miércoles, 31 de agosto de 2011

[EL MAGO...], Rubén Martínez



   El Mago se hallaba atormentado entre su necesidad y su ética. Pero el hambre decidió. El número del conejo en el sombrero ya no está en su repertorio.


RUBÉN MARTÍNEZ, 47 ideas para una novela, Palabras del Candil, Guadalajara, 2008, p. 51.

martes, 30 de agosto de 2011

BLACK, BLACK, BLACK, Marta Sanz


   Hoy, protegido por mis gafas, camino por una calle del centro. Veo gris el cielo y las fachadas de los edificios de cuatro plantas y la ropa en los escaparates de las tiendas. Gris el cristal de mis gafas por dentro y las vidrieras de los locutorios, grises las antenas parabólicas y los líquidos que quedan en los culos de los vasos de vermú. Grises las palomas y los coches aparcados. Grises mis manos cuando las saco de los bolsillos de la chaqueta para retirarme el flequillo. Grises los carteles de «Se vende» y de «Se alquila» y las bombonas de butano que la gente saca a los balcones. Grises las vomitonas que huelen desde el suelo. Grises las farolas y los contenedores de basura y las tapas de registro del alcantarillado y los adoquines. Grises las papeleras y el interior de la boca de los transeúntes. Grises las piezas de carne menguante para preparar el kebab y las tapitas, atravesadas con un palillo, para acompañar la caña. Las boutiques del gourmet. Grises las monedas para comprar el periódico y las orejas en las que se apoyan los teléfonos móviles. Los telefonillos de las comunidades. Grises el fontanero del barrio y los repartidores y las cajas de botellas de refrescos y los cascos vacíos. Las macetas de geranios y de amor de hombre, grises. Los parroquianos acodados en las barras y los mendigos y las señoras que pasean a sus perros o tiran de sus carritos de la compra, grises. Grises las ofertas de las inmobiliarias y los muebles de los anticuarios y los pescados de la pescadería y las mesas de mármol de los cafés y las cabezas de las gambas en el suelo de las tascas y los botones, ovillos y gomas que venden en las mercerías. Los periódicos, los graffiti y los letreros apagados de los garitos. Los mechones que caen de entre las tijeras de los peluqueros y los aceites y los bálsamos de los salones de belleza. Gris, la perspectiva hacia el final de la calle. Lo veo todo gris pero, cuando entro en el portal de la casa en la que vivía Cristina Esquivel, me quito las gafas e imprevisiblemente todo se llena de colores.

MARTA SANZ, Black, black, black, Anagrama, Barcelona, 2011, pp. 22-23.

lunes, 29 de agosto de 2011

EL HOMBRE SIN NOMBRE, Pedro Mañas & Silvina Socolovsky


EL HOMBRE SIN NOMBRE
        
En mi ciudad hay mil barrios.
En cada barrio hay cien calles.
En cada calle hay diez casas.
En cada casa hay un hombre.
¿Y a este hombre qué le pasa?
Pues le pasa (no te asombres)
que nadie sabe su nombre,
ni le escribe, ni le abraza.
Le pasa que no le conocen
ni en su calle, ni en la plaza.
Le pasa que no tiene patio,
ni ventana, ni terraza.
Le pasa que nada le pasa
Al hombre que vive enfrente
de la puerta
de tu casa.
        
PEDRO MAÑAS & SILVINA SOCOLOVSKY, Ciudad laberinto, Faktoría de libros, Pontevedra, 2009, pp. 16-17. 

domingo, 28 de agosto de 2011

KAFKA DÍA A DÍA, Marco Tulio Capica

KAFKA DÍA A DÍA

Como tantos hombres, Gregorio Samsa despertó en medio de su vida. Como todos, hecho un insecto.



         

sábado, 27 de agosto de 2011

UNA FLOR CADA DÍA, Fabián Vique


UNA FLOR CADA DÍA

   Según las creencias de los antiguos quiyús, si alguien deja cada día una flor sobre la tumba de la amada, al cabo de un cierto número de días (la cifra es secreta), la amada se levanta de la tumba, le revela una verdad al amado, y regresa a la tierra.
   Así lo hice. Durante años, cada día, con sol o con lluvia, con nieve o con escarcha, dejé una flor sobre la sepultura donde descansa el cuerpo de mi amada.
   Hoy, finalmente, apenas dejé la orquídea, la tierra se abrió y mi amada, resplandeciente y lozana, se elevó sobre la grava, me miró gravemente y me dijo:
   —¡Vos siempre igual, Mauricio, seguís perdiendo el tiempo con supersticiones ridículas! ¿Cuándo vas a sentar cabeza?
   Me escupió y volvió a la tumba.




