pensé. Va a matarme. Voy a morir.
   No había ningún sitio donde esconderse. Yo estaba encajonado en una postura incómoda, rodeado de, pequeños armarios. No podía hacer nada. Me oí susurrar a mi mismo: «Relájate. No puedes hacer nada. Respira. Mantente despierto.» Me puse a pensar en la muerte y en Dios. «Hágase tu voluntad, no la mía.» Aflojé el cuerpo y comencé a relajarme, a dejarme caer hacia atrás. Me concentré en mi respiración, en el aire entrando y saliendo, entrando y saliendo, entrando y saliendo...
   Empecé a prepararme para morir. Rogué que todos aquellos a los que había hecho daño me perdonasen y ofrecí mi perdón a todos los que me lo habían hecho a mí durante el transcurso de mi vida. Era como si proyectasen hacia atrás una película a todo color de mis veintiséis años de vida. Pensé en mis padres, en mis hermanos y hermanas, en mis amantes, en mis amigos. Dije adiós. Dije «Te amo».
   Otra explosión sacudió la furgoneta y encogí el cuerpo. La bala no me dio. Pasó a apenas unos milímetros y atravesó el armario en el que estaba apoyado. Volví a relajarme y a caer en un estado de ensoñación. Mi suerte ya no podía durar más. Si era un revólver todavía le quedaban tres balas. Esperaba que no fuese una pistola semiautomática.
   Lo único que me importaba era estar en paz. Mi furgoneta, mi dinero, mi negocio, mis conocimientos, mi historia personal, mi libertad, todo se convirtió en algo sin valor, sin significado. Polvo en el viento.
   Lo único que tenía de valor era mi cuerpo y mi vida, y eso iba a desaparecer dentro de poco tiempo. Mi atención estaba clavada en la chispa de luz a la que llamé mi Yo, y mi conciencia empezó a expandirse hacia el exterior, extendiéndose en el espacio y en el tiempo. Oí mis instrucciones con toda claridad: MANTENTE DESPIERTO Y SIGUE RESPIRANDO.
    Le recé a mi Dios, al Espíritu Supremo, y le pedí que me recibiese con los brazos abiertos. La luz y el amor me inundaban y se proyectaban fuera de mi cuerpo como el haz luminoso de un faro, alumbrándolo todo a mi alrededor. La luz crecía en mi interior y empecé a inflarme como un enorme globo hasta que la furgoneta y todo su contenido parecieron diminutos. Me inundó una sensación de paz y de resignación. Sabía que estaba a punto de abandonar mi cuerpo. Comprendí la trayectoria temporal de mi vida, tanto la pasada como la futura. Vi cómo la siguiente bala, a corta distancia del futuro, salía de la pistola, se dirigía hacia mi sien izquierda y salía, junto con trozos de cerebro y sangre, por el lado derecho de mi cabeza. Estaba totalmente sobrecogido. Ver la vida desde aquella perspectiva ampliada era igual que mirar una casa de muñecas desde arriba y ver todas las habitaciones a la vez, todos los detalles, tan reales e irreales al mismo tiempo. Observé aquella luz dorada, tibia y acogedora con calma y aceptación.
   La cuarta explosión hizo añicos el silencio y sentí cómo mi cabeza era empujada violentamente hacia un lado. Un pitido ensordecedor me traspasaba las orejas. La sangre tibia me corría cara abajo, me caía por los brazos y muslos y goteaba sobre el suelo. Pero, extrañamente, me encontré otra vez en mi cuerpo y no fuera de él. Todavía rodeado de luz, amor y paz. Comencé a mirarme el cráneo por dentro, en un intento de descubrir dónde estaban los agujeros. ¿Podría ver cómo entraba la luz a través de ellos? Pasé revista rápidamente al estado de mis sentimientos, capacidades, pensamientos y sensaciones, para comprobar si faltaba algo. Seguro que la bala me había afectado. La cabeza me estallaba de dolor, pero me sentía extrañamente normal.
   Decidí mirar a mi asesino; mirar a la muerte cara a cara. Levanté la cabeza y volví los ojos hacia él. Se quedó horrorizado. Pego un salto en el asiento y grito:
   —¿Por qué no estás muerto, hombre? ¡Tendrías que estar muerto!
   —Pero aquí estoy —le dije con tono tranquilo.
   —¡Esto es alucinante! ¡Es igual que el sueño que he tenido esta mañana! ¡Yo no paraba de disparar pero el tipo no se moría! ¡Pero no eras tú el del sueño, era otro!
   Todo aquello resultaba muy extraño. ¿Quién habría escrito el guión?, me pregunté. Empecé a hablarle despacio y con calma, intentando tranquilizarle. Si logro que hable, pensé, tal vez no vuelva a dispararme.
