domingo, 30 de mayo de 2010

SOBRAS COMPLETAS, Juan Carlos Mestre / Chris Jordan



SOBRAS COMPLETAS


Hontanar efluvio lira retoño celeste pétalo ambarina
trémula sideral palpitante armiño pubertad infinita divina
azucena sutil alma henchida melodiosa florecilla dama fresca
zafiro vergel fulgente néctar purpúreo savia vibrante
rumoroso matinal perfume luciente virginal exquisita invicta
patria cristalina eterna ferviente triunfal arcano sublime
pertinaz caricia loable frenesí glorioso clamor pupila
congoja tierna fina saeta monjita vengativa lontananza
bucle jardín dorado incomparable arrullo deliciosa gasa
principesca eximio éter dardo óvalo inefable trémulo limbo
ignoto tintinean mustias pían nácar vagoroso


Juan Carlos Mestre, La casa roja, Calambur, Madrid, 2008, página 116.

FOTOGRAFÍA: CHRIS JORDAN

martes, 25 de mayo de 2010

lunes, 17 de mayo de 2010

EL CUARTO PROHIBIDO, Itziar Ezquieta


EL CUARTO PROHIBIDO

Érase una vez un leñador muy pobre, que tenía tres hijas.
Cada mañana iba a cortar leña al bosque, para venderla y así mantener a la familia.
Un buen día, el leñador encontró un árbol grande, y viejo como ningún otro.
Sin pensárselo mucho, empezó a darle hachazos hasta que, una vez, el golpe sonó hueco, y el hacha le saltó de las manos y fue a colarse por la grieta abierta del tronco.
Al momento se oyó un grito terrible, y un gruñido que hizo temblar hasta a la hierba.
Después, se abrió el agujero y asomó un gigante, gritando furioso:
—¿Quién es el osado que rompe mi casa, me despierta de mis sueños y me corta con un hacha?
—¡He sido yo, señor! No me haga daño, que soy pobre y tengo tres hijas que mantener—suplicó el hombre.
—Pues si quieres recuperar el hacha, tendrás que decirle a tu hija mayor que la venga a buscar.
El leñador contó en casa lo que había sucedido; y la hija mayor, interesada, le pidió que la llevase junto al gigante.
Enseguida llegaron al pie del viejo árbol.