viernes, 26 de agosto de 2011

UN EUROPEO, Slawomir Mrozek



UN EUROPEO
     
   Cuando el cocodrilo entró en mi dormitorio pensé que tampoco había que exagerar. No me refiero al cocodrilo sino a mí mismo. Ya que mi primer impulso fue alcanzar el teléfono y marcar los tres números de urgencias: policía, bomberos y ambulancia. Pero justamente semejante reacción me pareció exagerada. Puesto que soy un europeo educado en el espíritu cartesiano, siento repulsión por los extremismos, pienso de un modo racional y no sucumbo a impulsos de ningún tipo sin haberlos analizado previamente.
   Así que me cubrí la cabeza con el edredón y emprendí un trabajo mental.
   Primero —determiné— la aparición de un cocodrilo en mi dormitorio es un absurdo, y, según el pensamiento lógico, el absurdo sirve sólo para ser excluido del razonamiento ulterior. O sea que no había ningún cocodrilo. Tranquilizado con esta conclusión, asomé la cara por debajo del edredón, gracias a lo cual logré ver cómo el cocodrilo cortaba de un mordisco el cable del aparato telefónico, ya anteriormente devorado por él. Incluso en el caso de que alargando la mano a través de sus fauces hasta el estómago consiguiera marcar uno de los números de urgencias, la comunicación ya estaba cortada.
   Decidí acudir a la cabina telefónica más próxima para avisar al pertinente departamento de la empresa de telecomunicaciones sobre el fallo de mi teléfono particular, lo cual me permitiría, tras la eliminación del fallo por un equipo de especialistas, ponerme en contacto con la institución competente en materia de retirar cocodrilos. Sin embargo, como hombre civilizado que soy, no podía salir a la calle en pijama, y el cocodrilo, justamente, acababa de engullir mis pantalones. Por supuesto no eran los únicos pantalones de que yo disponía. A pesar del insuficiente, en mi opinión, crecimiento del nivel de vida, en mi armario había unos cuantos pantalones. Por desgracia, los que tenía la intención de ponerme, pues combinaban mejor con la americana Yves Saint Laurent, no se encontraban en el armario, sino en la tintorería. ¿Y dónde estaba el comprobante de mi identidad como dueño de aquellos pantalones, documento sin el cual resultaría imposible retirarlos de la tintorería? Me puse a buscar el comprobante cojeando un poco, ya que mientras tanto el cocodrilo había devorado una de mis piernas. No hice caso de la pierna, pues iba creciendo en mí la preocupación por los pantalones. Justamente estaba a punto de devorarme la otra pierna, cuando adiviné la terrible verdad: el cocodrilo había devorado el comprobante de la tintorería y nunca más recuperaría mis pantalones.
   Estrangulé a la bestia con mis propias manos. Reconozco haber actuado con brutalidad y, lo que es peor, bajo la influencia de una emoción incontrolada. Reconozco que en lugar de confiar en las instituciones constitucionales actué por mi cuenta. Pero comerse un comprobante de tintorería! Hay situaciones en las que la defensa de la civilización requiere faltar a las normas civilizadas.    




SLAWOMIR MROZEK, La mosca, Acantilado, Barcelona, 2005, pp. 47-49.    

jueves, 25 de agosto de 2011

...TEMPO DI VALSE..., Iolanda Zúñiga



...TEMPO DI VALSE...

   Inevitable para mí la concordancia de los marcos de fotos en la pared con los tofos de las cortinas y del sofá; microondas, la campana, la tostadora y el gancho de colgar el paño de cocina en acero perenne; los accesorios del baño en cristal, como la mampara y las figuritas Swarovski que colecciono; y mi edredón de plumas, generoso en abrigo, complementando mis biorritmos nocturnos destemplados. Interpreto bien el papel de la Perfección. Acudí a la master class de arte dramático que impartió la Sra. Apariencia en Cambridge. Únicamente por la noche me ahoga este ser imperfecto y dudoso que alimento a escondidas, porque soy acuario, ascendente en capricornio, y mi obstinación me impide cambiar y convertirme en lo que educadores, padres y amigos de maletín en mano  esperaron una vez de mí, para así engordar su círculo de éxitos ajenos que los aupen al podio. Recojo cada anochecer, en mi regazo, a la Imperfección desaliñada, y la acuno pensándole una nana, sin más deseo que fortalecerla para, quizás en octubre, poder vestirme con ella sin vergüenza. Se acuesta a mi lado, como marido sabedor de una infidelidad que no pregunta por miedo a acertar. Y acepta el trío que formamos luchando por cada día. La Perfección, la Imperfección y yo.
        
IOLANDA ZÚÑIGA, Vidas Post-it, Pulp Books, Cangas do Morrazo, 2011 (2007), p. 69.

miércoles, 24 de agosto de 2011

SOBRE UN TEMA DE SPENGLER, Antonio Rivero Taravillo


SOBRE UN TEMA DE SPENGLER
        
Vas por la playa y corroboras
esa certeza que te asalta
hace ya meses: las muchachas
apenas te excitan como antes.
Todas sus gracias juveniles
pasan a tu lado sin efecto;
sólo el tedio hace que las pienses
tuyas, como en hábito triste
y desganado. El tiempo hunde
en tu costado el hierro breve
de su daga a traición. La sangre,
incolora y sin fuerza, mana.
Nadie la ve, salvo el espejo
que retrata tu edad y firma
tu condena a no ser joven más.
Muere el deseo. Te acostumbras.
Los imperios decaen
y los hombres.

ANTONIO RIVERO TARAVILLO, Lejos, La Isla de Sistolá, Sevilla, 2011, página 71.

martes, 23 de agosto de 2011

GREGUERÍAS FOTOGÉNICAS, Ramón Gómez de la Serna & Alfonso


GREGUERÍAS FOTOGÉNICAS
        
Las máquinas fotográficas quieren ser acordeones y los acordeones máquinas fotográficas.
***
Las máquinas registradoras nos hacen la instantánea del precio.
***    
Instantánea: dos senos con jersey.
***        
Hay que dejar que las imágenes se acerquen a nosotros. Nosotros nos podemos acercar a las cosas, pero no a las imágenes.
***        
Álbum: cementerio de pensamientos perdidos.
***        
En los cristales del ferrocarril nos hacemos la fotografía más efímera del mundo.
***        
Foto artística: una mujer que se ha lavado la cabeza.
***        
La luna lleva máquina fotográficas pero sólo gasta una placa cuando ve un crimen.
***        
Los fotógrafos hacen constantemente fotografías a los gatos, pero los gatos son los que hacen las mejores fotos a los fotógrafos.
***        
Ya llevaba la máquina colgada, ya tenía ombligo fotográfico.
***        
La trompeta fotografía a quien mira.
***
Se hacían cosquillas fotográficas. Eran sensibles a la instantánea.
***        
Los demás nos ven como las máquinas fotográficas al revés.
***        
Le quedaba en las gafas el recuerdo de las cosas vistas. Era un fotógrafo.
***        
El fotógrafo tiene el ojo que retiene lo que ve.
***        
Está prohibido hacer fotografías con el ombligo.
***        
Al inventarse el cine las nubes paradas en las fotografías comenzaron a andar.
***        
Al asomarnos al fondo del pozo nos hacemos un retrato de náufragos.
***        
La guitarra hace por el agujero de su objetivo la fotografía de los que la escuchan.
***        
El ideal del aficionado a la fotografía es poseer la mejor máquina para hacer fotografías de miserables.
***        
El que se quita las gafas al fotografiarse sale desvanecido.
***        
Cuando el matador va a matar se coloca como fotógrafo que va a instantaneizar a la muerte.
                 
