lunes, 31 de enero de 2011

BENDITOS LOS IGNOTOS, Juan Antonio González Iglesias

BENDITOS LOS IGNOTOS


“Heil den unbekannten”
Goethe, Das Göttliche

Benditos los ignotos,
los que no tienen página
en internet, perfil
que los retrate en facebook,
ni artículo que hable
de ellos en wikipedia.
Los que no tienen blog.
Ni siquiera correo
electrónico, todo
les llega, si les llega,
con un ritmo más lento.
Tienen pocos amigos.
No exponen sus instantes.
No desgastan las cosas ni el lenguaje. Network
para ellos es malla
que detiene la plata de los peces.
Benditos los que viven
como cuando nacieron
y pasan la mañana oyendo el olmo
que creció junto al río
sin que nadie
lo plantara.
Benditos los ignotos
los que tienen
todavía
intimidad.

Juan Antonio González Iglesias, El País, Babelia, 29 de enero de 2011. página 7.

domingo, 30 de enero de 2011

DERIVA, Pedro Caridad Cauti

DERIVA


Cansada de observar desde el ventanal las entradas y salidas de los barcos, se dedicó a contemplar la gigantesca maqueta del velero. La primera vez que reparó en ella estaba en el despacho contiguo a recepción.
—Sí. Mejor así. No se recibe duelo—respondió todavía aturdida.
Podría seguir escrutando la disposición de las velas, la fidelidad al modelo, si no fuese porque el gentío que ha salido de la capilla ciega completamente el vestíbulo. Un corro rodea a una mujer que acepta abrazos y besos. Hay en ella una elegancia serena que desciende desde su rostro, oculto tras unas gafas negras, hasta sus zapatos de piel entrelazada.
—No. No habrá funeral. Tampoco esquelas. Ni flores. Es lo que hubiera querido ella— había balbuceado por la mañana sin convencimiento.
Un año atrás, cuando velaban a su padre, no había necesitado vigilar el atraque de los barcos para comprender que soltaba amarras con esa pérdida. Mientras espera la hora de la cremación, repasa las circunstancias del día. ¿Por qué había renunciado al protocolo del consuelo? ¿Buscaba intimidad o temía descubrirse sola? No halla respuestas. Ya no le basta para distraerse calcular las dimensiones del tanatorio, contar el número de personas que entran y salen de las salas, constatar la disolución de la seriedad en el rostro de los visitantes una vez franqueada la puerta. Necesita escapar, pero su mente refluye: orea la casa, apila las ropas, resuelve engorrosos trámites... Lo intenta de nuevo. Piensa en comprarse unos elegantes zapatos como esos, un modelo sin un tacón tan pronunciado y, aunque sea caro, elegirá también un bolso a juego.
Abre escotillas a cualquier idea que le permita amordazar una evidencia: ahora sí ya ha comenzado su deriva.

Pedro Caridad Cauti

viernes, 28 de enero de 2011

COPLAS A LA MUERTE DE SU PADRE, Jorge Manrique, Amancio Prada & Juan Carlos Mestre


Los placeres y dulzores
de esta vida trabajada
que tenemos, 135
no son sino corredores,
y la muerte, la celada
en que caemos.
No mirando nuestro daño,
corremos a rienda suelta 140
sin parar;
desque vemos el engaño
y queremos dar la vuelta,
no hay lugar.



JORGE MANRIQUE, Coplas a la muerte de su padre, Editorial Casariego, Madrid, 2010.