   —¡Cállate! ¡Cállate! —chillaba él todo el rato, mientras miraba por la ventanilla hacia la oscuridad de la noche.
   Se acercó a mí, nervioso, con la pistola en la mano y examinó mi ensangrentada cabeza, intentando descubrir por qué las cuatro balas que me había metido en el cuerpo no habían acabado conmigo.
   Yo todavía sentía cómo la sangre resbalaba por mi cara y la oía gotear sobre uno de mis hombros.
   —No entiendo por qué no estás muerto, tío. ¡Te he disparado cuatro veces! —dijo Ray.
   —Será que todavía no es mi hora —contesté tranquilamente.
   —Ya..., ¡pero te he disparado! —dijo, entre confuso y desilusionado—. No sé qué hacer.
   —¿Qué es lo que quieres hacer? —le pregunté.
   —Lo que quería era matarte, tío, coger esta furgoneta y marcharme lejos de aquí. Pero ahora no sé.
   Parecía preocupado, indeciso. Empezaba a moverse más despacio y ya no saltaba de un lado a otro.
   —¿Y por qué querías matarme?
   —Porque tú lo tenías todo y yo no tenía nada. Y ya estaba cansado de no tener nada. Ésta era mi oportunidad de quedarme con todo. —Todavía seguía moviéndose de un lado a otro dentro de la furgoneta, mirando por las ventanillas hacia la oscura noche que nos rodeaba.
   —¿Y ahora qué quieres hacer? —le pregunté.
   —No lo sé, hombre —dijo con tono quejumbroso—. Tal vez debería llevarte al hospital.
   Mi corazón dio un vuelco al considerar la posibilidad, una salida.
    —Me parece bien —fue lo único que dije, puesto que no quería que pensara que estaba perdiendo el control de la situación. Quería que aquella idea fuese suya y no mía. Yo sabía que su furia surgía de la sensación de que no podía controlar las cosas y no quería enfurecerle.
   —¿Por qué eras tan amable conmigo, hombre?
   —Porque eres una persona, Ray.
   —¡Pero yo quería matarte! No paraba de sacar mi pistola y de apuntarte cuando estabas durmiendo o no me veías. Pero eras tan simpático conmigo que no podía hacerlo.
   Mi sentido del tiempo estaba alterado. Me di cuenta de que no tenía ni idea de cuánto tiempo había pasado desde que recibí el primer balazo. Después de lo que me parecieron varios minutos, Ray se acercó hasta mí, que seguía acurrucado en una postura que me impedía moverme, y me dijo:
   —Está bien, tío, te voy a llevar a un hospital. Pero no quiero que te muevas, así que voy a ponerte algo para que no te muevas, ¿vale?
   Ahora me pedía permiso.
   —Vale —dije en voz baja.
   Cogió algunas cajas de muestrarios y las puso alrededor de mí.
   —¿Estás bien? —preguntó.
   —Si, estoy bien. Un poco incomodo, pero estoy bien.
   —Vale, tío. Te voy a llevar a un hospital que conozco. Ahora no te muevas. Y no te mueras, ¿vale?
   —Vale —le prometí.
   Sabía que no me iba a morir. Aquella luz, aquel poder dentro de mí era tan fuerte, tan claro. Cada vez que respiraba sentía como si fuese la primera vez, no la última. Iba a sobrevivir. Lo sabía. Ray cerró el respiradero del techo de la furgoneta, ajustó las agarraderas y puso en marcha el motor. Sentí cómo la furgoneta recorría el camino de tierra hasta llegar al asfalto y se encaminaba hacia mi libertad.
   Condujo y condujo, yo no tenía ni idea hacia dónde me llevaba. ¿Iríamos a un hospital, como dijo, o hacia algún horrible desenlace? Si había sido capaz de dispararme con una pistola, también era capaz de mentir o de cosas peores. ¿Cómo sabía hacia dónde ir? Estábamos en Claremont. Los Ángeles quedaba a más de una hora de allí. Durante ese tiempo me dediqué a repasar los acontecimientos y a analizar los últimos tres días, en un intento por comprender qué era lo que había sucedido y por qué.
   De pronto sentí que la furgoneta aminoraba la marcha, se salía del camino y se detenía. Apagó el motor. Todo se quedó en silencio. Esperé. Fuera seguía oscuro. No nos habíamos metido en ninguna entrada de edificio. No había luces. Aquello no era un hospital.
   Ray se pasó a la parte de atrás de la furgoneta con la pistola en la mano. Apartó una de las cajas y se sentó sobre la colchoneta de gomaespuma delante de mí. Miraba el suelo fijamente y parecía angustiado. Sus palabras se clavaron como un cuchillo en mi nube de esperanza.
