viernes, 31 de diciembre de 2010

SOS, Rubén Abella

SOS


Durante los cuartos televisados de la Nochevieja, al final de una cena atroz, llena de insultos y amenazas, Manuel perdió los estribos y descargó sobre Ruth una bofetada tan brutal, que la despegó de la silla y la lanzó volando como un muñeco contra el aparador. Luego agarró el cuchillo de trinchar el pavo y, fuera de sí, se abalanzó sobre ella para matarla.
Ruth esquivó el ataque por los pelos. Se levantó como pudo, salió dando tumbos del comedor y, mientras la televisión daba pausadamente las doce, se encerró con llave en el dormitorio. Manuel se puso a aporrear la puerta. Ruth abrió la ventana y pidió ayuda, pero para entonces ya había empezado el ceremonial de los cohetes y las tracas de petardos, y nadie oyó sus gritos en el fragor de las detonaciones. Desesperada, probó suerte con un recurso de urgencia. Acercó la lámpara de la mesita a la ventana y, accionando el interruptor, lanzó a la noche un SOS.
Nicolás estaba con Dulce María y su hijo de tres años en el balcón, encendiendo la mecha de un cohete, cuando se fijó en las señales parpadeantes. Las interpretó como otra modalidad del festejo y en cuanto tuvo las manos libres se unió a ellas con una linterna de pilas.
Otros vecinos siguieron su ejemplo. En cuestión de segundos las fachadas se llenaron de luces que se apagaban y se encendían, y la calle se convirtió en una gran antorcha, un sobrecogedor firmamento improvisado que refulgía de emoción por la llegada del Año Nuevo.


RUBÉN ABELLA, Los ojos de los peces, Menoscuarto, Palencia, 2010, pp. 133-134.

jueves, 30 de diciembre de 2010

[EL DARDO DE UN CIPRÉS...], Rafael Coloma

El dardo de un ciprés
vacía los ojos de la luna.


(En Nunca Jamás todos están ciegos)


RAFAEL COLOMA, El límite de los espejos, Brosquil, Valencia, p. 27.

miércoles, 29 de diciembre de 2010

SANGRE DE NUESTRA SANGRE, Sergi Pàmies

SANGRE DE NUESTRA SANGRE

Después de muchos años sin fumar, el padre enciende un cigarrillo. Lo dejó cuando nació su hija y, desde entonces, ha estado demasiado ocupado para echarlo de menos. El humo le abrasa los pulmones con una niebla áspera que, en lugar de combatir, él reactiva con caladas compulsivas. Hace un rato, su hija le ha explicado las razones de tanto tiempo de silencio, mal humor, problemas, insomnio y discusiones: no soporta ser la única chica del instituto con padres no separados y les ha pedido, por favor, que se separen. “Quiero ser normal”, les ha dicho poco antes de salir de la habitación con lágrimas en los ojos.

El padre y la madre no dan crédito a lo que acaba de ocurrir. Sentados en el sofá, y pese a que ya ha transcurrido un cuarto de hora desde que su hija se ha marchado, siguen sin reaccionar. Sus pensamientos respectivos se han unido a través de un silencio que contiene los recuerdos que la memoria común les permite compartir. Ninguno de los dos quiso delegar en el otro la misión de educarla y le hicieron frente con una firmeza y entusiasmo del que todavía se sienten orgullosos. De la infancia de la niña sólo recuerdan cosas buenas. Una hija única y con salud en una familia emocionalmente estable y económicamente situada era la combinación perfecta para no fracasar.

Tanto el padre como la madre pertenecen a la generación que aprendió a proyectar este tipo de cosas, con una previsión que tuvo en cuenta los días fértiles y una fecha de nacimiento adecuada para, una vez agotado el permiso por maternidad, empalmar con las vacaciones. Nada interrumpió un crecimiento convencional, con las incidencias previstas por los pediatras y ningún episodio de alarma o accidente. Previsores como eran, no se dejaron sorprender por el
anunciado distanciamiento posparto de la pareja. Fueron capaces de reservar el tiempo necesario para no aburrirse y no renunciaron al sexo ni a las aficiones, ni a las salidas con amigos.

La niña lo vivía con una colección de sonrisas inmortalizadas en veintitrés cintas de vídeo y diecisiete álbumes de fotografías. Ni la guardería ni los primeros años de escuela fueron conflictivos. Aunque no lo decían en voz alta, compadecían a los padres con hijos psicológicamente problemáticos o con retrasos académicos. Precisamente por eso, estuvieron muy atentos a la hora de evitar los excesos de protección y lo resolvieron con frecuentes visitas a casa de los primos y un trato continuado con los vecinos y compañeros de escuela. Con semejantes precedentes, nada hacía presagiar los dos últimos años que les ha tocado vivir.