AMANCIO PRADA: Música
JUAN CARLOS MESTRE: Ilustraciones

jueves, 27 de enero de 2011

EL NÚMERO PI, Wislawa Szymborska

EL NÚMERO PI

El admirable número Pi
tres coma uno cuatro uno.
Las cifras que siguen son también preliminares
cinco nueve dos porque jamás acaba.
No puede abarcarlo seis cinco tres cinco la mirada,
ocho nueve ni el cálculo
siete nueve ni la imaginación,
ni siquiera tres dos tres ocho un chiste, es decir, una comparación
cuatro seis con cualquier otra cosa
dos seis cuatro tres de este mundo.
La serpiente más larga de la tierra suma equis metros y se acaba.
Y lo mismo las serpientes míticas aunque tardan más.
El séquito de digitos del número Pi
llega al final de la página y no se detiene,
sigue, recorre la mesa, el aire,
una pared, una hoja, un nido de pájaros, las nubes, hasta llegar directo al cielo,
perderse en la insondable hinchazón del cielo.
¡Qué breve la cola de un cometa, cual la de un ratón!
¡Qué endeble el rayo de un astro si se curva en la insignificancia del espacio!
Mientras aquí dos tres quince trescientos diecinueve
mi número de teléfono la talla de tu camisa
el año mil novecientos sesenta y tres sexto piso
el número de habitantes sesenta y cinco céntimos
dos pulgadas de cintura una charada y un mensaje cifrado
que dice vuela mi ruiseñor y canta
y también se ruega guardar silencio,
y se extinguirán cielo y tierra,
pero el número Pi no, jamás,
seguirá su camino con su nada despreciable cinco
con su en absoluto vulgar ocho
con su ni por asomo postrero siete,
empujando, ¡ay!, empujando a durar
a la perezosa eternidad.


WISLAWA SZYMBORSKA, Paisaje con grano de arena, Círculo de Lectores, Barcelona, 1997, pp. 140-141.

martes, 25 de enero de 2011

FELICIDAD, Juan Pedro Aparicio

FELICIDAD


-Serás feliz, pero nunca lo sabrás -le dijo la vidente.


Juan Pedro Aparicio, El juego del diábolo, Páginas de Espuma, Madrid, 2008, página 10.

domingo, 23 de enero de 2011

CONJUGACIÓN, Ángel Olgoso

CONJUGACIÓN

Yo grité. Tú torturabas. Él reía. Nosotros moriremos. Vosotros envejeceréis. Ellos olvidarán.


ÁNGEL OLGOSO, La máquina de languidecer, Páginas de Espuma, Madrid, 2009, p. 86.

sábado, 22 de enero de 2011

[MEDIO AHOGADO...], Espido Freire

Medio ahogado, vio cómo una sirena nadaba hacia él, y tendió sus manos hacia ella. La sirena no se acercó más. Con su hermoso rostro sereno contempló cómo el príncipe se hundía lentamente. Cuando dejó de respirar, ella se aburrió y abandonó el lugar, envuelta en un remolino de espuma.

ESPIDO FREIRE, Cuentos malvados, Páginas de espuma, Madrid, 2010, p. 111.

jueves, 20 de enero de 2011

ESTÁ NEVANDO, Julián Alonso

JULIÁN ALONSO

KAFKA, Robert Crumb & David Zane Mairowitz

"Al despertar una mañana, tras sufrir perturbadores sueños, Gregor Samsa se vio en su cama transformado en un insecto enorme."

ROBERT CRUMB & DAVID ZANE MAIROWITZ, Kafka, La Cúpula, Barcelona, 2010.

Título original: Kafka for Beginners

miércoles, 19 de enero de 2011

AMOR ETERNO, Juan Pedro Aparicio

AMOR ETERNO


-Yo no me divorcio-comentó Blas. Creo en el amor eterno.
-¿Y si es ella la que se divorcia de ti?-le preguntaron.
-¡La mato!-contestó sin dudarlo.


Juan Pedro Aparicio, El juego del diábolo, Páginas de Espuma, Madrid, 2008, página 29.