RAMÓN GÓMEZ DE LA SERNA & ALFONSO
        
Escribir la luz. Fotografía & literatura, Revista Litoral, nº 250, Málaga, 2010, pp. 74-75.

lunes, 22 de agosto de 2011

NIÑO CON RABO DE EÑE, Raúl Vacas & Tomás Hijo



NIÑO CON RABO DE EÑE
DÉCIMA SIN EÑES

El nino con rabo de ene,
barbilampino y risueno,
cuando suena frunce el ceno
y, aunque con mana le ensene,
si le rino grita: ¡Lene!
El nino nono y hurano,
que grune como un extrano,
a una nina con carino
por la manana hizo un guino
bajo el castano del cano.

RAÚL VACAS & TOMÁS HIJO, Niños raros, SM, Madrid, 2011.

domingo, 21 de agosto de 2011

CON QUE LLEGUEMOS MAÑANA ME CONFORMO, Roger Wolfe


CON QUE LLEGUEMOS A MAÑANA ME CONFORMO

El problema no es
que la meta sea el olvido.
El problema es más bien
que al paso que vamos
no va a haber tiempo
ni para eso.


ROGER WOLFE, Cinco años en cama, Las Tres Sorores, Zaragoza, 1998, p. 49.

sábado, 20 de agosto de 2011

LA METAMORFOSIS, Slawomir Mrozek


LA METAMORFOSIS
        
   Este Kafka se habrá creído que sólo a él le ha ocurrido una cosa así. Hablo de Franz Kafka, el literato, ese que se convirtió en bicho y lo describió en una de sus obras. Vaya logro, convertirse en algo asqueroso puede hacerlo cualquiera, pero eso no es motivo suficiente para presumir de ello. Yo, por ejemplo, me convertí una vez en un lagarto y ni se me pasó por la cabeza contarlo. Ahora me arrepiento, porque este Kafka se hizo famoso y yo, en cambio, no mucho...
   Lo que sí resulta más difícil es volver a convertirse después en persona. Contaré esta dificultad, aunque no espero que me traiga fama. No hay justicia en este mundo.
   Resulta, pues, que fui un lagarto, tal vez no uno de esos que figuran en las clasificaciones oficiales, pero, sin duda, algún tipo de lagarto. Sólo el rabo ya era prueba de ello, por no mencionar otros detalles de mi encarnación de entonces. Mediría como dos metros de largo, era dentado y estaba cubierto de escamas. Si hablo ante todo del rabo es porque era del rabo de lo que más difícil resultaba deshacerse. Una vez ya logrado un aspecto humano visto de frente, seguía pareciendo un lagarto de perfil y por detrás.
   Independientemente de su inoportunidad moral, el hecho de tener un rabo era fuente de constante incomodidad práctica. No podía cerrar la puerta detrás de mí como una persona normal, sin volverme hacia ésta. Al cruzar la calle siempre corría el riesgo de que un coche me lo aplastara. Entre la multitud siempre había alguien que me lo pisaba. Pero, sobre todo, sufría anímicamente, puesto que el rabo era el último obstáculo en mi camino hacia una humanidad plena. Y no me hacía ninguna gracia cuando, en el zoológico, los cocodrilos me miraban con complicidad.
   ¿Qué hacer? Entendí que solo no conseguiría deshacerme del rabo y acudí a unos especialistas. Primero, a aquellos que afirman que la humanidad es cosa del alma. Tienes un alma, eres persona. No tienes, eres un lagarto, o, en el mejor de los casos, una vaca. Afirmaron que aunque tenía un alma, ésta no estaba completamente desarrollada. Durante un tiempo intentaron desarrollármela. Al parecer exageraron ya que empezaron a salirme alas de ángel, mientras que al rabo, ni cosquillas. Aquéllas, unidas al rabo, daban al colijunto un aspecto todavía peor, así que abandoné el tratamiento.
   Afortunadamente, no vivimos ya en la Edad Media y existe la alternativa laica. El lagarto, por lo visto, se había convertido en hombre gracias a una cultura mental, sin ninguna metafísica. Me suscribí, pues, a algunas revistas literarias y cada día medía el rabo por si menguaba. Sólo conseguí que empezara a rizarse en espiral. En vez de un rabo sencillo y honrado, tenía ahora un rabo de lagarto en forma de sacacorchos.
   Será que lo de la cultura tampoco es cierto. Pero ¿para qué tenemos una teoría social? El hombre se convierte en hombre gracias a que vive en grupo, o sea en sociedad, colabora, mantiene una actividad pública. ¿Y qué más público que la política? Así que fundé mi propio partido político y me convertí en su líder. El rabo quedó como estaba, pero, en cambio, empezó a salirme un hocico de cerdo. Me retiré de la política.
   Triste, acongojado, fui de nuevo al zoológico para volver a pensar en todo el asunto. Era un día entre semana, había pocos visitantes y podía contar con relativa soledad. Me detuve delante de la jaula de los lagartos, pero no me estaba destinado gozar de la tranquilidad. Se me acercó un bedel, dio un par de vueltas, se deslizó la gorra del uniforme a un lado y se rascó la cabeza observándome.
   —¿Usted va aquí?_preguntó finalmente, y añadió, señalando la jaula—: ¿O allí?
   —¿Yo? Si yo solo pasaba por aqul un momento. Gracias. Ahora mismo sigo paseando.
   Y abandoné el zoo.
   Desde entonces pienso que Kafka se guardó algo, que no lo contó todo. Si se convirtió en bicho, es porque algo de eso tendría ya de antes, tal vez cuernos o tentáculos, algo de insecto quiero decir. Y tampoco me creo que se transformara en bicho completamente, es evidente que le quedó una mano humana con la que lo narró todo. No se puede llegar a ser nada de lo que no se haya empezado siendo, ni en un sentido ni en otro. Siempre, al principio, hay algo de lo que habrá al final, y da igual por que lado se empiece y por que lado se acabe.
   Y, por cierto, los cocodrilos son más educados que las personas. Sólo miran, no hacen preguntas.