La pilosidad de las axilas y en el pubis, cuando la niña tenía diez años, les hizo temer una precocidad aguda. De entrada, incluso llegaron a considerarlo una virtud. Ahora, en cambio, si pudieran articular palabra, tendrían que admitir que, ante la evidencia de una adolescencia prematura, reaccionaron como debían. Consultaron con el médico, que, como siempre, les dijo: “Tranquilos.” Igual que otras veces, observaron el fenómeno sin obsesionarse, como el síntoma de otras transformaciones inminentes. Las hubo, y muchas: la niña empezó a oler de otra forma, le salieron granos en la cara y, en poco tiempo, cambió de amigas y de vestuario.

Ninguno de los dos sabría decir en qué momento dejó de ser la niña y les provocó el dilema de si debían continuar llamándola así o por la versión abreviada de su nombre. Delante de ella, resultaba imposible llamarla niña, porque eso agravaba sus cambios de humor, cada vez más frecuentes. El padre no se conformó con lo que la madre repetía como una oración: paciencia, atención y amor. Él era paciente, le dedicaba toda la atención del mundo y la quería como nunca había querido a nadie, pero no soportaba no entender nada de la actitud de su hija. Habló con tutores, con profesores, con el director del instituto, que lo remitió a un especialista. La conversación, que tuvo lugar en un consultorio tétrico, resultó enriquecedora. La mutación de la niña, afirmó el especialista, era perfectamente lógica y estaba documentada por una experiencia ancestral y toda clase de diagnósticos y estudios científicos. Así pues, ningún motivo para preocuparse.

El padre no se quedó tranquilo. En casa, la niña era cada vez más insolente, de una rebeldía arbitraria, a menudo estúpida, y cualquier intento de castigo o de diálogo resultaba simétricamente estéril. A través de un socio de su empresa, contactó con un reputado neurólogo que le dio una conferencia sobre los últimos avances en materia de evolución mental de los adolescentes. Mientras el especialista hablaba, el padre tenía la impresión de que cada palabra, cada precisión avalada por la investigación, le alejaba más de su hija. El neurólogo le habló de saturación hormonal, de vulnerabilidad, de efervescencia, de evolución de los lóbulos y de un combate entre dopamina y melatonina, estrógenos y testosterona.

“Es la pubertad”, decían otros padres, y se encogían de hombros, como si, con un grado de inmadurez que lo sacaba de quicio, dieran la batalla por perdida. Ellos, en cambio, perseveraron. Cuando convenía dar un paso atrás, lo daban. Cuando convenía marcarla más de cerca, la marcaban. Al padre le dolía tener que admitir que había fracasado en una primera fase. Mejor dicho: estaba dispuesto a admitir la posibilidad del fracaso siempre y cuando tuviera una explicación. Ni la tensión de los peores momentos les desunió. Juntos como en el momento de concebirla y traerla al mundo, abortaron todas las tentaciones propias de esta fase de la existencia: el gusto por el riesgo, las malas compañías, la espiral de la droga, la anorexia, la bulimia, la huida sectaria.

En este largo proceso también tuvieron que ceder en algunas cosas, pero se trataba de cesiones irrelevantes: la decoración de su cuarto, un curso de inglés en Irlanda o un piercing, largamente negociado hasta lograr que no fuera ni en la boca ni en el ombligo. No podían prever que, después de tantos esfuerzos, el problema fuera que nunca habían pensado en separarse. Ahora tienen la mirada fija en la nube de humo que, procedente de los pulmones y de los cigarrillos del padre, ocupa la habitación. Sin decírselo, son conscientes de que ya no les quedan fuerzas. Se quieren. Tanto que ya no les hace falta decírselo. Por eso, cuando el padre termina el último cigarrillo del paquete, se levanta y se abrazan, todavía sin decir nada. “Hoy empezaré a buscar un piso para mí y hablaré con el abogado para que inicie los trámites”, dice él finalmente. Y ella, conmovida, le dice: “Voy a llamar a la niña para darle la noticia. Se va a poner muy contenta.”


SERGI PÀMIES, Si te comes un limón sin hacer muecas, Anagrama, Barcelona, 2007, pp. 43-48.

martes, 28 de diciembre de 2010

[UMBRÍO POR LA PENA...], Miguel Hernández



Umbrío por la pena, casi bruno,
porque la pena tizna cuando estalla,
donde yo no me hallo no se halla
hombre más apenado que ninguno.

Sobre la pena duermo solo y uno,
pena es mi paz y pena mi batalla,
perro que ni me deja ni se calla,
siempre a su dueño fiel, pero importuno.

Cardos y penas llevo por corona,
cardos y penas siembran sus leopardos
y no me dejan bueno hueso alguno.

No podrá con la pena mi persona
rodeada de penas y cardos:
¡cuánto penar para morirse uno!



Miguel Hernández. 25 poemas ilustrados, Kalandraka, Pontevedra, 2010.