lunes, 17 de enero de 2011

SMITH-CORONA, Ángel Olgoso

SMITH-CORONA


Fabrice había comprado la novela el viernes en Spallanzoni llevado por el deseo de diluir el tedio de un fin de semana sin su mujer y atraído por la brillante e irreal portada del libro, una pequeña rama de coral en el fondo de una pecera.
La tarde del sábado, tras clasificar unos trabajos de la universidad desprovistos de interés, comenzó su lectura. En un sillón algo desfondado, pero cómodo, bajo la luz de la lámpara, Fabrice leyó primeramente la breve nota de la contraportada, en la que se indicaba que el autor era un excéntrico que deseaba permanecer en el anonimato, con la salvedad del hecho de que todos sus libros habían sido escritos con una antigua máquina Smith-Corona. Después paseó sus ojos sobre las primeras líneas de la primera página y sintió un sobresalto: el personaje principal tenía su mismo nombre, Fabrice. Siguió leyendo. La inquietud le hizo titubear de nuevo cuando, al final del primer párrafo, el personaje adquiere un libro en la librería Spallanzoni sin más motivo que su atractiva portada. Es perfectamente lícito, se dijo Fabrice, evitando abrigar algún recelo contra el azar y sus diabólicas jugadas. Pero a medida que se sucedían las páginas, la ilusión novelesca lo iba asiendo, lo arrastraba en dirección a su propia realidad, le iba mostrando afinidades que escapaban a la mera casualidad: diálogos, imágenes, ademanes, inflexiones de voz, seres que él conocía o recordaba.
Sintió estupor, miedo y curiosidad. Sintió que esas páginas rastreaban los lazos que lo untan a su vida anterior, que el futuro maduraba en las capas profundas del presente, un presente que él leía y vivía al mismo tiempo. En el capítulo segundo comprobó que la mujer del personaje se llamaba Babelle, como su esposa, incluso había sido educada por las monjas de Saint-Etienne. Ahí estaban también, en sucesivos capítulos de la misteriosa novela, sus compañeros de la universidad reunidos en claustro, a los que veía perfectamente, como veía el bungalow de la Costa Azul en el que Fabrice se encerró durante dos días con Sara Odile, con sus cosquillas, su pelo oscuro y larguísimo y su rabiosa docilidad. Sin solución de continuidad, el texto describía asimismo su música preferida, la áurea acumulación de sonoridades de El Rey Arturo de Purcell; el dossier sobre el Taller de Literatura Potencial en el que Fabrice trabajaba por afición; y el macerado y elegante saborcillo del Old Fashioned, ese cóctel de bourbon y soda en el que acostumbraba a disolver un poco de azúcar con angostura.
El capítulo sexto narraba la llegada de Babelle a una gran casa en las afueras de París. Allí era recibida por un hombre que Fabrice no conocía, bello, sofisticado y de alta extracción, impregnado de un aire libertino que extrañamente no le hacía perder la compostura. Cuando, en el piso superior, el desconocido acercó su cuerpo al de Babelle y corrió la lumbre entre los labios de los dos, Fabrice se sintió mal. La proporción, la expresión del relato, los colores, los sonidos se entrelazaban en un funesto arpegio que no debiera residir sino en la imaginación pero que, no obstante, empezaba a transformarse para Fabrice en algo más real que iba atrapándolo, desligándolo concienzudamente de sí mismo. Quiso cerrar el libro. No pudo porque no tenía ningún libro entre las manos. Era sólo un personaje intemporal al volante de un coche que viajaba en dirección a la gran casa de las afueras de París. Fabrice dejó el automóvil en la encrucijada y atravesó con determinación el jardín, levantando las hojas secas a su paso. Obraba maquinalmente. Subió las escaleras y, con cada vaivén, la mano derecha tozaba un sólido bulto bajo la chaqueta. Lo veía todo a través de una pantalla dorada y vacía: vio a los dos, semidesnudos, en el saloncito del piso superior, se vio a sí mismo extraer la pistola y apuntar contra el desconocido. Pese a que la bala le había atravesado la cadera, el hombre se revolvió con rapidez, lanzándose contra Fabrice y arrastrándolo, sin que éste reaccionara lo más mínimo, hasta la pecera del rincón, donde le mantuvo la cabeza hundida largo rato. Fabrice no sentía nada. No tenía conciencia objetiva de su mortal situación. No le preocupaba la respiración, ni el agua que le ascendía a borbotones por la nariz y por la boca, no temía a la muerte que, sin él saberlo, ya lo había hecho suyo. Con los ojos muy abiertos, permanecía indiferente a todo menos a una pequeña rama de coral en el fondo de la pecera.

ÁNGEL OLGOSO, Los líquenes del sueño, Tropo Editores, Zaragoza, 2010, pp.21-23.


sábado, 15 de enero de 2011

MÁS QUE HUMANO, Ángel Olgoso

MÁS QUE HUMANO


Él nunca admitiría tener ojillos de rata, risa de hiena, malas pulgas o hambre canina. En cambio, reconocería con gusto ser más listo que un lince y hacer vida de hormiga. Para hablar con exactitud, era un animal de costumbres. Bien es verdad que en este caso, bajo su rala piel de cordero, se escondía un tiburón de las finanzas. Sus enemigos, sin que sospechara nada, quisieron llevarse la piel del oso: lo mataron como a un perro mientras él echaba por la boca sapos y culebras. Pero, como asesinos inexpertos, rehusaron comprobar si su víctima tenía más vidas que un gato.