   —Tengo que matarte, tío —dijo con calma.
   —Pero ¿por qué? —pregunté en voz baja.
   —Si te llevo al hospital, me meterán en la cárcel. Y yo no puedo volver a la cárcel, hombre. No puedo.
   —No te van a meter en la cárcel porque me lleves al hospital —dije lentamente, fingiendo que me sentía débil y que no podía moverme. Sabía que se presentaría la oportunidad de sorprenderle, reducirle y quitarle la pistola. Mientras él no supiese que me sentía bien, yo contaba con cierta ventaja.
   —Claro que sí, tío. Se darán cuenta de que he sido yo el que te ha disparado y me encerrarán.
   —Pero no tenemos por qué decirlo. Yo no voy a decirlo.
   —No. puedo confiar en ti, hombre. Ojalá pudiese, pero no puedo. No puedo volver a la cárcel y se acabó. Tengo que matarte. Parecía desesperado. Aquello no era lo que él quería. La pistola colgaba de su mano, apuntando hacia el suelo. Yo seguía rodeado de cajas. No podía calibrar cuánta fuerza me quedaba y si era suficiente como para incorporarme de golpe y reducirle. Él era pequeño pero fuerte. ¿Estaría todavía lleno de adrenalina? Si era así, aquello le haría más fuerte. Mi poder estaba en las palabras, en el manejo de la espada verbal. Si podía lograr que continuase hablando, no emprendería ninguna acción violenta.
   —Tal vez pueda entrar solo en el hospital, Ray. Tú no tienes por qué estar allí. Podrías marcharte.
   —No, tío —dijo, moviendo la cabeza de un lado a otro—. En cuanto se lo digas, vendrán a por mí. Me encontrarán. Me quedé callado. No ha funcionado, pensé.
   —¿Por qué no estás muerto, hombre? —volvió a decir—. Te he disparado cuatro veces en la cabeza. ¿Cómo puede ser que estés vivo y sigas hablando? ¡Tendrías que estar muerto! Sé que no he fallado. —Volvió a mirarme la cabeza, cogiéndola con las manos y moviéndola a izquierda y derecha—. ¿Te duele? —preguntó. Parecía preocupado de verdad.
   —Sí, me duele —le mentí—. Pero creo que me pondré bien.
   —Bueno, es que no sé qué hacer. No puedo llevarte al hospital. Tampoco puedo dejarte ir, así como así, porque irás a la policía. ¿Por qué te has portado tan increíblemente bien conmigo, tío? Nadie me ha tratado así de bien en mi vida. Eso ha hecho que fuese más difícil matarte. No parabas de comprarme cosas y de regalarme cosas. Yo ya no podía ni decidir cuándo debía hacerlo.
    No dijo «si», sino «cuándo».
   —¿Y qué harías con todas estas cosas si fuesen tuyas, Ray? —le pregunté.
   —Podría volver a casa y ser alguien. Podría trabajar. Tendría suficiente dinero para abrirme camino, tío.
   Ray empezó a hablar. Habló sobre su casa al este de Los Ángeles, de la pobreza que le rodeaba, de su ira, de los maestros que le hacían sentirse estúpido en la escuela, de su padre que bebía demasiado y le pegaba y de cómo la calle le convirtió en un tipo duro. Habló de sus planes de entrar en el ejército porque se suponía que podía ser una solución, pero no pudo soportar que le dijeran continuamente lo que tenía que hacer, así que se ausentó sin permiso. Habló del tráfico de drogas y de cómo el negocio de la droga empezó a ir mal y acabó timando a sus colegas camellos. Por eso tuvo que marcharse de Los Ángeles, porque le estaban buscando. Habló de cómo le robó a su padre la pistola y el dinero antes de marcharse, entonces se dio. cuenta de que no tenía dónde esconderse y decidió regresar. Tal vez pudiera organizar otro robo y hacerse con bastante dinero. Sólo necesitaba dar un golpe, encontrar a algún idiota. Si encontraba a alguien lo bastante rico, podría devolver el dinero a los camellos y empezar otra vez. Así que decidió matar al primero que parase. El primero que estuviera dispuesto a ayudarle. Yo.
   Comenzaba a amanecer, el cielo pasaba lentamente del azul añil al azul celeste. El canto de los pájaros hizo que me sintiese agradecido de estar vivo.
   —Estoy entumecido y me duele todo, Ray. Me vendría bien levantarme y estirar las piernas.
   Llevaba seis horas en la misma postura. Tenía la cara y el pelo cubiertos de sangre seca. Me dolían las espinillas de tenerlas aplastadas contra el canto de la puerta de un armario y también la espalda, que ya estaba totalmente tiesa.