MADRE MEDEA, Pilar Adón

MADRE MEDEA


Regresó a Madrid con diez carretes de fotografías, unos cuantos pañuelos del Soho, algún anillo, pantalones de diseño escocés, galletas, unas gafas de sol, una camiseta blanca con un dibujo invernal y el lema Snowing in London, libros comprados en Dillon's, frascos de mermelada, cajas de té, una maleta que le rompieron en el aeropuerto y por la que hizo una reclamación en la que tuvo que detallar todo lo que llevaba dentro, sellos, tazas, envoltorios de chocolatinas, papel de regalo, cinco cd's, revistas y un niño.

En aquella época se dedicaba a escribir e ilustrar libros de viajes en ¡os que incluía sus propias fotografías y, cuando el niño tenía casi un año de edad, decidió que con el dinero recibido por la última actualización de su guía de Londres junto con lo que sacara del alquiler de su antiguo piso, podría permitirse el traslado a otro piso más grande en un barrio en el que nadie preguntara nada y en el que nadie supiera quién era. Y así lo hizo. No se lo pensó dos veces, porque para realizar el plan que tenía en la cabeza debía estar sola con el niño, completamente sola. Los demás tienden a moralizar sobre temas que no comprenden Moralizan, dan consejos, opinan, consideran... Y su proyecto era ciertamente inmoral. Extraño. Socialmente reprobable, incluso. Por lo que debía mantener el secreto más absoluto para poder lograr una personalidad pura, completa y únicamente intelectual, libre de los perniciosos contactos directos con el resto de la humanidad.

Al cabo de unos años, la única relación que el niño Jason mantenía con el mundo se producía a través de ella, de los libros, la música y de algunos programas de televisión cuidadosamente seleccionados con anterioridad. Sólo se le permitía ver informativos, programas culturales y alguna película especialmente interesante. Como ella no veía ningún otro espacio, al niño no le resultó difícil amoldarse a las directrices de su madre, ya que se produjo en él un proceso de mimetización considerablemente más agudo del habitual. El niño no tuvo otro progenitor al que emular más que a Elena Ocampo. No tuvo profesores de los que adquirir pautas de conducta o hábitos. Tampoco jugó con otros niños, por lo que no conocía el afán de superación física que se adquiere cuando se pierde un partido de fútbol o no se gana en la competición de relevos, ni experimentó la mezcla de sensaciones amor—odio hacia los alumnos de cursos superiores que, en cierta forma, sustituyen la de otro modo absorbente figura de los padres. Por todo esto, Jason sólo imitaba a Elena Ocampo, y lo que ella hacía lo hacía también él de la manera más espontánea, porque era lo que había visto desde que nació: leía al poner la mesa y escuchaba música clásica mientras se lavaba los calcetines.

Naturalmente, el niño Jason poseía una cara extremadamente pálida y unos ademanes lentos, pesados y oscilantes. Nunca había recibido directamente la luz del sol y su actividad corporal se limitaba a caminar por la casa, tomar un libro de una estantería o levantarse para beber agua. Elena Ocampo pensaba que los ejercicios gimnásticos eran del todo inútiles porque lo único que lograban era extenuar el cuerpo hasta el límite de no permitir ninguna otra labor posterior y, como ella quería obtener un ser eminentemente culto, no podía permitirse perder el tiempo en la consecución de una adecuada masa muscular Así que el pequeño Jason estaba flaquito y bastante poco desarrollado físicamente para sus ocho años. Si alguien hubiera llegado a conocerle entonces, habría calculado que no pasaba de los cinco y, además, habría percibido inmediatamente un intenso parecido con Elena Ocampo en todos los aspectos: movimientos, gestos, voz, la forma de sostener los cubiertos al comer, los libros al leer, los cuadernos al escribir... Se podría decir que mantenían una relación casi teatral entre ambos: Elena actuaba, planeaba, interpretaba su papel de madre profesora, y Jason aprendía, reaccionaba e imitaba.

Ella sabía que si se llegaba a descubrir el innegable hecho de que su hijo Jason no iba ni había ido nunca al colegio, el asunto podría desembocar en tragedia. De una forma o de otra, lograrían arrastrar al pequeño hasta cualquier aula colmada de niños que irían vestidos todos con su misma ropa y que serían tratados de la misma manera, aunque no supieran en qué curso incluirle debido a su ni supieran en qué curso incluirle debido a su nivel académico —evidentemente muy superior a lo que era de esperar a su edad—, y aunque los profesores se encontraran desbordados por la incesante lluvia de incisivas preguntas que Jason formularía constantemente. Y, respecto a Elena Ocampo, quizá perdiera la custodia del niño. Quizá perdiera su trabajo... Pero también sabía que cualquier riesgo merecía la pena con tal de ver cómo Jason demostraba que una educación bien dirigida podía engendrar genios, quizá un tanto asociales, pero genios sin duda. La vida que se desarrollaba era sólo el consuelo inmediato para aquellos que no encontraban satisfacción en sí mismos y, entonces, debían buscarla en los demás. Elena Ocampo quería dirigir la creatividad del pequeño hasta elevarla por encima de prejuicios y, así, mostrarla auténtica.