SLAWOMIR MROZEK, La mosca, Acantilado, Barcelona, 2005, pp. 61-63.

viernes, 19 de agosto de 2011

[COMO EL CHICLE...], Antonio Rivero Taravillo

Como el chicle que está en la papelera,
las horas son elásticas y sucias
en la sala de espera de la clínica.
Viscoso como el zumo de naranja
seco en el plato,
el tiempo es un desecho de la muerte.


ANTONIO RIVERO TARAVILLO, Lejos, La Isla de Sistolá, Sevilla, 2011, página 67.

jueves, 18 de agosto de 2011

¿QUÉ TE PARECE, ZORAIDA?, Armando José Sequera


¿QUÉ TE PARECE, ZORAIDA?

   Ya que los imanes rechazaron la edición de mi libro, por considerarlo impío, ¿qué te parece, Zoraida, si tu Cide Hamete viaja a Madrid y lo publica, haciéndose pasar por el soldado manco que, alojado en nuestra casa de Argel, murió el mes pasado?

Armando José Sequera

JUAN ARMANDO EPPLE, MicroQuijotes, Thule, Barcelona, 2005, página 57.


ILUSTRACIÓN: ELEAZAR

miércoles, 17 de agosto de 2011

LA ISLA, Rainer María Rilke



LA ISLA
     
   Hay entre nosotros un anciano que relata la historia de una pequeña isla donde el mar ha llevado tantos muertos que ya no queda más lugar para los vivos. Están como sitiados por cadáveres. Esto no es, acaso, más que un delirio y el viejo cuentista quizás esté loco. Personalmente no creo en esta historia. Pienso que la vida es más fuerte que la muerte.

RAINER MARÍA RILKE

EDUARDO BERTI (Editor), Historias encontradas, Eterna Cadencia, Buenos Aires, 2009, página 35.

martes, 16 de agosto de 2011

NUEVA METAMORFOSIS (O DENUNCIA DE LA ENTOMOFOBIA), Miguel ángel Zapata


NUEVA METAMORFOSIS (O DENUNCIA DE LA ENTOMOFOBIA)

   Una mañana, tras agitados sueños, un insecto enorme se despertó convertido en Gregor Samsa. Asqueado, consiguió ponerse trabajosamente en pie sobre aquellas dos piernas frágiles de piel blanquecina y, tambaleándose, llegó, repugnantemente bípedo, hasta la biblioteca del salón con el ánimo decidido a arrojar al fuego todas las obras de ese escritor checo neurótico.


MIGUEL ÁNGEL ZAPATA, Baúl de prodigios, Traspiés, Granada, 2007, p. 36.

lunes, 15 de agosto de 2011

[GLORIA ERA RUBIA...], Irene Jiménez


   Gloria era rubia, alta, vigorosa. Un poco gruesa. Poseía una mezcla extraordinaria de sentido práctico y capacidad especulativa: se trataba de una especie de sabia con manos diestras. Además tenía habilidad, y paciencia, para enseñar a los otros todo aquello que sabía. Para ella, prácticamente nada era grave. Raúl pensaba que aquellas virtudes estaban relacionadas con el hecho de que su madre se hubiera ido de casa cuando ella era adolescente, porque eso la obligó a suplir su papel con un hermano y una hermana aún más jóvenes. No le restaba ningún mérito. La admiraba, la quería. A Gloria le gustaba simplificarlo todo: le encantaba utilizar refranes en las situaciones adecuadas, y elaboraba teorías sencillas para que la gente que la rodeaba comprendiera al vuelo los secretos de la existencia. Una de sus teorías, por ejemplo, era la de la suma y la resta. A decir de Gloria, mucha gente entendía la vida como una resta, la de todo aquello que nunca iba a poder hacer. Pero la vida había que entenderla como la suma de lo que se había hecho, porque así el resultado no era equivalente, sino siempre superior.

IRENE JIMÉNEZ, La suma y la resta, Páginas de Espuma, Madrid, 2011, pp. 80-81.

domingo, 14 de agosto de 2011

LA VERDAD SOBRE SANCHO PANZA, Franz Kafka


LA VERDAD SOBRE SANCHO PANZA

   Sancho Panza, que, por cierto, jamás se vanaglorió de ello, logró a lo largo de los años, durante las horas del atardecer y de la noche, alejar de sí a su demonio, al que luego daría el nombre de don Quijote, redactando una enorme cantidad de novelas de caballería y de bandoleros con las que distrajo, de tal forma que después éste se lanzó sin freno a las gestas más alocadas, las cuales, por faltarles su ejecutor predeterminado, que tenía que haber sido precisamente Sancho Panza, no perjudicaron a nadie. Quizás llevado por un cierto sentido de la responsabilidad, Sancho Panza, un hombre libre, acompañó impasible a don Quijote en sus andanzas, y obtuvo así un enorme y provechoso entretenimiento hasta el final de sus días.
FRANZ KAFKA


ILUSTRACIÓN: ELEAZAR

sábado, 13 de agosto de 2011

ESPLÍN DE PRIMAVERA, Lydia Davis


ESPLÍN DE PRIMAVERA

Estoy contenta de que las hojas crezcan tan de prisa.
    Pronto taparán a la vecina y al gritón de su hijo.