   —Está bien, hombre, voy a dejar que te levantes, pero no hagas ninguna tontería, ¿vale?
   —Vale, Ray. Tú dime lo que tengo que hacer y yo lo hago.
   Recuérdale que es él quien manda. No permitas que sienta que no controla la situación Busca una oportunidad. Quitó las cajas que me rodeaban, retrocedió con la pistola en la mano y abrió la puerta. Me arrastré lentamente y bajé de la furgoneta, poniéndome en pie por primera vez. Que hermoso me pareció el mundo visto con mis nuevos ojos. Todo brillaba como si fuese de cristal reluciente.
   Nos habíamos detenido en una calle de una zona residencial, cerca de un pequeño estanque, al final de un terraplén. Me hizo un gesto señalándome el sendero de tierra que conducía hasta el agua. Mientras bajaba la pendiente, pensé: «,Otra vez la muerte me dará unos golpecitos en el hombro? ¿Me disparará por la espalda para luego tirarme al agua?» Me sentía débil y vulnerable, pero, al mismo tiempo, inmortal e inmune a sus balas. Caminaba erguido y sin temor. Me siguió hasta el borde del agua y se quedó de pie junto a mí mientras me arrodillaba, me lavaba la sangre de las manos y del rostro y me,echaba agua fresca por encima. Me incorporé lentamente y miré a Ray cara a cara. Él me observaba con curiosidad.
   —¿Qué harías si te diera ahora esta pistola? —me preguntó, alargándome el arma.
   Le respondí lo primero que pensé:
   —La tiraría al agua.
   —Pero ¿es que no estás cabreado conmigo, hombre? —preguntó. No se lo podía creer.
   —No, ¿por qué iba a estarlo?
   —¡Te he disparado, tío! ¡Tendrías que estar cabreado! ¡Yo estaría tan cabreado que te cagas! Pero ¿es que no querrías matarme si te diera esta pistola?
   —No, Ray. ¿Por qué iba a quererlo? Yo tengo mi vida y tú tienes la tuya.
   —No te entiendo, tío. Eres realmente raro, realmente diferente de toda la gente que he conocido en mi vida. Y no sé por qué no te moriste cuando te disparé.
   Silencio. Mejor no contestar. Mientras estábamos de pie al borde del agua me di cuenta de que Ray había sufrido una transformación tan profunda como la que yo había experimentado. Ya no éramos las mismas personas del día anterior.
   —¿Y ahora qué hacemos, Ray?
   —No lo sé, hombre. No puedo llevarte al hospital. No puedo dejarte ir. No sé qué hacer.
   Así que seguimos hablando, buscando una solución para su dilema. Estudiamos las diferentes posibilidades: ¿a qué acuerdo podíamos llegar? Yo le sugería cosas, él me explicaba por qué no darían resultado. Yo sugería otras posibilidades. El escuchaba, sopesaba, rechazaba y, poco a poco, iba transigiendo. Buscábamos un pacto.
   Al final, logramos acordar un compromiso: yo le dejaría marchar y él me dejaría marchar. Prometí no denunciarle ni informar a la policía, pero sólo con una condición: tenía que prometerme que jamás volvería a hacer una cosa así. Lo prometió. ¿Qué otra elección le quedaba?
   Cuando el sol empezaba a asomar por detrás de las colinas, nos subimos a la furgoneta. Yo iba sentado en el asiento del acompañante mientras él conducía hacia un lugar que decía conocer. Aparcó y le di todo el dinero en efectivo que tenía, unos doscientos dólares, y un par de relojes que pensé que podría empeñar. Cruzamos juntos la calle. Brillaba el sol. Era temprano pero ya comenzaba a hacer calor. Él llevaba su chaqueta del ejército y el saco de dormir debajo del brazo y su saco de viaje colgado al hombro. En algún rincón de ese saco había una pistola negra.
   Nos dimos la mano. Le sonreí y él parecía seguir confuso. Después le dije adiós y me alejé.
   En la sala de urgencias del Hospital del Condado de Los Ángeles un médico me quito las esquirlas de metal y los trocitos de piel y pelo y me cosió el cuero cabelludo. Me preguntó qué había sucedido y contesté:
   —Me dispararon cuatro tiros.
   —Es usted un hombre de suerte —dijo—. Sólo le alcanzaron dos balas y las dos le rebotaron en e! cráneo y volvieron a salir. Ya sabe que tiene que informar de esto a la policía.
   —Sí, lo sé —contesté. Ya sabía que había tenido suerte, pero, más que nada, me sentía bienaventurado. No fui a la policía. Había hecho una promesa y había recibido otra a cambio. Yo cumplí la mía. Me gusta creer que Ray cumplió la suya.
        