Nada más oírlos, el gigante salió por el agujero e invitó a la muchacha a entrar:
—Si haces lo que te mande, serás dueña de todo cuanto tengo. A tu padre, en pago por su hacha, le daré una moneda de oro.
—¡No se hable más!—dispuso ella.
Y, muy contenta, bajó por el agujero oscuro del árbol y empezó a revolver por la casa, muerta de curiosidad.
—Ahora tengo que irme—dijo el gigante—.Tienes la comida servida; cómetela antes de que se enfríe.
Cuando se quedó sola, se acercó al plato; y, al ver el contenido, grito espantada:
—¡Una oreja! ¿Cómo me voy a comer una oreja cruda y peluda? ¡Ni loca!
Entonces cogió la oreja con la punta de los dedos y la tiró al granero.
Después, llegó el gigante y, al ver el plato vacío, preguntó:
—¿Has comido bien?
—¡Sí, señor!—contestó la muchacha, preocupada.
—Orejita, ¡dónde estás?
—¡Aquí, mi amo, en medio del granero!
Entonces el gigante, enfurecido, agarró a la muchacha por los pelos y le gritó:
—¡Mentirosa! ¡Me las pagarás por tramposa!
La llevó a rastras por un largo pasillo, entró en el cuarto del fondo, cogió el hacha y, ¡ZACA!, le cortó la cabeza.
Al día siguiente, el leñador se acercó al árbol con la hija mediana, para saber cómo iban las cosas.
—Pues a la muchacha no le va mal –dijo el gigante—, pero está un poco aburrida. Si dejas a su hermana para hacerle compañía, te daré otra moneda de oro.—propuso con astucia.
Ante la insistencia de la hija, el leñador aceptó el trato.
Así que la chiquilla entró en el árbol, el gigante, tratando de engatusarla, susurró:
—Tu hermana está durmiendo, pero no te preocupes. —Si haces lo que te mande, serás dueña de todo cuanto tengo. Tienes la comida servida; come antes de que se enfríe.
Y se fue.
La muchacha se acercó a la mesa y se quedó horrorizada:
—¡Una oreja! ¿Cómo me voy a comer una oreja llena de pajas, cruda y peluda? ¡Ni hablar!
Sin más, cogió la oreja y la tiró al pozo.
Al poco, llegó el gigante y preguntó:
—¿Has comido bien?
—¡Sí, señor!—contestó la niña.
—Orejita, ¡dónde estás?
—¡Aquí, mi amo, congelándome en el pozo!
—¡Otra que me quería engañar! ¡Pues también me las vas a pagar!
La agarró por los pelos, la llevó a rastras hasta el cuarto del fondo, cogió el hacha y ¡ZACA!, las degolló.
Al otro día, se presentó el leñador con la tercera hija, que estaba aprendiendo a coser y llevaba una aguja de plata prendida del vestido.
—Las muchachas echan en falta a la pequeña, y aquí hay mucho que coser. Si te quedas, le daré a tu padre otra moneda de oro, y no tendrá que trabajar más—insistió el gigante.
Las súplicas de su hija acabaron por convencer al leñador, que regresó solo a casa.
Nada más entrar, la pequeña miró por todas partes, extrañada de no ver a sus hermanas; pero disimuló para que el gigante no desconfiase.
—Si haces lo que te mande, serás dueña de todo cuanto tengo. Tienes la comida servida; cómetela antes de que se enfríe. Yo tengo que marcharme, pero volveré pronto.
Cuando la muchacha estuvo segura de estar, se acercó a la mesa con recelo y se quedó espantada:
—¡Una oreja! ¿Cómo me voy a comer una oreja remojada, llena de pajas, cruda y peluda?
¿Y quién va a saber si me la he comido?, pensó.
Entonces cogió la oreja y la escondió debajo del vestido.
Al momento, entró el gigante y preguntó:
¿Has comido bien?
—¡Estupendamente, señor!—contestó la niña, decidida.
—Orejita, ¡dónde estás?
—¡Aquí, mi amo, bien calentita en esta barriguita!
Y el gigante exclamó, muy contento:
—¡Pues de ahí no te vas a mover, que esa barriguita es de mi mujer!
Confiado, le entregó las llaves de la casa a la pequeña, le dio un lienzo blanco para hacer unas sábanas nuevas y le dijo:
—Tengo que marcharme. Acaba de coser las sábanas, que quiero estrenarlas esta noche; después puedes hacer lo que quieras, pero no abras el cuarto del fondo del pasillo.
La muchacha, preocupada por las hermanas, fue directamente al cuarto prohibido.

Al abrir la puerta, se llevó tal susto que se le cayeron las llaves; y una se manchó de sangre.
Enseguido oyó los pasos del gigante, que regresaba.
Cerró la puerta y corrió a lavar la llave; pero por más que frotaba, la mancha no desaparecía.
Entonces cogió la aguja y se la clavó en un dedo.
En cuanto entró el gigante, preguntó:
—¿Has acabado con la costura?
—¡Casi, señor!
—Dame las llaves—continuó el gigante—. ¿Y esta mancha de sangre?
—Me he pinchado al coser—respondió la niña, mostrándole el dedo.
—¡Vaya!—dijo el gigante—. Te buscaré un dedal, a ver si acabas las sábanas de una vez...
Y merienda bien, que tienes que comer para ti y para la oreja.
En cuanto el gigante se marchó, la muchacha volvió corriendo al cuarto prohibido.
Sobre una mesa estaban las dos cabezas cortadas, una tinaja de agua y un tarro con ungüento.
La pequeña abrió el tarro con curiosidad y, nada más untar la punta del dedo, sintió que la herida desaparecía.

Después unió las cabezas con los cuerpos, cosió con aguja e hilo, les embadurnó el cuello de ungüento y, finalmente, lavó a sus hermanas con el agua de la tinaja.
Enseguida, las dos muchachas abrieron los ojos como si nada hubiese pasado.
Salieron deprisa con el hacha, el tarro de ungüento y algún otro collar que cogieron en los cofres del gigante.
Una vez fuera, se escondieron detrás del tronco.
Cuando el gigante entró, la hermana pequeña sacó la oreja de la barriga y la dejó caer por el agujero del árbol.
Después, untaron el tronco con lo que quedaba de ungüento y observaron maravilladas cómo se cerraba la corteza.
El tronco del árbol nunca más volvió a abrirse.
Las tres hermanas se fueron felices, y allí se quedó el gigante para siempre.