ÁNGEL OLGOSO, Astrolabio, Cuadernos del Vigía, Granada, 2007, p. 94.

viernes, 14 de enero de 2011

[PARA LA MAYORÍA DE LA GENTE...], Andrés Barba


«Para la mayoría de la gente —continuó Manuel, alentado—, el amor no se da, sino que se exige. Todo el mundo se siente digno de amor, pero nadie sabe por qué, les han hecho creer que de verdad se lo merecen, que les es debido el amor; cuando les llega no lo toman como un regalo, como sobreabundancia, sino como algo que reciben en justicia. Por eso muchos de aquellos que dicen querer en realidad siguen ciegos, y en vez de tratar de comprender se limitan a desear que las personas a las que quieren se conviertan en aquello que necesitan. El mismo querer del que tan orgullosos y tan dignos se sienten es algo que nace pervertido, sin alegría, y que muere por necedad. —Manuel calló un instante y, como desmintiéndose, añadió—: A pesar de todo existe el amor.»

ANDRÉS BARBA, Versiones de Teresa, Anagrama, 2006, página 135.

jueves, 13 de enero de 2011

MI MAMÁ ME MIMA, Hipólito G. Navarro

MI MAMÁ ME MIMA



Contempla ensimismado cada tarde a su hija mientras ella aprende a escribir. Los deberes de Virginia, considera, son un regalo que no tiene precio: le devuelven aquella portentosa experiencia del aprendizaje a la que su recuerdo solo no podría asistir, de tan lejana.
Si al principio le sorprendía la capacidad de Virginia para equivocarse y romper continuamente la mina del lápiz, hasta llegarle incluso a exasperar tanta torpeza, ahora comprende que no busca ella otra cosa en realidad que una buena excusa para emplearse a fondo en las primarias tecnologías de los sacapuntas y las gomas, una ocupación mucho más placentera que copiar las ñoñas redacciones que le mandan los maestros. Además, le deben de fastidiar sobremanera las cosas que terminan por decir esas frases que construye con infinita paciencia y un trabajo agotador, o así le cabe a veces suponer a su padre, cuando lee con mal disimulada admiración tan irónicos y notables resultados.
Quizá por eso entienda él como su mayor obligación volver a la carga una y otra vez al menos mientras duren las planillas de estos días, y repetir las explicaciones muy masticadas ya de este matiz: no se trata ahora de atender al argumento, mi amor (como a un adulto le habla; sigue distraídamente con el dedo un dibujo en la escayola), sino de poner todos los sentidos en pintar las frases, hilvanando con sumo cuidado una letra tras otra, a ser posible sin que rebasen los palotes los anchos y los altos que las líneas azules te señalan con descaro. La cuadrícula, por si no lo sabes, hija, viene impresa justamente con esa intención: la de constreñir en lo que pueda tu más salvaje y virginal caligrafía.
Virginia mira a su padre y sonríe, como si algo en efecto comprendiera.
Tiene ahora Virginia que hacer todo su trabajo en casa, desde que se rompió, jugando en el recreo, unos cuantos ligamentos. Veintiún días inmovilizada escribiendo sus planillas bajo la atenta vigilancia de su padre. ¿Cuántos días han transcurrido ya?, ¿seis tan sólo? Parecen más.
Así que los dos reciben a menudo y cada vez con más ganas la visita de los abuelos. Vienen muy poco las amigas del colegio.
Con los abuelos es más fácil. Ella puede escribir entonces sin tanta cariñosa vigilancia, mientras ellos, los mayores, charlan y recharlan en voz baja.
Pero como las últimas planillas, a su manera también ellos son aburridos, pues hablan todo el rato de lo mismo, repitiéndose cada día más. Quizá por eso pierda Virginia hoy su concentración y se deje ver llorar. Ha sido cuando más enfrascados estaban ellos en la conversación. Un descuido lamentable.
Los abuelos intervienen de inmediato y al unísono, qué tiene mi cielo, queriendo suponer que Virginia echa de menos a sus amigas, los juegos, el intercambio frenético de cromos. Su padre se aventura por otros pensamientos: quizá eche también de menos a su madre sin fronteras sabe Dios dónde y con que alternativos médicos ahora. ¿O ligeros cambios atmosféricos que podrían influir en el daño tal vez?
Pero no, no es nada de eso. Virginia se explica entre hipidos. Llora porque ellos, los mayores, han dejado por imposible el informe del traumatólogo que acompaña a las radiografías de su pie, porque nadie, ni los tíos siquiera, logró finalmente entender las letras borrachas del especialista. Llora porque le da una pena tremenda descubrir que pasados unos años pudiera olvidársele todo esto que ahora tanto le cuesta y escribir finalmente como si nunca hubiese sabido hacer la o con un canuto, como si nunca hubiese conseguido domesticar su más salvaje y virginal caligrafía. Es buen argumento, le parece, para suavizar.
La abuela será quien la anime al final: no te preocupes, mi vida; hay que ser muy estúpida para que se olvide una de escribir, eso sólo le ocurre a los médicos.
Tan poca sorna se transparenta en el tono de voz de la abuela que incluso termina Virginia luego una hojilla, sin olvidar en ningún renglón el acento de mamá. Pero la verdad sea dicha: hay en la casa, y se nota, unas ganas bárbaras de que terminen ya, de una vez por todas, las muy dolorosas y sarcásticas planillas de la eme.