                                                                    LION GOODMAN,
                                                                 San Rafael, California

PAUL AUSTER, Creía que mi padre era Dios, Anagrama, Barcelona, 2002, pp.   279-287.

jueves, 12 de julio de 2012

MENSAJE EN UNA BOTELLA, Agustín Cerezales


MENSAJE EN UNA BOTELLA
        
   Querida María, dulce amiga mía, amada: las palabras se quedan siempre atrás, son como brisas que no alcanzan nunca la isla de la realidad. Como me conoces muy bien, ya sabes que estoy liándome, y me perdonarás esta introducción tan larga, para llegar a una conclusión tan breve: te quiero. Y en este momento no encuentro otra forma de decírtelo que dedicarte este libro, que, poco o mucho, es todo lo que tengo.
        
AGUSTÍN CEREZALES, Escaleras en el limbo, Lumen, Barcelona, 1991, p. 209.

miércoles, 11 de julio de 2012

GUARDABOSQUES AL VINO DE MADEIRA, Roland Topor


GUARDABOSQUES AL VINO DE MADEIRA
        
   Introduzca en la olla un trozo de mantequilla o de grasa buena; cuando se haya fundido, añada un trozo de tres cuartos de kilo del guardabosques y deje que se dore por cada lado. Cuando el color le parezca adecuado, eche unos cuantos vasos de vino de Madeira. Déjelo un poco más de tiempo y añada más madeira. Salpimiente, acompañe con una o dos cebollas, otro vasito de madeira. Deje cocer durante dos horas aproximadamente tomando de vez en cuando un traguito de madeira para aguantar el tirón; remueva la carne para que esté hecha por todas partes. Sírvalo en un plato hondo de madera sin olvidar el madeira.
        
ROLAND TOPOR, Cocina caníbal, Tropo Editores, Zaragoza, 2008, p. 35.

martes, 10 de julio de 2012

[LA ÚLTIMA HORA...], Mariángeles Abelli Bonardi


La última hora
no conoce de brújulas,
sólo de umbrales.