ITZIAR EZQUIETA, El cuarto prohibido, Oqo, Pontevedra, 2005.

jueves, 13 de mayo de 2010

GAFAS NEGRAS, Roger Wolfe



Gafas negras

Dos días en la cama, leyendo. Estoy más tieso que una tabla de escurrir la loza, como decimos en inglés.
Cuando me entra el bajón me meto en la cama y me pongo a leer literatura de evasión. Mientras tanto, las tareas pendientes se acumulan como cacharros sucios en el fregadero de mi mente enferma. Y no sólo en el fregadero de mi mente, claro; se acumulan de verdad. Uno de estos días me voy a quedar enterrado bajo la basura y ya no voy a poder salir.
Mi mujer me dice: «Tienes un trabajo envidiable. Y una hija maravillosa, que te adora. Y me tienes a mí. No sé qué puedo ha­cer para ayudarte.. Me siento Impotente; incapaz de hacer nada por ti...».
Tiene razón. Pero estos bajones no soy capaz de controlarlos. Hace tan sólo unos días, sentía que subía, y tampoco eso hubiera podido controlarlo.
Un psiquiatra me dio una vez una explicación que atinaba en la diana del asunto: «En esos momentos malos es como si se hubiera puesto usted unas gafas negras. No puede ver nada como es. Y es inútil que nadie se lo diga. Usted mismo se daría cuenta, si pudiera pararse a considerar la situación, de que está siendo víctima de un espejismo; pero no puede ver las cosas desde fuera. Todo lo que ve, lo ve a través de esas gafas negras... Por eso son tan peligrosos esos episodios. Podría usted llegar a cometer una locura...».
Claro. Así es la cosa, exactamente. Una compañera de trabajo, hablando un día conmigo, expresó el fenómeno en términos más gráficos y populares: «Tú te pones la tirita antes de hacerte el corte...». Sí. Básicamente, se trata de lo mismo: la obsesión.
En esos momentos de «gafas negras» es cuando se producen los suicidios. De eso hablan los profesionales cuando se refieren a la famosa «enajenación mental transitoria».
Cuando uno se enamora le pasa algo parecido; sólo que las ga­fas no son negras, sino de color de rosa. Y no hay nada que hacer. No ve nada. Atraviesa, si hace falta, la pared... O mata a alguien. Porque se trata de un rosa que raya muchas veces en el fucsia; y del fucsia al rojo sangre no hay más que un simple paso.
Uno puede sentarse y escribir sobre estas experiencias, y eso puede ayudar. Pero cuando estás metido en estos callejones sin salida no puedes ponerte a escribir. No puedes hacer nada.
Siempre recuerdo la noticia de un suceso que leí en el perió­dico hace muchos años, en Inglaterra: una mujer se quedó en su casa, sentada en un sillón, leyendo un libro tras otro durante días.
A su lado, lloraba desesperadamente en la cuna su bebé de pocos meses, El bebé siguió llorando hasta que murió de inanición. Cuando por fin entró alguien en la casa, se encontró a la mujer allí sentada, leyendo todavía, con el niño muerto al lado.
Son cosas que pasan cuando llevas puestas gafas negras. Son cosas que puedo comprender.

ROGER WOLFE, Tiempos muertos, Huacanamo, Barcelona, 2009, pp. 78-80.

IMAGEN: JAIME PITARCH

TA TUNG, Juan Carlos Mestre


TA TUNG



Me enamoré de ti en el restaurante chino de la Plaza Mayor
Ese día bajo los dragones dorados
Tú eras todas las dinastías que ha tenido la Tierra
Tú eras el delta de los ríos y la cascada de los encantamientos
El curry que tiñe de sol el lazo de las servilletas
El día que me enamoré de ti comenzaba el año del gato
Y las nubes maullaban sobre los tejados
Celebrando la lluvia de estrellas y la cosecha de arroz
Demonios, al salir tiraste sin querer el buda de escayola
Y todos los buenos presagios se hicieron añicos
Nena, ya nada ha vuelto a ser como entonces
Cuando sabías a las bolitas de helado Familia Feliz
Y yo te acariciaba con palillos de bambú los brotes de primavera



Juan Carlos Mestre, La casa roja, Calambur, Madrid, 2008.