LYDIA DAVIS, Samuel Johnson está indignado, Emecé, Barcelona, 2004, página 151.

viernes, 12 de agosto de 2011

[CLARO QUE SE PUEDE SER FELIZ...], Alfredo Buxan



Claro que se puede ser feliz y estar muy triste.
Como se puede ser el primero y llegar tarde.
Hablar al silencio y esperar una respuesta.
No dormir porque en el pecho hay pájaros con frío.

ALFREDO BUXÁN, Las palabras perdidas (Poesía 1989-2008), Bartleby, Madrid, 2011, p. 117.

jueves, 11 de agosto de 2011

CADA MUJER: UN MUSEO, Luis Humberto Crosthwite


CADA MUJER: UN MUSEO

   Cada mujer es un museo, le dije mientras ella abría sus puertas y yo buscaba la obra perfecta en su interior. Nada encontré, sólo recorrí pasillos y pasillos de arte inútil y superficial.
   Cada mujer es un tiovivo, le dije, mientras dábamos vueltas y vueltas, ambos sonriendo para los fotógrafos. Flash-flash. Sólo eran apariencias que los retratos ayudaban a esconder.
   Cada mujer es un mapa, le dije, mientras yo intentaba trazar cartografías, nuevos caminos. Aunque todo está recorrido, uno pretende ser descubridor.
   Cada mujer es un punto fijo, insistí, mientras ella hacía maletas, guardaba su vida y se marchaba.
   —¿Estás seguro? —cuestionó.
   —Cada mujer —le aseguré.
   —Nada de eso —corrigió.
   Cada mujer se aleja tarde o temprano, terminé por decirle, mirándola irse, dejándola ir.

LUIS HUMBERTO CROSTHWITE, No quiero escribir no quiero, Centro Toluqueño de Escritores, Toluca, 1993, p. 41.

miércoles, 10 de agosto de 2011

EJEMPLOS DE "RECORDAR", Lydia Davis



EJEMPLOS DE "RECORDAR"

Recordad que no sois más que polvo.
   Trataré de tenerlo en cuenta.


LYDIA DAVIS, Samuel Johnson está indignado, Emecé, Barcelona, 2004, página 41.