MARIÁNGELES ABELLI BONARDI, Ecos del decir, Ruedamares, Argentina, 2010.

lunes, 9 de julio de 2012

LA TUMBA GIRATORIA, Fernando Quiñones


LA TUMBA GIRATORIA

   Por distintas y oscuras razones, los dos novelistas y el ingeniero de sonido mataron a David, y a partir de aquél, el crimen perfecto es una realidad tan concreta como los mármoles de Paros o el Ministerio de Hacienda.
   En los jardines próximos, el novelista más joven entretuvo al vigilante nocturno; el segundo descargó sobre David un golpe eficaz, único, y el ingeniero realizó el minucioso trabajo de encajar al muerto, a su sustancia última, previa y repetidamente incinerada, en un disco microsurco.
   Hermosura aparte, La consagración de la primavera no es una obra tan nítida como cualquier sinfonía de Mozart o como la Misa para pobres de Satie. Así, los ocasionales o reiterados oyentes del disco nunca notaron nada en él, excepto un crítico musical (y autor de algunas módicas adaptaciones) que llegó a comentar cierta noche:
   —Es una versión un tanto hinchada, con instantes y acordes que no se dirían suyos, ni siquiera del propio Stravinsky. O tal vez se trate de la grabación. Sí, seguramente es cosa de la grabación.
   Entre el humo del tabaco y la apretada promiscuidad del cuartito, lleno por la conversación y la tertulia, las miradas de los tres culpables se buscaron furtivamente. Pero de allí no pasó el trance. El crítico aquel no regresó más y el cadáver continuó girando y girando instalado en la música y disuelto en ella, periódica y enteramente recorrido por la aguja de zafiro en su plana y ligera tumba circular.

FERNANDO QUIÑONES, La Guerra, el Mar y otros Excesos, Emecé, Buenos Aires, 1966, páginas 46-47.

domingo, 8 de julio de 2012

VISITACIÓN, Alfonso Reyes


VISITACIÓN

—Soy la Muerte— me dijo. No sabía
que tan estrechamente me cercara,
al punto de volcarme por la cara
su turbadora vaharada fría.

Ya no intento eludir su compañía:
mis pasos sigue, transparente y clara
y desde entonces no me desampara
ni me deja de noche ni de día.

—¡Y pensar —confesé—, que de mil modos
quise disimularte con apodos,
entre miedos y errores confundida!

«Más tienes de caricia que de pena».
Eras alivio y te llamé cadena.
Eras la muerte y te llamé la vida.
Alfonso Reyes

sábado, 7 de julio de 2012

[CORSÉ DE PLATA...], Raúl Fernández Vítores


Corsé de plata
se antojan los andamios
del edificio

RAÚL FERNÁNDEZ VÍTORES, Res Nata, Vitubrio, Madrid, 2008, página 37.

viernes, 6 de julio de 2012

[CRESTAS DE NUBE...], Natsume Soseki



Crestas de nube:
el barco ha surcado
un mar en calma.

NATSUME SOSEKI, Haikús zen, Olañeta, Palma, 2012, página 57.

jueves, 5 de julio de 2012

POSEÍDO, Alejandro Jodorowsky


POSEÍDO

   El hombre que se sentía deshabitado acabó por darse cuenta de que estaba habitado por un hombre que se sentía deshabitado.

ALEJANDRO JODOROWSKY, El tesoro de la sombra, Siruela, Madrid, 2003, p. 70.