HIPÓLITO G. NAVARRO, Los últimos percances, Seix Barral, Barcelona, 2005, pp. 340-342.

lunes, 10 de enero de 2011

AGOSTO, OCTUBRE / LAS MANOS PEQUEÑAS / VERSIONES DE TERESA, Andrés Barba

Sigo la recomendación de una buena lectora amiga y atravieso la desasosegante historia de Tomás, un adolescente que cometerá un terrible error del que un espíritu sensible no puede salir sin la más lacerante expiación. Agosto, octubre (Anagrama, 2010) es la última novela de Andrés Barba (Madrid, 1975), un joven narrador al que la revista Granta incluye entre los que considera mejores narradores jóvenes en español.


Busco otras novelas suyas y salto al 2008: Las manos pequeñas.
Es innegable el talento de este autor para diseccionar el mal. Sus historias terribles se proponen como indagaciones sobre la bestia (Lord of the flies) que a cada uno de nosotros toca doblegar. Magnífico el arranque con el que el narrador anuncia la orfandad de Marina, la chiquilla que sufrirá de sus nuevas compañeras el ostracismo, luego la más terrible ejecución. Otra muñeca despedazada en el juego cruel: la vida.
Dos pasitos hacia atrás: 2006. Versiones de Teresa (Premio Torrente Ballester). De nuevo, la historia (la historia de un trastorno en el que se percibe un eco de Bernhard) y el retrato de unos personajes a los que cuesta considerar humanos, y, a la vez, encierran una notable sensibilidad almohadillada entre sus monstruosas excrecencias.
Otra vez el mal (la perversión, las bajezas, la envidia, la desesperación, los celos...) empuja al asesinato.

sábado, 8 de enero de 2011

BLANCA NAVIDAD, David Roas

BLANCA NAVIDAD

Carlitos Jinglebells adoraba la Navidad de una forma compulsiva. El resto del año, aquellos 351 largos días de abstinencia navideña, suponía para él un periodo de angustia casi insoportable, que trataba de paliar con todos los métodos posibles: escuchaba villancicos a todas horas, saludaba con un sempiterno «Feliz Navidad» a todo aquel con el que se cruzaba (los vecinos habían aprendido poco a poco a ignorarle), su casa era un museo del adorno navideño... En los momentos de máxima desesperación, llegaba incluso a esnifar virutas de corcho porque, según él, le recordaban el olor de los belenes. Pero conforme pasaron los años su estado fue empeorando. Cada vez le era más difícil encontrar el bálsamo adecuado para su ansiedad prenavideña. De tanto repetirlos, los villancicos se le habían vuelto insoportables; las guirnaldas aparecían ante sus ojos como objetos ridículos; pensar en el turrón le daba arcadas... Cuando descubrió que el anuncio de la llegada de la Navidad al Corte Inglés ya no le provocaba emoción alguna, supo que debía acabar con su vida. Para ello, escogió la madrugada del 25 de diciembre. Lo señalado de la fecha serviría, además, para amargar las fiestas a sus familiares y vecinos. Así, subió a lo alto del viaducto y se arrojó al vacío. Carlitos no contaba con que caería sobre el trineo de Papá Noël, que justo en ese instante pasaba bajo su trayectoria. Ninguno de los dos sobrevivió al tremendo impacto. Ni la propia Navidad, que se extinguió con el último aliento de Papá Noel. Lástima que Carlitos no fuera consciente de tan tremenda hazaña.