domingo, 7 de agosto de 2011

LA NOCHE DE LAS DOSCIENTAS ESTRELLAS, Nicolás Casariego Córdoba


LA NOCHE DE LAS 200 ESTRELLAS

Cuando conocí a mi madre yo tenía treinta años y ella veinticinco.
      Primero fuimos a una fabulosa heladería. Llegamos en su coche amarillo, uno de esos nuevos que anuncian por televisión: se ve el automóvil corriendo a toda mecha por una carretera estrecha rodeada de verde; suena una música preciosa de piano, empieza a llover a cántaros, a granizar, caen rayos, el asfalto se moja y está resbaladizo, pero el coche sigue navegando igual de rápido y seguro; incluso esquiva con facilidad una piedra enorme que está plantada en medio de la calzada, amenazadora; el anuncio me gusta mucho, aunque hace tiempo que no lo ponen. Mi madre tiene buen gusto para los automóviles.
La heladería era muy grande, de colores, llena de luces y de señoritas de uniforme blanco y con un gorrito azul, muy graciosas. A mi madre la conocían, era cliente habitual, según me dijo. La llamaban Inés, no sé por qué. Ella se llama Isabel. Cuando se lo hice notar me sonrió y cambió de tema.
Aparte de los helados, que eran inmensos (había uno de cinco bolas de distintos sabores y cubierto de nata), también podías tomar perritos y hamburguesas. Se me hacía la boca agua, pero como el Sr. Director me había ordenado que no llamase la atención ni pidiese demasiadas cosas, me callé. Ella, que es listísima, se dio cuenta, y me invitó a un perrito con dos salchichas y a una hamburguesa especial. Le comenté que era mucho más rico que la comida de la residencia, y ella soltó una carcajada que hizo que todos se quedaran mirándola, y yo me asusté un poco, pero a ella no le importó lo más mínimo. Mi madre es muy valiente, siempre se está riendo por todo. Yo me río poco, todo lo más sonrío veladamente, porque a los vigilantes no les gustan las risitas: se creen que nos reímos de ellos y nos sacuden un poco.
Mientras comía, esforzándome para que no me cayesen churretones de ketchup en la camisa (no lo logré), ella me preguntó qué me parecía el plan de la tarde: la heladería, el paseo que íbamos a dar, el cine al que me iba a invitar. Yo me quedé callado, madurando la respuesta, que es lo que dice el Sr. Director que hay que hacer. Ella me repitió la pregunta, impaciente, y yo le respondí con aquella frase de una película de vaqueros muy buena, en la que el bueno le contesta al malo cuando ve que está rodeado de bandidos (le han tendido una celada): «Ya nada me impresiona». Quería impresionarla, pero ella se apenó un poco y me rogó que acabara rápido, que íbamos a llegar tarde al cine. Yo me sentí fatal y me empecé a agobiar. Ella pagó y salimos. En la puerta, que daba a un parque situado al otro lado de la calle, un parque lleno de árboles, verdes algunos, con flores blancas otros, le dije que sentía mucho mi comentario anterior, que yo era un simple y un desconsiderado, que el plan era estupendo y que todo allí fuera era sorprendente. Ella recuperó la sonrisa, y por un instante que no olvidaré jamás, me cogió con suavidad la mano, y yo me puse rojo porque sentí algo muy raro que me recorrió el cuerpo, pero ella la retiró, avergonzada. Seguro que estaba avergonzada de mí, porque tengo las manos permanentemente sudadas y calientes. Según el médico de la residencia es un problema de circulación y no tiene mayor importancia. Asegura que tengo otros más graves. Cuando me dice eso, sonríe de lado con media boca, y me pone de los nervios, me dan ganas de tirarle por la ventana, pero me contengo.
La calle parecía la cola de la residencia a la hora de la sopa, aunque con la gente más animada. Lo mejor era la ropa de los viandantes, de colores chillones, y los niños, tan pequeños y tan sabios. Había uno rubito que debía de ser inglés, de unos tres años, iba de la mano de su madre, una señora muy tiesa que lucía una pamela, y aunque parezca increíble, el mocoso hablaba el inglés perfectamente, o al menos no parecía costarle demasiado. Jamás vi cosa igual.
Pronto se hizo de noche, suele ocurrir en invierno. Las figuras estaban rodeadas de una especie de neblina, parecían mágicas. Mi madre, a la vez que caminaba, me contaba cosas: qué vendían en las tiendas, qué hacía la gente, cómo se divertía ella la tarde del domingo... Es una pena que no recuerde con detalle todo lo que me dijo, pero yo andaba más pendiente de no tropezarme con la gente y de no pisar mierdas de perro que de escucharla. De lo que estoy seguro es de que me comentó que a ella le «privaba» (utilizó esa extraña palabra) quedar con sus amigos por la tarde en un café y charlar hasta el anochecer, tomándose una caña. Dudo que fuese verdad. Si sus amigos son como mis compañeros de aquí dentro, sería imposible pasarlo bien hablando con ellos. Algunos no sueltan prenda, sólo babean, y otros se pasan la vida pinchándote y soltándote guarradas hasta que te hartas y montas el pollo. Lo único que merece la pena durante el tiempo libre es ver la televisión. Me gustan las películas, los documentales de animales salvajes y los concursos, porque la gente está feliz y siempre dan muchos regalos. Odio las telenovelas, porque no entiendo nada. Yo creo, volviendo a lo de los amigos de mi madre, que debe de ser un poco como lo que me pasa con mi hermano, el Pluma (el Sr. Director dice que no es mi hermano, pero yo ya conozco sus trucos. Siempre jodiendo el Sr. Director). Con el Pluma me paso todo el tiempo charlando y disparatando. Me encantan sus poesías, y sobre todas aquella de «La comida me la fuma, los cigarrillos me la fuman, tu jeta me la fuma», y así sucesivamente. Sólo cambia el sujeto, y una vez escribió en el comedor, con mostaza, «El Sr. Director me la fuma». Se pasó un tiempo castigado, aunque el Sr. Director no paraba de repetir hipócritamente que no era nada personal, que debía hacerlo para su curación. Nos reímos un rato. Es un buen poeta.
La acera del cine Fantasio estaba abarrotada. Según mi madre, era normal, el domingo todo el mundo va al cine. Se ve que la imaginación no es uno de los puntos fuertes de la gente.
Durante el paseo yo había estado cavilando. Me preguntaba por qué era la primera vez en quince años que mi madre me hacía una visita, teniendo en cuenta que no paraba de asegurarme que estaba encantada conmigo y que si me portaba bien repetiríamos plan a menudo. Es gracioso lo de portarse bien. Como dice el Sr. Director, se trata de no hacer el capullo. Aquí dentro todos acabamos por hacer el capullo, de un modo u otro. Nos pasamos la vida a prueba y con objetivos marcados por ellos a corto y a largo plazo, objetivos que jamás se cumplen y se olvidan con el tiempo, siempre hay algo que fastidia su logro. Sólo conozco un caso de alguien que haya conseguido salir para no volver: el Manco. Una tarde llegaron sus hijos y lo metieron en un coche. Según el Sr. Director estaba curado y era un ejemplo para todos nosotros. A mí no me engaña. Yo, y como yo, los demás, lo vimos la noche anterior tirándole la comida a un vigilante e intentando clavarle un tenedor de plástico. Se rumoreó en su momento que se lo llevaron por lo de la pensión que cobraba. Hay que ser imbécil para cargar con el Manco por un puñado de perras, porque yo jamás he conocido un tipo con tan mala leche como él. Decía que era porque de pequeño le cortaron la mano con una máquina de segar, de un tajo, allá en su maldito pueblo. Desde entonces, su único objetivo en la vida fue joder al personal, y él sí que lo consiguió.