miércoles, 4 de julio de 2012

CHANCLAS, Sandra Cisneros



CHANCLAS
        
   Soy yo, mamá, dijo mamá. Abrí y ahí estaba, cargada de bolsas y cajas grandes, la ropa nueva. Y, sí, había conseguido los calcetines y una braguita nueva con una rosita y un vestido de rayas rosas y blancas. ¿Y los zapatos? Me he olvidado. Ya es demasiado tarde. Estoy cansada. ¡Uf!
   Ya son las seis y media y el bautizo de mi primito se ha acabado. Todo el día esperando con la puerta cerrada, no abras a nadie, y yo sin abrir hasta que vuelva mamá y lo haya comprado todo menos los zapatos.
   Ahora vendrá el tío Nacho con su coche y tendremos que darnos prisa para llegar pronto a la iglesia de la Preciosa Sangre porque la fiesta del bautizo es allí, en el sótano que han alquilado para que podamos bailar y comer tamales y los críos corran por todas partes.
   Mamá baila, se ríe, baila. De repente, mamá está mareada. Le doy viento con una bandeja de papel. Demasiados tamales, pero el tío Nacho dice que demasiado de esto, y se lleva el pulgar a los labios.
   Todo el mundo se ríe menos yo, porque llevo el vestido nuevo, a rayas rosas y blancas, y ropa interior nueva y calcetines nuevos y los viejos zapatos Oxford que uso para el colegio, marrones con una tira blanca, los que me compran cada año en septiembre porque son muy resistentes, y es verdad que Io son. Mis zapatos gastados y redondos y los tacones destrozados resultan estúpidos con este vestido, así que me siento.
   Mientras tanto, ese niño que es mi primo por primera comunión, o algo así, me saca a bailar y yo no puedo. Meto los pies debajo de la silla metalica plegable que tiene escrito Preciosa Sangre y rasco un bulto marrón de chicle que hay enganchado debajo del asiento. Digo que no con la cabeza. Mis pies crecen y crecen.
   Entonces el tío Nacho tira y tira de mi brazo y da lo mismo cómo sea el vestido nuevo que me ha comprado mamá porque mis pies son feos hasta que mi tío, que es un mentiroso, dice: Eres la chica más guapa que hay por aquí, ¿quieres bailar?, y yo le creo y, sí, estamos bailando, el tio Nacho y yo, solo que al principio yo no quiero. Me cuelgan los pies, grandes y pesados como granadas, pero los arrastro sobre el suelo de linóleo hasta el mismo centro, donde el tío quiere que todo el mundo vea el nuevo baile que hemos aprendido. Y el tío me hace dar vueltas y mis brazos huesudos se doblan tal como él me enseñó y ese niño que es mi primo por primera comunion esta mirando y todo el mundo dice uau, quiénes son esos dos que bailan como en las películas, hasta que me olvido de que llevo mis zapatos normales, marrones y blancos, esos que compra mi madre cada año para ir al colegio.
   Y sólo oigo aplausos cuando acaba la música. Mi tío y yo hacemos una reverencia y voy con él andando con mis zapatones hasta donde se sienta mi madre, que está orgullosa de ser mi madre. Durante toda la noche, el chico que ya es un hombre me mira mientras bailo. Sí, me miraba.
        
SANDRA CISNEROS, Una casa en Mango Street, Ediciones B, Barcelona, 1992, pp. 72-73.

martes, 3 de julio de 2012

CANÁ, Fernando Quiñones



CANÁ

   El Señor se llegó al interior de la casa y vio a todos los convidados ebrios de su vino. Y bajó sus ojos al suelo y vio los ópalos vomitados y cómo la multitud de vasos derribados y de túnicas caídas estorbaba el andar. Y ábrió sus oídos y escuchó.
los ruidos de la concupiscencia por todas las estancias. Y bajó sus manos y tocó por todas partes las grandes heridas de la embriaguez. Y vio a María que
Y vio a María que lloraba en un rincón. Y presenció cómo el humo de la iniquidad se aposentaba en la casa de las bodas hasta entenebrecer el cielo. 
   Y se sintió pesaroso de haber multiplicado el vino en las cántaras.


FERNANDO QUIÑONES, La Guerra, el Mar y otros Excesos, Emecé, Buenos Aires, 1966, páginas 95-96. 

lunes, 2 de julio de 2012

[TU TUMBA ES HIERBA...], Raúl Fernández Vítores



Tu tumba es hierba
hierba son tus cenizas
y el humo es hierba

RAÚL FERNÁNDEZ VÍTORES, Res Nata, Vitubrio, Madrid, 2008, página 50.