DAVID ROAS, Horrores cotidianos, Menoscuarto, Palencia, 2007.

martes, 4 de enero de 2011

NUEVAS DIVINANZAS, José Mateos


Nuevas divinanzas


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El miedo a equivocarme es siempre mi primera equivocación.

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Leer bien consiste en no olvidar que debajo de cada frase, de cada palabra, hay una promesa.

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Las palabras son una máscara muy pegada a la piel de la realidad, por eso pueden revelar tanto.

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Entre los escombros de unas pocas palabras está la caja negra donde quedó registrado el motivo de nuestra caída.

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La pregunta: «¿y qué?», le cuelga del culo a todos los malos poemas.

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Lo intraducible es siempre la manera que cada idioma tiene de pensarse a sí mismo cuando piensa en otra cosa.

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El tiempo nos roba y nos asesina; y después, se perdona a cada instante.

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Uno es libre para escoger entre Dios y el Diablo. Lo único que no nos está permitido es no escoger.

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La respuesta de la muerte no es el silencio, sino la densidad de ese silencio.

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Escribo para tener que hablar menos y cada vez me hacen hablar más.

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Deseamos algo para escapar de lo mismo y, cuando lo poseemos, se convierte en una prolongación de lo mismo.

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Todo lo que llego a poseer vive dentro de una profundidad que no se deja poseer.

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De alguna forma que existan los demás cuestiona que yo posea completamente algo.

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No busques la fuente escondida ni el tesoro interior. Dentro de ti, todo está fuera.

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Mi cuerpo y el dolor de mi cuerpo se ríen a carcajadas de mi libertad.

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El paraíso existe. Cada vez que nos alegramos entramos en él.

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Aquello grande que me falta lo percibo en la acumulación de todo lo que me sobra.

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DOSTOIEVSKIANA.-El crimen es siempre impotencia de poder; y sin embargo, rápidamente otorga a quien lo comete toda la ebriedad del poder.

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Cuando una doctrina sobre el otro mundo se pone a gobernar en este mundo, atenta contra uno y otro mundo.

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Si no existiera el hombre, ¿Dios de qué sería Dios?

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Hay algo inmortal que canta dentro de mí y solo la absoluta sumisión puede matarlo.

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Mi mejor idea fue la idea de la muerte que muchas veces me salvó de la tentación de lo superfluo.


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METAMORFOSIS.- Una extrema noción de lo que es la virtud lo convirtió en una piedra.

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Del poder solo se disfruta en el abuso.

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Para ser yo necesito al otro, pero sobre todo necesito que el otro sea siempre otro.

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Porque no se perdonaba nada, podía perdonarlo todo.

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He visto cuidar y velar al que no podía y no he visto nada más hermoso.

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Cuando menos tuve, más me alegró lo que tuve.

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Para encontrarte a ti mismo, búscate en otro.

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Vencer consiste, sobre todo, en borrar cualquier rastro de responsabilidad. Por eso, no siempre vencen solo los que vencen.

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Entré en la alcoba de la muerte y me la llevé conmigo a la vida. Desde entonces, lo compartimos todo.

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Uno puede estar por encima de los muchos. Pero por lo que engendra, no por quien lo engendró.

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Cada uno se adhiere al color de sus mentiras.

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Entre las desilusiones he perdido mi yo; y él me busca a veces entre las ilusiones.

*****
Hoy no necesito nada: soto que me dejen solo con mi necesidad.

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Lo excelente se hace siempre entre muchos. Y todo lo demás, lo hace uno solo y es siempre igual e intercambiable.

