sábado, 17 de julio de 2010

SEXO PLATÓNICO, Andrés Neuman

Sexo platónico


Así es la cosa. A mi mujer le hablan de Platón y se pone aristotélica. No sé cómo, no sé por qué. En cuanto escucha una palabra sobre la reminiscencia, el mundo inteligible o la teoría de las formas, ella se ruboriza, se le nublan los ojos, deja escapar un gemido, y se pone a imaginar espaldas anchas y nalgas musculosas. Yo intento, como es lógico, detenerla. Pero es inútil. Una furia empirista la posee por completo, y lo único que le interesa es el paso de la potencia al acto.

Pensar nunca es indecente, me consuelo. Aunque admito que me desconcierta tanto empeño en la física, cuando lo que verdaderamente importa es la metafísica. Cada noche es lo mismo. En serio. Nunca falla. Yo digo por ejemplo: "Caverna". O "sol". O "riendas". Y ella, enseguida, loca. Desparramada en la cama. Quitándose la ropa. Gritando sin decoro: "¡Bésame, Platón!".

Yo, a mi edad, soy poco impresionable. Cosas peores he visto. Además, no lo niego, el comportamiento de mi mujer tiene sus ventajas. Digamos que antes, y perdonen el juego de palabras, nos costaba acostarnos. Desde que descubrí lo de Platón, mano de santo. Lo que pasa es que el deseo, el caballo de su deseo, se le desboca a todas horas, en todas partes, tenga uno ganas o no. Sospecho que mi mujer confunde el apetito con el banquete. En fin. Mis amigos se ríen, celebran nuestro problema, incluso nos felicitan. Yo, qué quieren que les diga, dudo. En el fondo estas perversiones me turban. Siempre he sido un poco kantiano, y pienso que hay cosas que no deberían hacerse.


Andrés Neuman, Sexo platónico, El País 16 de julio de 2010.

FUENTE: El País.

ILUSTRACIÓN: LAURA PÉREZ

sábado, 10 de julio de 2010

martes, 6 de julio de 2010

CONSUELO, Billy Collins

CONSUELO


Qué agradable resulta no estar en Italia este verano,
trotando por sus ciudades y escalando sus tórridos pueblos de montaña.
Cuánto mejor es pasear por estas calles locales, familiares,
y comprender, sin atisbo de duda, el significado de sus señales de tráfico y sus carteles,
y el de los gestos repentinos de mis compatriotas.

Aquí no hay abadías, ni frescos en trance de desmoronarse, ni cúpulas
famosas, como tampoco necesidad de memorizar listas
de reyes, ni de visitar los rincones, rezumanres de humedad, de mazmorra alguna.
No es menester contemplar sarcófagos, ni la exigua cama
de Napoleón en Elba, ni huesos de santos en urnas de cristal.

Cuánto mejor es gobernar el sencillo distrito del hogar
que verse empequeñecido por pilares, arcos y basílicas.
¿Por qué enterrar la cabeza en libros de frases o mapas arrugados?
¿Por qué alimentar con paisajes a una cámara hambrienta, polifémica,
ansiosa por devorar el mundo, monumento tras monumento?

En lugar de desparramarme en un café, sin saber cómo se dice «hielo»,
me dirigiré a la cafetería y luego a la camarera,
que atiende por Dot. Me sumergiré en la corriente del periódico
matutino, libre de barreras lingüísticas,
y veré a los ríos del idioma fluir sin oposición, mientras llegan los
huevos fritos por ambos lados.

Y, después del desayuno, no tendré que buscar a nadie
que me fotografíe pasando el brazo por el hombro del propietario.
No tendré que desentrañar la cuenta, ni consignar en un diario
lo que acabo de comer o cómo entraba el Sol por la ventana.
Basta con volver a meterse en el coche,

como si fuera el gran vehículo del Inglés,
tocar el estridente claxon vernáculo y acelerar
por una carretera que nunca llevará a Roma, ni siquiera a Bolonia.



BILLY COLLINS, Navegando a solas por la habitación, DVD, Barcelona, 2007.