La verdad era que ella siempre había querido alcanzar algún tipo de inmortalidad. Ahora trabajaba en la televisión. Era presentadora de un programa dedicado al turismo rural, y aquello suponía, en cierto modo, una forma de conseguir cierta permanencia, algo efímera quizá, aunque real. Pero lo había intentado muchas veces antes: había deseado apasionadamente creer en alguna religión, pero no lo consiguió. Quiso emigrar al Tíbet. Quiso conocer a Paul Bowles. Quiso inventar algún objeto revolucionario o descubrir algo que supusiese un enorme avance para la humanidad... Hasta que un día, en Londres, supo que estaba embarazada, y entonces dejó de buscar su propia eternidad para comenzar a proyectarla sobre aquel futuro niño que sería su hijo Jason. Ella se haría infinita mediante la grandeza de él. Y, con esta idea, emprendió la elaboración de un plan formativo único para el niño. Crearía un método educativo especial e infalible que incluiría, entre otras muchas medidas, la de ordenar a las enfermeras que durante el parto pusieran muy cerca de su cama y a un volumen bastante moderado música clásica para que el niño sintiera cierta continuidad entre lo que había estado escuchando durante meses dentro de ella y lo que continuaría escuchando una vez fuera. También lo hizo con la aspiración de reducir el impacto de la expulsión. Pronto comenzó a acunarle leyendo en voz alta obras de Gide, Proust, Tolstói o Woolf. Decoró su habitación con láminas, postales y fotografías de Modigliani, de Gauguin y de Monet. Y nada de comenzar a hablar con sonidos como ajo o mamá —ella siempre le exigió que la llamara Elena—, sino con palabras como latín, libro, comer o París. Al fin y al cabo, no había mucha diferencia entre la pronunciación de ajo y la pronunciación de sajón, o entre mamá y matin. Desde su punto de vista, enseñar como primera palabra algo tan simple como ajo era una desastrosa pérdida del potencial retentivo de una mente virgen.


Elena Ocampo se movía algo inquieta en el asiento trasero del taxi. El conductor dedujo que se trataba de impaciencia:
—No se preocupe, señorita. Ya pasamos el accidente. Mire ahí. Mire... Menudo golpe. Seguro que hay heridos... ¿No se lo decía? Si es que no me extraña. Con esta lluvia...
Ella se fijó en el bulto que estaba extendido en el suelo, inmóvil, y no dejó de mirarlo hasta que el taxi avanzó lo suficiente como para perderlo de vista. Aquellas luces rojas y aquellas luces azules. Aquellos hombres intentando ayudar a otros hombres. Hombres informando, redactando... Vendría una grúa, retirarían el coche, limpiarían los restos de sangre, harían desaparecer los cristales, y allí, después de todo, no habría sucedido nada. Un hombre muerto, quizá de treinta y cinco años, quizá soltero, quizá casado, quizá de profesión abogado o arquitecto o decorador... Elena Ocampo nunca había hablado de la muerte con su hijo, pero daba por hecho que los libros le habrían enseñado ya algo sobre eso. La muerte era una constante en la literatura. Un tema tan frecuente como el amor o la guerra. En los informativos generalmente no se hablaba de otra cosa e incluso en el arte había cientos de representaciones de seres muertos. Además, ella sabía que Jason ya tenía las nociones elementales porque más de una vez le había sorprendido imitando alguna escena violenta. Nada serio, en realidad. Un día le encontró bajo la luz del flexo de su dormitorio, con lágrimas inmensas rodándole por la cara y el brazo izquierdo bañado en sangre. Habían estado viendo una película bélica aquella misma tarde, después de comer. Elena se acercó a él y ambos estuvieron observando el fluido rojo durante un instante.
—¿Te duele? —preguntó ella.
—Un poco —dijo el niño temblando.
—Yo creo que lo que te pasa es que tienes miedo. Te asusta la sangre, ¿no?
Jason levantó la cabeza, miró a su madre y no contestó. Siguió temblando hasta que Elena Ocampo terminó de curarle la herida.