*****
Vivimos y caminamos entre la niebla; y si la disipamos, nos disipamos con ella.



JOSÉ MARTOS, Nuevas divinanzas, Clarín, Oviedo, Noviembre-diciembre 2010, pp. 31-33,

lunes, 3 de enero de 2011

EL DESENLACE, Sergi Pàmies


EL DESENLACE


1

Mi madre siempre dormía con la ventana abierta. Quizá por eso la muerte se la llevó mientras dormía. Aquella noche oí un ruido que sonaba como un presagio y me levanté. Cuando abrí la puerta de su habitación, me sorprendió la cama deshecha y vacía. La cortina, aspirada por la corriente de aire, me absorbió la mirada hasta un paisaje iluminado por una luna llena, a punto de reventar. Enseguida las vi. Mi madre detrás, siguiendo a duras penas los enérgicos pasos de una muerte convencional: con guadaña afilada y capa negra. Me calcé las botas, cogí la escopeta, la cargue y, en pijama, salí a buscarlas. «¡Alto!», grité desde el porche mientras procuraba contener el frío y el miedo. Se dieron la vuelta. Mi madre ponía cara de resignación, una expresión que no cuadraba en absoluto con su carácter, habitualmente optimista. «¡Suéltala o disparo!», amenace. La muerte sonrío (lo recuerdo porque me sorprendió que tuviera dientes). Mi madre, en cambio, no reaccionó como yo esperaba. Se llevó un dedo a los labios para pedirme que callara y, en un tono autoritario, me ordenó: «Vuelve a casa, que cogerás frío.» Bajé el cañón de la escopeta y las vi alejarse cada vez más. Los primeros metros, a mi madre le costaba un poco seguirle el paso. Al cabo de un rato, sin embargo, las dos corrían, casi bailaban, como dos niñas ajenas a los peligros del bosque. Un bosque en el que, todavía hoy, a menudo veo sombras, escucho voces de pesadilla, presencias que no puedo llamar fantasmas porque mi madre me enseñó a no creer en fantasmas. Aunque, a veces, sobre todo cuando bebo demasiado, no solo los veo sino que los persigo, los insulto y les disparo para que se marchen.