FOTOGRAFÍA: CHEMA MADOZ

martes, 11 de mayo de 2010

[SIN TÍTULO], Ferrán Fernández


Poesía visual española (Antología incompleta), Calambur, Madrid, 2007, p. 149.

sábado, 8 de mayo de 2010

EL TINTERO, Roger Wolfe



EL TINTERO


En todas partes
hay poemas.
Muchas veces
los mejores
son los que dejas
donde están.


ROGER WOLFE, Afuera canta un mirlo, Huacanamo, Barcelona, p.31.


[SOL, SOLO...], Juan Eduardo Cirlot







Sol, solo
Vid, vida.
Ir, ira.

Morir,
hado morado,
desmoronado.


JUAN EDUARDO CIRLOT, Bronwyn, Siruela, Madrid, 2001, página 191.

jueves, 6 de mayo de 2010

TIEMPO AL TIEMPO, Manel Costa


TIEMPO AL TIEMPO

escriba:
la palabra la palabra segundo
en un segundo

la palabra minuto
en un minuto

la palabra hora
en una hora

la palabra día
en un día

la palabra semana
en una semana

la palabra mes
en un mes

la palabra año
en un año

la palabra vida
en una vida


TIEMPO AL TIEMPO


Poesía visual española (Antología incompleta), Calambur, Madrid, 2007, p. 126.

ILUSTRACIÓN: UCELLO

domingo, 2 de mayo de 2010

DAPHNE, Manuel Villena


DAPHNE

Yo nunca he tenido una pareja rumana, a la que poder explicar qué significa en español “deshojar la margarita”.
La soledad te arroja, sin piedad, a la observación sociológica.
A mi lado una niña le pregunta a su madre:
-¿Qué le dice un perro mojado a un perro empapado?
La madre desconoce la respuesta. Si la cosa fuese conmigo, yo también debería ladear la cabeza.
-¡Hace una tarde de humanos!
Ante esa candidez, me doy cuenta de que tampoco he tenido una pareja inglesa, ni una pareja canadiense (más difícil una australiana) a la que pudiera ofrecer una equivalencia:
-It's raining cats and dogs!
Antes de hablar de perros en esta tarde primaveral, la niña le dijo a su madre:
-¡Mamá, mamá! ¡Mira: las nubes aquí se mueven!
Es una niña preciosa, de ojos levemente rasgados. Lleva la melena recogida por un prendedor de nácar, que acentúa el color azabache de su pelo. Todas las miradas, no obstante, se las lleva su risa.
Cuando se cansa de arrancar las primeras margaritas del año, su madre le tiende la mano y se la lleva del parque con la promesa de un helado. Oigo su nombre: Daphne.
Puestos a elucubrar, imagino que Dafne proviene de un país de horizontes eternamente despejados, donde, de vez en cuando, nubes de algodón permanecen ancladas en el cielo, como las notas que dejo en el corcho de mi estudio, con las obligaciones que me impongo: Hoy “Recoger antihistamínicos” en mala vecindad con “Procurar ser feliz sin rémoras”.
De camino a la farmacia, cuido no pisar las rayas de las baldosas: salto de una a otra (como en un tablero de frases hechas) mientras calculo las diferencias entre la vida que le supongo a Daphne y la mía.
Mi vida no es gris. Tal vez marrón: del color de ese papel de estraza que utilizan para ocultar los escaparates de las tiendas.
Yo espero que algo suceda y que alguien retire el papel para que, ante mí, aparezca un despliegue de blusas rosas, faldas floreadas y otros complementos. Aunque también sé, que más fácil es que los pliegos vayan amarilleando, bajo un cartel que anuncia, indefinidamente, un traspaso.
En la farmacia la rinitis me recuerda que también he de comprar pañuelos. De papel. Blancos. Un paquete igual al que pronto sacará del bolso esa madre feliz, para limpiar de chocolate la comisura de los labios de Daphne.

sábado, 1 de mayo de 2010

EPÍGRAFE, FC


ceñí una copa al ojo
para que se llenase de ti
y beberte, beberte, beberte


EPÍGRAFE


FC, Piel, Arnao, Madrid, 1985.


FOTOGRAFÍA: CHEMA MADOZ