Al llegar a su calle salió del taxi y le dijo al conductor que se quedara el cambio. Una vez en el ascensor, empezó a buscar sus llaves. Las llevaba en algún lugar de su bolso, pero nunca las encontraba con facilidad dado el desorden que mantenía entre sus cosas más cotidianas. Salió del ascensor, recorrió el breve espacio que conducía a su casa y, cuando abrió la puerta, notó que, extrañamente, no se oía ninguna música. El niño no había salido a recibirla y Elena comenzó a llamarle. Al no recibir respuesta, recorrió la biblioteca, la cocina, el larguísimo pasillo, hasta que, por fin, le encontró en su propia habitación. Jason estaba pálido, pequeño y delgado, corno siempre, pero además tenía de nuevo las manos llenas de sangre e intentaba esconder una cuchilla manchada de un rojo opaco debajo de la butaca que ella reservaba para colocar los libros que estuviera leyendo. Esta vez se había herido una pierna, y Elena Ocampo le encontró aterrorizado, tratando de detener el flujo de sangre que rodaba lentamente hacia sus tobillos. Se acercó a él, observó el carácter de su herida y preguntó:
—¿Vas a hacer esto con mucha frecuencia? ¿Se va a convertir en una costumbre?
El niño no contestó, y Elena salió un instante de la habitación para volver poco después con unas gasas y agua oxigenada.
—Me gustaría que me lo dijeras para estar preparada y no llevarme estos sustos cada vez que llegue a casa. Si tienes previsto seguir lesionándote haz el favor de decírmelo ahora, porque te aseguro que no es nada agradable entrar y encontrarte lleno de sangre.
Su hijo Jason continuaba sin decir nada, temblando, Hizo algunos gestos de dolor cuando su madre volcó el frasco de agua oxigenada sobre su pierna, pero no se quejó y ella actuó con la mayor frialdad igualmente.
—Supongo que te estará escociendo, pero esto no es nada. Nada comparado con lo que te puede llegar a pasar si sigues experimentando con este tipo de cosas.
Dejó de curarle la herida, se puso de pie y tomó de una de las estanterías cuantos libros pudo abarcar con ambos brazos. Luego los dejó caer cerca del niño y, volviendo a arrodillarse junto a él, dijo:
—Si te empeñas en seguir hiriéndote, es posible que te mueras antes de lo esperado y entonces me parece que todo esto —Elena señaló el montón de libros desperdigados por el suelo— no va a servir de mucho.
El niño seguía temblando.
—Todo lo que has aprendido desaparecerá contigo y tanto esfuerzo no habrá servido absolutamente para nada.
—No me importa —dijo él en voz muy baja.
Elena empezó a curarle la herida otra vez.
—Así que no te importa...
—No...
—¿Y si te dijera que a mí sí, que a mí sí que me importa muchísimo? ¿Qué dirías entonces?—Esperó a que el niño dijera algo, pero su hijo no contestó—. ¿Es que te da igual que a mí sí me importe? Responde. —El niño continuaba en silencio, con la cabeza hundida entre los hombros, y ella empezó a acariciarle el pelo—. Yo quiero que seas el mejor, el más listo. Quiero que deslumbres a todo el mundo cuando salgas de casa.
El niño Jason levantó entonces la cabeza:
—Y yo no quiero que te quedes sola —murmuró.
Elena sonrió. No entendía qué quería decir, pero sonrió.
—Yo voy a estar contigo siempre, mi vida —le dijo.
—No quiero que te quedes sola si yo me muero.
—Pero es que tú no te vas a morir. Vas a estudiar y vas a aprender y vas a ser el chico más listo del mundo. Todos los demás sabrán quién eres y te admirarán y te tendrán envidia.
Ella sonreía confusa mientras miraba los ojos casi ausentes de su hijo, que había tomado la botella del agua oxigenada de sus manos y que ahora se echaba el líquido sobre la herida sin contemplaciones, sin miedos y sin temblores.
—Yo no quiero que te quedes sola...—repitió el niño Jason sin haber escuchado una sola palabra de lo que Elena Ocampo le había estado diciendo.
Y entonces ella abrió enormemente los ojos, y comprendió.


PILAR ADÓN, Viajes inocentes, Páginas de Espuma, Madrid, 2005, pp. 47-54.

domingo, 26 de diciembre de 2010

DIAMANTE NEGRO, Andrés Neuman


DIAMANTE NEGRO


El odio es un diamante color negro.
Lo aprieto y atraviesa la piel blanda.
Este diamante vale
tanto como la sangre que se lleva,
tanto como mi mano que se hiere.
La luz, la maravilla, la riqueza
tienen el mismo origen
que la materia innoble o el metal más impuro.
Alguien grita y no entiendo (¡abre la mano!)
alguien grita y aún no me amanece.
Traigo a casa la deuda de este odio,
un tesoro podrido con mi nombre.


ANDRÉS NEUMAN, Década (Poesía 1997-2007), Acantilado, Barcelona, 2008, p. 155.

sábado, 25 de diciembre de 2010

[CENICIENTAS], Rafael Coloma & James Finn Garner

CENICIENTA se tiraba al cartero
al chico de la pastelería
al repartidor del carbón
en fin
a todo aquel
que traspasase la puerta de servicio.

Su liviandad llegó a tal extremo
que el narrador le calzó un cuarenta y seis
y la expulsó del Cuento para siempre.

(Perrault declaró en el juicio:
"Cenicienta c'est moi".)


RAFAEL COLOMA, El límite de los espejos, Brosquil, Valencia, p. 59.