domingo, 1 de julio de 2012

UN SANDWICH DE ARROZ, Sandra Cisneros


UN SANDWICH DE ARROZ

   Los niños especiales, los que llevan las llaves colgadas del cuello, van a comer a la cantina! ¡La cantina! Hasta el nombre suena importante. Y estos chicos van allí a la hora de comer porque sus madres no están en casa o porque viven demasiado lejos.
   Yo no vivo lejos, pero tampoco cerca, y no sé cómo un día se me metió en la cabeza pedirle a mi madre que me hiciera un sándwich y me escribiera una nota para la directora pidiendo que también yo pudiera comer en la cantina.
   Ah, no, me dijo señalándome con el cuchillo de la mantequilla como si yo me estuviera metiendo en líos, no, señor. En cuanto me despiste, todo el mundo querrá una bolsa con el almuerzo y me pasaré la noche despierta, cortando pan en triangulitos, éste con mahonesa, éste con mostaza, el mío sin pepinillos pero con mostaza en un lado, por favor. Os encanta inventar maneras de darme más trabajo, niños.
   Pero Nenny dice que ella no quiere comer en el colegio, nunca, porque le gusta ir caminando a casa con su mejor amiga, Gloria, que vive enfrente del colegio. La madre de Gloria tiene una televisión en color grande y no paran de ver dibujos animados. Por otra parte Kiki y Carlos son patrulleros. Tampoco quieren comer en el colegio. Les gusta pasar frío en la calle, sobre todo cuando llueve. Consideran que es bueno sufrir desde que vieron la película 300 Spartans.
   Yo no soy espartana y levanto mi bracito anémico para demostrarlo. Ni siquiera puedo inflar un globo sin marearme. Y además, soy capaz de hacerme la comida yo misma. Si comiera en el colegio habría menos platos para lavar. Cada vez me verías menos y te gustaría más. Cada día, a la hora de comer, mi silla estaría vacía. ¿Donde esta mi hija favorita? Llorarías y, cuando por fin llegara a casa a las tres de la tarde, me tendrías un cariño especial.
   De acuerdo, de acuerdo, dice al fin mi madre tras aguantar el mismo rollo durante tres días. Y a la mañana siguiente me voy al colegio con la carta de mi madre y un sándwich de arroz, porque nosotros no podemos permitirnos carne al mediodía.
   Tanto da que sea lunes o viernes, las mañanas siempre pasan despacio y aquel día aún más. Pero al fin llegó el mediodía y me puse en la cola con los niños que se quedan a comer. Todo va muy bien hasta que la monja que se conoce de memoria a todos los niños de la cantina me mira y dice: ¿Y a ti quién te ha enviado aquí? Y como soy tímida no contesto, sólo alargo la mano con la carta. Esto no sirve para nada hasta que la madre superiora diga que vale, me dice. Sube a verla. Arriba me fui.
   Tuve que esperar a que les diera la bronca a dos chicos que había delante de mí: a uno por algo que había hecho en clase y al otro por algo que no había hecho. Cuando me llegó el turno me quedé de pie delante del gran pupitre lleno de estampas debajo del cristal mientras la madre superiora leía mi carta.
         Decía así:
         
   Estimada madre superiora,
   Por favor permita a Esperanza quedarse en el comedor porque vive demasiado lejos y se cansa. Como podrá ver, está muy delgada. Ruego a Dios que  no se desmaye.
   Atentamente,
Sra. E. Cordero.
         
   No vives tan lejos, dijo ella. Vives al otro lado de la avenida. Sólo son cuatro manzanas. Ni siquiera eso. Quizá tres. Apuesto a que desde mi ventana se ve tu casa. ¿Cuál es? Ven aquí. ¿Cuál es tu casa? Y entonces me hizo subir a una caja de libros y señalar. ¿Ésa?, preguntó mientras señalaba un bloque de tres pisos muy feos, de esos en los que incluso a los harapientos les da vergüenza entrar. Sí, asentí, aunque sabía que aquélla no era mi casa, y me puse a llorar. Siempre lloro cuando las monjas me gritan, incluso cuando no gritan.
   Entonces le di pena y dijo que me podía quedar, sólo por hoy: mañana y pasado te vas a casa. Y yo le dije que sí y que si por favor me daba un Kleenex porque tenía que sonarme.
   En la cantina, que no era nada especial, un montón de niños y niñas me miraban mientras lloraba y me comía el sándwich. El pan ya estaba grasiento y el arroz, frío.


SANDRA CISNEROS, Una casa en Mango Street, Ediciones B, Barcelona, 1992, pp. 67-70.