El caso es que yo, harto de darle vueltas a lo de la pregunta, se la solté. Ella acababa de volver de la taquilla con las entradas, fila diez y centraditas, comentó. Y se la solté, sin más. Tartamudeé un poco, como siempre que me pongo nervioso, pero ella comprendió cada palabra, y sus ojos se apagaron como una vela al recibir un soplo de viento. Tardó en contestarme, y me agarró del brazo, sus dedos me apresaban con fuerza. Al fin habló, con una voz que me recordó las letanías nocturnas de algunos en la residencia. Me contestó que ella no se llamaba Isabel, sino Inés, y que no era mi madre, sino una estudiante que se había ofrecido para acompañar a la gente con problemas y proporcionarles una alegría. También me dijo que mi madre se había marchado hacía ya mucho tiempo, y que cómo iba a ser ella si tenía veinticinco años y yo treinta. Yo le escuché sin interrumpirla, aunque sabía que todo era falso, salvo la edad. Y en cuanto a que yo fuese mayor siendo su hijo, cosas más raras he visto aquí dentro. Seguramente el Sr. Director, que está en todo, le obligó a utilizar esa patraña para que no disfrutásemos de la salida, amenazándola con algo sucio. A mí también me endosó en su despacho un discursito rimbombante e insoportable la víspera, mientras mordía insistentemente la patilla de su gafa. Creo que el Sr. Director necesita un psiquiatra.
Yo, que no deseaba discutir, me callé. No quería estropear esa noche, nuestra noche. Durante el rato que esperamos a entrar en el cine, mi madre tampoco habló. Parecía triste, quizá porque sabía que no estaba bien mentir, y juro que jamás vi ni veré una mujer tan bella como ella en mi vida. Sus ojos oscuros estaban llorosos, velados por una película de líquido lacrimal. Su boca estaba pintada de rojo, entreabierta, para permitirle suspirar y las aletas de la nariz se abrían y cerraban con rapidez, de un modo muy gracioso y coqueto. Sus manos jugueteaban con las entradas, doblándolas en pedacitos cada vez más pequeños. Yo, un poco avergonzado por mi conducta, la miraba de reojo, con detenimiento, y pensaba que a quién no le gustaría tener una madre tan bonita y agradable como ella, aunque fuese un poco mentirosa. Cuando llegó nuestro turno, le entregó las entradas al acomodador, que las desplegó como un acordeón y susurró algo feo. Ella quiso darle una propina, pero yo no se lo permití porque el señor no había sido amable con ella. A mi madre le hizo gracia.
La película ya la había visto. Era de acción, de policías y ladrones. El policía había sido suspendido en sus funciones porque estaba un poco loco desde que el malo mató a su mujer (a traición). Se lleva fatal con su jefe, que siempre está fumando puros, blasfema y jura en vano. De repente, hay una serie de horribles asesinatos cometidos por el malo, que ha vuelto a la ciudad. Al protagonista le llaman y le devuelven la placa, pues aunque esté un poco ido, sigue siendo el mejor. Le asignan como compañero a una chica muy guapa y más joven que él. Él la desprecia y están siempre discutiendo. Juntos pasan muchas aventuras y al final él acribilla a balazos al malo en un duelo cara a cara (la chica se había desmayado). Aparece el jefe, con el puro, y le felicita, aunque él ni le mira, y los periodistas le hacen muchas fotos. Ella se despierta y se besan (en realidad estaban enamorados), y la imagen se funde con los dos de la mano, alejándose de la cámara, juntos y felices. Fin. Lo mejor de la película fue observar la cara de mi madre mientras la veía. No cerró los ojos ni una vez en toda la sesión, y cuando salía el malo apretaba los dientes como si le fueran a quitar algo que estuviera mordiendo. Tampoco estuvieron mal las palomitas y la Coca-Cola.
Salimos fuera y me preguntó que qué me había parecido. Yo le confesé que ya la había visto, y más de una vez. Ella me dijo que era imposible, que la acababan de estrenar el día anterior. Yo le repetí la verdad y ella meneó la cabeza sin creerme. Sonrió cuando le expliqué que la había visto seis o siete veces, aunque las caras eran distintas. Acabó por darme la razón.
Nos hallábamos en la acera. Una brisa helada cortaba el rostro. El cielo estaba cubierto. Del cine salía una riada de gente comentando la película y riendo, y a un lado había una cola larga como culebra de río que se perdía tras la esquina de la calle. Notaba cierta indecisión en mi madre, como si no supiese qué iba a ocurrir en ese momento. Y entonces apareció ese tipo.
Era pequeño y malcriado, con la cara afilada, vestía traje de chaqueta y olía demasiado bien. Se plantó frente a nosotros y empezó a gritar con su voz de pito. De entrada me llamó gilipollas. A mi madre le preguntó que qué coño hacía yo con ella, que quién era. Ella le respondió que se tranquilizase. Yo apreté los puños. Él la llamó zorra. Yo lo vi todo negro.
Cuando recuperé la vista lo tenía agarrado por el cuello, con mi rodilla sobre su pecho, y su cara parecía una manzana pocha. Mi madre, histérica, tiró de mí hacia atrás y yo tuve que dejar al tipo en paz. Se había formado un grupo de curiosos que me miraban como si yo fuese un bicho raro. Me recordó a la mirada de algunos médicos.
Mi madre me cogió del brazo y me sacó de allí. Yo oía a mis espaldas los gritos del enano. Un hombre trató de detenerme, pero yo le propiné un empellón y él se abstuvo de intentarlo de nuevo. Llegamos al coche y mi madre rompió a llorar. Me dijo que estaba mal de la cabeza, y creí morir. Con dificultad, le contesté que no había sido culpa mía, que el tipejo ese la había insultado. Ella me volvió a mentir: dijo que el enano ese era su novio. Luego se tranquilizó, quizá porque ya no le quedaban lágrimas. Dijo que debíamos regresar.
Durante el viaje de vuelta nos mantuvimos en silencio. Llovía. Sólo se oía el parabrisas, chac, chac, chac. Puse la música y ella la quitó. Estaba enfadada conmigo. Al rato, recuperó la sonrisa, una sonrisa llena de ternura, o de melancolía, o de tristeza, o de las tres cosas a la vez. Encendió el aparato. Ponían música clásica. Al Sr. Director le gusta que la escuchemos: dice que amansa a las fieras. A mí me encanta. Yo a cada kilómetro moría un poquito. Ya olía la lejía.
Mi madre detuvo el coche frente a la verja de la residencia, y el vigilante la abrió. Entramos. Una sensación espantosa se apoderó de mí. No podía respirar. Me ahogaba. Ella, al verme, frenó y se echó a un lado del camino de grava. Había dejado de llover. Las nubes se habían abierto, y el claro que habían dejado estaba punteado de estrellas. Por mi cabeza desfilaban ideas extrañas. No sabía qué hacer para no perder los nervios. Ella tenía la cabeza gacha, no podía ver su rostro, quizá trataba de lograr hacer salir la última lágrima. Empecé a contar estrellas en alto, como hago siempre que las veo, para relajarme. Una estrella, dos estrellas, tres estrellas... Cuando iba por veinte oí su voz, que se unió a la mía. Sentí una alegría especial, serena, desconocida para mí. Llegamos a contar hasta doscientas, allí, al borde del camino, solos ella y yo. A las doscientas, paré. Ella me preguntó que por qué no continuaba. Yo le respondí que no había más, que las había contado todas. Ella se rió de veras, dejándose llevar. Yo ya estaba tranquilo. Arrancó y llegamos al final del trayecto, frente a las escaleras de la residencia. Me sentía triste y feliz a la vez. Ella se giró hacía mí y me miró fijamente con sus ojos oscuros. Adiós, Martín, me dijo. Yo le pregunté si nos veríamos otra vez. Sabía que ellos no me dejarían, por lo del tipejo. Ella me respondió que iba a ser difícil, pero que nunca se sabe lo que va a pasar mañana. Yo le agradecí ese día tan maravilloso, y ella me besó en la mejilla, un beso fugaz, huidizo, pero sentí sus labios como un latigazo. Me dejé crecer la barba: he apresado su beso, jamás podrá escapar.
No la he vuelto a ver. El Sr. Director dijo que no pasé la prueba, con esa manera de hablar tan comprensiva y hueca. Eso sí, recibo exactamente cada dos meses una carta de mi madre, contándome cosas y animándome a seguir luchando, aunque no sé contra qué o quién lucho. El Pluma afirma que me van a dar otra oportunidad, después del otoño. Si es verdad, avisaré a mi madre. Guardo sus cartas debajo del colchón. Me las sé de memoria. Lo más curioso es que ella firma Isabel, y no Inés. En ese detalle no se ha fijado el Sr. Director. Firma Isabel. Mi madre.
Cuando conocí a mi madre yo tenía treinta años y ella veinticinco. Fue el día más feliz de mi vida. Si el cielo está despejado, de noche, cuento las estrellas. Aquella fue la única noche con doscientas estrellas.