Cenicienta


Erase una vez una joven llamada Cenicienta cuya madre natural había muerto siendo ella muy niña. Pocos años después, su padre había contraído matrimonio con una viuda que tenía dos hijas mayores. La madre política de Cenicienta la trataba con notable crueldad, y sus hermanas políticas le hacían la vida sumamente dura, como si en ella tuvieran a una empleada personal sin derecho a salario.
Un día, les llegó una invitación. El príncipe proyectaba celebrar un baile de disfraces para conmemorar la explotación a la que sometía a los desposeídos y al campesinado marginal. A las hermanas políticas de Cenicienta les emocionó considerablemente verse invitadas a palacio, y comenzaron a planificar los costosos atavíos que habrían de emplear para alterar y esclavizar sus imágenes corporales naturales con vistas a emular modelos irreales de belleza femenina. (Especialmente irreales en su caso, dado que desde el punto de vista estético se hallaban lo bastante limitadas como para parar un tren.) La madre política de Cenicienta también planeaba asistir al baile, por lo que Cenicienta se vio obligada a trabajar como un perro (metáfora tan apropiada como desafortunadamente denigratoria de la especie canina).
Cuando llegó el día del baile. Cenicienta ayudó a su madre y hermanas políticas a ponerse sus vestidos. Se trataba de una tarea formidable: era como intentar apelmazar cuatro kilos y medio de carne animal no humana en un pellejo con capacidad para contener apenas la mitad. A continuación, vino la colosal intensificación cosmética, proceso que resulta preferible no describir aquí en absoluto. Al caer la tarde, la madre y hermanas políticas de Cenicienta la dejaron sola con órdenes de concluir sus labores caseras. Cenicienta se sintió apenada, pero se contentó con la idea de poder escuchar sus discos de canción protesta.
Súbitamente, surgió un destello de luz y Cenicienta pudo ver frente a ella a un hombre ataviado con holgadas prendas de algodón y un sombrero de ala ancha. Al principio, pensó que se trataba de un abogado del Sur o de un director de banda, pero el recién llegado no tardó en sacarla de su error.
-Hola, Cenicienta, soy el responsable de tu padrinazgo en el reino de las hadas o, si lo prefieres, tu representante sobrenatural privado. ¿Así que deseas asistir al baile, no es cierto? ¿Y ceñirte, con ello, al concepto masculino de belleza? ¿Apretujarte en un estrecho vestido que no hará sino cortarte la circulación? ¿Embutir los pies en unos zapatos de tacón alto que echarán a perder tu estructura ósea? ¿Pintarte el rostro con cosméticos y productos químicos de efectos previamente ensayados en animales no humanos? -Oh, sí, ya lo creo -repuso ella al instante. Su representante sobrenatural dejó escapar un profundo suspiro y decidió aplazar la educación política de la joven para otro día. Recurriendo a su magia, la envolvió de una hermosa y brillante luz y la transportó hasta el palacio.
Frente a sus puertas, podía verse aquella noche una interminable hilera de carruajes: aparentemente, a nadie se le había ocurrido compartir su vehículo con otras personas. Y llegó Cenicienta en un pesado carruaje dorado que arrastraba con enorme esfuerzo un tiro de esclavos equinos. La joven iba vestida con una ajustada túnica fabricada con seda arrebatada a inocentes gusanos, y llevaba los cabellos adornados con perlas producto del saqueo de laboriosas ostras indefensas. Y en los pies, por arriesgado que ello pueda parecer, llevaba unos zapatos labrados en fino cristal.
Al entrar Cenicienta en el salón de baile, todas las cabezas se volvieron hacia ella. Los hombres admiraron y codiciaron a aquella mujer que tan perfectamente había sabido satisfacer la estética de muñeca Barbie que unos y otros aplicaban a su concepto de atractivo femenino. Las mujeres, por su parte, adiestradas desde su más tierna edad en el desprecio de sus propios cuerpos, contemplaron a Cenicienta con envidia y rencor. Ni siquiera su propia madre y hermanas políticas, consumidas por los celos, fueron capaces de reconocerla.
Cenicienta no tardó en captar la mirada errante del príncipe, quien se encontraba en aquel momento ocupado discutiendo acerca de torneos y peleas de osos con sus amigóles. Al verla, el príncipe se sintió temporalmente incapaz de hablar con la misma libertad que la generalidad de la población. «He aquí -pensó-, una mujer a la que podría convertir en mi princesa e impregnar con la progenie de mis perfectos genes, lo que me convertiría en la envidia del resto de los príncipes en varios kilómetros a la redonda. ¡Y encima es rubia!»
El príncipe se dispuso a atravesar el salón de baile en dirección a su presa. Sus amigos siguieron sus pasos en pos de Cenicienta, y todos aquellos varones presentes en la sala que contaban menos de setenta años de edad y no estaban ocupados sirviendo copas hicieron lo propio.