2

La enfermera que cuida a mi padre me llama por teléfono para decirme que debería acudir enseguida. «Es urgente», añade. Veinte minutos mas tarde estoy junto a mi padre. Le cojo la mano. Me impresionan la frialdad de sus dedos y la textura de su piel, puro papel de lija. Respira agitadamente y tiene una mirada de espanto enmarcada por unas ojeras de vampiro y unas cejas despeinadas. La enfermera recomienda avisar a una ambulancia. Por la manera como él me aprieta la mano, deduzco que prefiere que no lo haga. Le pregunto si le duele algo y responde con un movimiento de cabeza de negación rotunda, como si, por ahora, el dolor fuera lo que menos le preocupara. Hace tiempo que el médico nos dice que el desenlace puede producirse en cualquier momento y que ingresarlo de manera preventiva podría empeorar la situación en lugar de mejorarla. «Desenlace» es el eufemismo que utilizamos para referirnos a la muerte y, como llevamos tanto tiempo hablando así, ya no me resulta tan ridículo como al principio. Con las pocas fuerzas que le quedan, mi padre me tira hacia él y, al oído —y con una voz que parece salirle del fondo de los pulmones—, me susurra que tiene que decirme algo importante y que, por favor, cierre la puerta. Le pido a la enfermera que nos deje solos. Mi padre se incorpora un poco y me pide agua. Me doy cuenta de que tiene unos pelos enormes en las fosas nasales y en las orejas, y el pijama manchado, probablemente de sopa.
—¿Qué se ha dicho siempre de los icebergs? —me pregunta.
Suspiro. Creía que quería hablarme de la muerte, o darme un ultimo consejo, o confesarme algún secreto relacionado con mi madre, algún hijo ilegítimo o el testamento. No esperaba una nueva elucubraci6n sobre la materia, el espacio o cualquiera de las obsesiones que, desde que dejó el trabajo, le han mantenido ocupado. Le miro con compasión, sonrío, pero él sigue alterado y espera, impaciente, mi respuesta:
—¿Que los icebergs sólo muestran una parte de lo que son? —le digo con un tono de alumno aplicado.
—Exacto —responde.
—Que esconden nueve décimas partes de su volumen —continúo.
—Eso mismo —dice.
Ignoro adónde quiere ir a parar.
—¿Y? —le pregunto.
Es una pregunta retórica, una referencia de complicidad, un homenaje a la manera como, desde siempre, me ha enseñado a pensar. Durante años, cuando le contaba cualquier cosa —de niño, con entusiasmo o inquietud; de adolescente, con pesadumbre o prudencia; de adulto, con indignación o arrogancia—, él solía mirarme fijamente a los ojos y preguntarme:
—¿Y?
En función de la circunstancia, aquel «¿Y?» rebozado de autoridad pedagógica resolvía casi todas las dudas. Si la pregunta era temerosa, relativizaba los peligros y me indicaba que debía perseverar y no amedrentarme ante los obstáculos. Si la pregunta era presuntuosa, me hacía volver a la realidad y darme cuenta de que sólo había descubierto una ínfima parte de una respuesta global que requería mucho tiempo, esfuerzo y reflexión. El «¿Y?», pues, era una clave privada y, ahora, pronunciada por mí en esta habitación que huele a cerrado, suena como una impertinencia. Mi padre no capta la referencia a nuestro pasado y eso me preocupa. La dificultad para respirar y la angustia que transmite su mirada me obligan a tomarme seriamente el diálogo que él intenta llevar a cabo hacia un objetivo que desconozco.
—Creo que muchos icebergs no esconden nueve décimas partes y que ésta es una premisa falsa, que hemos dado por buena por pereza, porque nunca nos hemos tomado la molestia de comprobar si, efectivamente, todos los icebergs siempre esconden nueve décimas partes de su materia —dice finalmente.
Sonrío. Por un lado para intentar tranquilizarlo; por otro, para tranquilizarme yo. No sé qué decirle. Gano tiempo cogiéndole la mano mientras busco palabras que, estoy seguro, no estarán a la altura de su inquietud. Cuando empiezo a encontrarlas, siento que se crispa, que la respiración se apaga y que, de repente, toda la fuerza que procuraba acumular desemboca en una larga inspiración. No aviso a la enfermera. Sé que está muerto, aunque actúo como si todavía fuera un enfermo. Sigo acariciándole la mano y puedo sentir cómo sus dedos, que ya estaban fríos, se enfrían aún más. Lo peino un poco. El dolor que siento no tiene nada que ver con ningún dolor anterior. No me puedo mover. Me gustaría avisar a la enfermera pero me temo que, si abro la boca, vomitaré. Me da la impresión de que le debo a mi padre una reacción tan serena como la que tuvo él cuando murió mi madre. Espanto los recuerdos de aquel momento porque sospecho que no seré capaz de resistirlos y que, aquí y ahora, me conviene acumular fuerzas y no debilitarme. Cuando intento moverlas, las piernas no me responden. A pesar de todo, me incorporo un poco y, con la ayuda del respaldo de la silla, consigo ponerme en pie. El dolor continúa, pero, por ahora, no se manifiesta exteriormente. Miro a mi padre. Los músculos faciales parecen haberse liberado de la tensión que los corroía cuando he llegado. Coincidiendo con el primer sollozo —una exhalación de tristeza que me explota en la boca por sorpresa—, empiezo a pensar que he llegado a tiempo, y este pensamiento inicia una larga caravana de razonamientos que intentan aplacar la parte más dura del duelo. Mientras lloro —ahora sin control ni contención, con una intensidad que me hace sentir una vergüenza infinita—, pienso que soy un iceberg a la deriva y que ojala tuviera nueve décimas partes de materia debajo de mí.


SERGI PÀMIES, Si te comes un limón sin hacer muecas, Anagrama, Barcelona, 2007, pp. 119- 124.

sábado, 1 de enero de 2011

BUENOS PROPÓSITOS, Pilar Galán


Buenos propósitos

En todo caso, si después de haber sido uno te conviertes en otro, ya siempre seréis dos.
Juan José Millás

El lunes dejó de fumar. El martes empezó el régimen. No tuvo mucho problema para apuntarse al gimnasio el jueves, después de haber ido a trabajar andando el miércoles. Empezó a sentir las agujetas el viernes por la tarde, mientras hacía cola para ver si su nombre aparecía en las listas de la escuela de idiomas. El sábado lo pasó en casa, malhumorado y roto, agotado después de la limpieza general que incluyó baños y trastero. A las once de la noche del domingo, mucho después del partido, con el enésimo cubata de Dyc cola en la mano y el cigarro en la boca, apurando la segunda ración de orejas con tomate, comentó a sus amigos, desde el desgarro y la sinceridad más profundos, hay que ver, cago en la hostia, qué largas se me han hecho estas dos semanas.

Velas al viento. Los microrrelatos de La nave de los locos, Cuadernos del Vigía, Granada, 2010, p. 257.