NICOLÁS CASARIEGO, La noche de las doscientas estrellas, Lengua de Trapo, Madrid, 1998.

viernes, 5 de agosto de 2011

LA SALVACIÓN, Jean Cocteau

LA SALVACIÓN

   Una niñita roba cerezas. Se pasa la vida entera rezando, para redimir este pecado. Un día, la piadosa criatura muere. En el cielo, dios le dice: "Estás salvada porque has robado cerezas".
JEAN COCTEAU 

EDUARDO BERTI (Editor), Historias encontradas, Eterna Cadencia, Buenos Aires, 2009, p.175.

jueves, 4 de agosto de 2011

UN CUERPO EN EL HIELO, Paul Auster


UN CUERPO EN EL HIELO

Azul recuerda una historia de una de las infinitas revistas que ha leído esta semana, una nueva de aparición mensual que se llama Más extraño que la ficción, que parece seguir el hilo de todos los otros pensamientos que acaban de venirle a la cabeza. En algún lugar de los Alpes franceses, recuerda, hace veinte o veinticinco años desapareció un hombre que estaba esquiando, tragado por una avalancha, y su cuerpo nunca fue recuperado. Su hijo, que era un niño entonces, creció y también se hizo esquiador. Un día del año pasado fue a esquiar no lejos del lugar donde desapareció su padre, aunque él no lo sabía. Debido a los minúsculos y persistentes desplazamientos del hielo a lo largo de las décadas transcurridas desde la muerte de su padre, el terreno era ahora totalmente diferente de como había sido. Completamente solo en las montañas, a kilómetros de ningún otro ser humano, el hijo encontró un cuerpo en el hielo, un cadáver, absolutamente intacto, como preservado en animación suspendida. Por supuesto, el joven se detuvo a examinarlo y al agacharse para mirar la cara del cadáver, tuvo la clara y aterradora impresión de que se estaba mirando a sí mismo. Temblando de miedo, como decía el artículo, inspeccionó con más atención el cuerpo, completamente encerrado en el hielo, como alguien que se halla al otro lado de una gruesa ventana, y vio que era su padre. El muerto seguía siendo joven, incluso más joven que su hijo ahora, y había algo espantoso en eso, sintió Azul, algo tan extraño y terrible en ser más viejo que tu propio padre, que tuvo que contener las lágrimas mientras leía el artículo.

PAUL AUSTER, Fantasmas

EDUARDO BERTI (Editor), Historias encontradas, Eterna Cadencia, Buenos Aires, 2009, pp. 49-50.

miércoles, 3 de agosto de 2011

A LA NOCHE, Lope de Vega

A LA NOCHE
 

Noche fabricadora de embelecos,
loca, imaginativa, quimerista,
que muestras al que en ti su bien conquista,
los montes llanos y los mares secos;

habitadora de celebros huecos,
mecánica, filósofa, alquimista,
encubridora vil, lince sin vista,
espantadiza de tus mismos ecos;

la sombra, el miedo, el mal se te atribuya,
solícita, poeta, enferma, fría,
manos del bravo y pies del fugitivo.

Que vele o duerma, media vida es tuya;
si velo, te lo pago con el día,
y si duermo, no siento lo que vivo.

LOPE DE VEGA

ILUSTRACIÓN: FRANCISC GODWIN, El hombre en la Luna

martes, 2 de agosto de 2011

[LOS TELEVIDENTES...], Tim Bowley



Los televidentes del País Patas Arriba sienten devoción por los postnośticos del tiempo, en los que se describe el tiempo del día anterior con asombrosa facilidad. A continuación, siempre hay un noticiero que predice los acontecimientos del día siguiente. 



TIM BOWLEY, Historias de ninguna parte, Palabras del Candil, Guadalajara, página 58.


lunes, 1 de agosto de 2011

[LA CUARTA PARTE DE LA HUMANIDAD...], Miguel Ángel Zapata


   La cuarta parte de la humanidad es china.
   Uno de cada cuatro mendas.
   Busco con ansia en mis padres y mi canario Félix, en mi cara ante el espejo.
   Escruto nuestros rostros deseando encontrar en esos rasgos la mirada oblicua, los pómulos más prominentes, el tono amarillento de la tez.
   Yo, amante de las estadísticas, maldigo a mi gente, me maldigo a mí mismo por no cumplir las expectativas que el universo cifra en las matemáticas.

MIGUEL A. ZAPATA, Revelaciones y magias, Traspiés, Granada, 2009, página 54.