Cenicienta, orgullosa de la conmoción que estaba causando, avanzaba con la cabeza alta, adoptando el porte propio de una mujer de elevada condición social. Pronto, sin embargo, resultó evidente que dicha conmoción se estaba convirtiendo en algo desagradable o, al menos, susceptible de producir disfunción social.
El príncipe había declarado de modo inequívoco a sus amigos que tenía intención de «poseer» a aquella Joven mujer. Su determinación, no obstante, había Irritado a sus compañeros, ya que también ellos la codiciaban y pretendían poseerla. Los hombres comenzaron a gritarse y empujarse unos a otros. El mejor amigo del príncipe, un duque tan robusto como cerebralmente constreñido, le detuvo a medio camino de la pista de baile e insistió en que él sería quien consiguiera a Cenicienta. La respuesta del príncipe consistió en un rápido puntapié en la Ingle, lo que dejó al duque temporalmente inactivo. El príncipe, sin embargo, se vio inmovilizado por otros varones sexualmente enloquecidos y desapareció bajo una montaña de animales humanos.
Las mujeres contemplaban la escena, espantadas ante aquella depravada exhibición de testosterona, pero, por más que lo intentaron, se vieron incapaces de separar a los combatientes. A sus ojos, parecía que no era otra que Cenicienta la causa del problema,
por lo que la rodearon dando muestras de una nada fraternal hostilidad. Ella trató de escapar, pero sus incómodos zapatos de cristal lo hacían casi imposible. Afortunadamente para ella, ninguna de sus rivales había acudido mejor calzada.
El estruendo creció hasta el punto de que nadie oyó que el reloj de la torre estaba dando las doce. Al sonar la última campanada, la hermosa túnica y los zapatos de Cenicienta se esfumaron y la joven se vio nuevamente ataviada con sus viejos harapos de campesina. Su madre y hermanas políticas la reconocieron de Inmediato, pero guardaron silencio para evitar una situación embarazosa.
Ante aquella mágica transformación, todas las mujeres enmudecieron. Liberada del estorbo de su túnica y de sus zapatos, Cenicienta suspiró, se estiró y se rascó los costados. A continuación, sonrió, cerró los ojos y dijo:
-Y ahora, hermanas, podéis matarme si así lo deseáis, pero al menos moriré contenta.
Las mujeres que la rodeaban volvieron a experimentar una sensación de envidia, pero esta vez enfocaron la situación desde una perspectiva diferente: en lugar de perseguir venganza, comenzaron desprenderse de los corpiños, corsés, zapatos y demás prendas que las limitaban. Inmediatamente, empezaron a bailar a saltar y a gritar de alegría, pues se sentían al fin cómodas con su prendas interiores y sus pies descalzos.
De haber distraído los varones la mirada de su machista orgía de destrucción, habrían podido ver a numerosas mujeres ataviadas tal y como normalmente acuden al tocador. Sin embargo, no cesaron de golpearse, aporrearse, patearse y arañarse hasta perecer todos, desde el primero hasta el último.
Las mujeres chasquearon los labios, sin experimentar remordimiento alguno. El palacio y el reino habían pasado a ser suyos. Su primer acto oficial consistió en vestir a los hombres con sus propios vestidos y afirmar ante los medios de comunicación que los disturbios habían surgido cuando algunas personas amenazaron con revelar la tendencia del príncipe y de sus amigos al travestismo. El segundo fue fundar una cooperativa textil destinada únicamente a la producción de prendas femeninas confortables y prácticas. A continuación, colgaron un cartel en el castillo anunciando la venta de CeniPrendas (pues así se denominaba la nueva línea de vestido) y, gracias a su actitud emprendedora y a sus hábiles sistemas de comercialización, todas -incluidas la madre y hermanas políticas de Cenicienta- vivieron felices para siempre.


James Finn Garner “Cuentos infantiles políticamente correctos”. Circe, Barcelona,1998.

viernes, 24 de diciembre de 2010

TANGO DEL LOBO, Eugenio Mandrini


TANGO DEL LOBO

Primero faltó a la cita la niña de la caperuza roja.
Después, un eclipse oscureció la luna y debió morderse el aullido.
Por último, la manada lo declaró nada feroz, por esas gotas de soledad que le apagaban los ojos, y fue desalojado del bosque.
Hoy lame zapatos en la ciudad y en invierno busca el abrigo del sol como una abuela.

EUGENIO MANDRINI


Velas al viento. Los microrrelatos de La nave de los locos, Cuadernos del Vigía, Granada, 2010, p. 73.

miércoles, 22 de diciembre de 2010

TODO FUE DICHO CIEN VECES, Boris Vian

TODO FUE DICHO CIEN VECES


Todo fue dicho cien veces
y mucho mejor que por mí.
Entonces cuando escribo versos
me divierto
me divierto
me divierto. Y me cago en vos.


BORIS VIAN, No me gustaría palmarla, Demipage, Madrid, 2009, pp. 62-63.

ILUSTRADOR: Rémi Saillard
TRADUCTOR: Damián Tavarovsky

ESPERANZA, Rubén Abella

ESPERANZA


Compraba lotería a diario pero no se lo decía a su esposo, no fuera a ser que le tocara.




RUBÉN ABELLA, Los ojos de los peces, Menoscuarto, Palencia, 2010, p. 152.

martes, 21 de diciembre de 2010

NADA ES CRUCIAL, Pablo Gutiérrez

PABLO GUTIÉRREZ, Nada es crucial, Lengua de Trapo, Madrid, 2010.

Pablo Gutiérrez. 32 años. Licenciado en periodismo. Actualmente ejerce la enseñanza (también en las aulas): profesor de literatura en Cádiz.
Publica su primera novela [Rosas, resto de alas] en el 2008. En el 2010 aparece esta novela magnífica con la que obtiene la atención de la crítica menos complaciente: es Premio Ojo Crítico de Narrativa de RNE. Además aparece seleccionado por la revista GRANTA como uno de los 22 mejores narradores menores de 35 en español.

Nada es crucial demuestra que en narrativa las historias (incluidos los dramas más naturalistas)
las sostiene el lenguaje. Acertadísima la constante renovación de los epítetos de los anónimos y despersonalizados personajes. Indudable hallazgo el del desvelamiento final del narrador. Por fin una sentencia del texto: "Cada uno escarba su manera de no dejarse comer por los gusanos" (p 194)





lunes, 20 de diciembre de 2010

INVIERNO, Rubén Abella

Invierno


Sonia pasó la noche en blanco, juntando el coraje para llevar su decisión a la práctica. Se levantó temprano, nerviosa pero resuelta. Mientras se arreglaba lamentó que fuera invierno, pues con tanto frío no podía ponerse el vestido de tirantes que tan bien le sentaba. Aun así optó por una falda corta, para lucir bien las piernas, aunque fuese enfundadas en las medias de lana, y una casaca ceñida que realzaba su figura. Luego respiró hondo y salió de casa.
El autobús pareció demorarse más que nunca. Cuando por fin llegó, Sonia se montó de un salto, picó el bonobús y buscó con ansiedad entre la gente. Él estaba arrellanado junto a la ventanilla, con el cuello del abrigo subido y la vista perdida en la calle. Justo detrás de él había un asiento vacío. Sonia lo ocupó y, temblando como una hoja, acercó la cara a su cabeza, cerró los ojos y susurró:
—Te parecerá una locura, porque no nos conocemos. Pero yo te quiero. Te quiero desde hace dos años, tres meses y un día. Desde la primera vez que te vi en este autobús. Te quiero con toda mi alma, tanto que sólo vivo cuando te veo, cuando te pienso, cuando te siento cerca. El resto del tiempo es un trámite. Vida muerta. No hace falta que hables. No es necesario que te vuelvas. Sólo quería que supieses que, en lo que a mí respecta, antes de ti no había nada.
El resto del trayecto transcurrió en silencio. Al llegar su parada él se levantó, se echó la mochila al hombro y se bajó del autobús con la calma de siempre. Fue entonces, mientras se alejaba, cuando Sonia se fijó en el cable que le trepaba por el costado, desde el walkman hasta la oreja.

RUBÉN ABELLA, Los ojos de los peces, Menoscuarto, Palencia, 2010, pp. 109-110.

ILUSTRACIÓN

viernes, 17 de diciembre de 2010

MADRE ATRÁS, Andrés Neuman

Madre atrás


Se entra en un hospital con un incendio de rencores y con ganas de dar gracias. Pero, para dar gracias, hace falta que alguien nos apague el incendio. Qué frágil es la furia. En cualquier momento podríamos gritar, golpear, escupirle a un extraño. Al mismo al que, dependiendo de su veredicto, dependiendo de si nos dice lo que necesitamos escuchar, de pronto admiraríamos, abrazaríamos, juraríamos lealtad. Y sería, hay que decirlo, un amor sincero.
Entré en el hospital sin pensar nada. O procurando pensar en no pensar. Sabía que el presente de mi madre, mi futuro, se jugaba en un lanzamiento de moneda. Y que esa moneda no estaba en mis manos y quizá tampoco en las de nadie, ni siquiera en las del médico. Siempre he pensado que la ausencia de Dios era una suerte que nos liberaba de un peso inconcebible y numerosas pleitesías. Pero, más de una vez, he echado en falta a Dios al entrar o salir de un hospital. Los hospitales multitudinarios, llenos de escalafones, pasillos, maquinarias y ceremonias de espera, son lo más parecido a una catedral que podemos pisar los descreídos.
Entré intentando no pensar porque temía que, si empezaba a acabaría rezando como un cínico. Le di un brazo a mi madre que tantas veces me había ofrecido el suyo cuando el mundo era enorme y mis piernas cortas, le di un brazo y sentí el temblor del suyo. ¿Es posible encogerse de la noche a la mañana?, ¿puede el alma de alguien comportarse como una esponja que, demasiado impregnada de temores, adquiere densidad y pierde volumen? Mi madre parecía mucho más baja, demasiado delgada y sin embargo más grávida que antes, más propensa al suelo. Su mano porosa se cerró sobre la mía: imaginé de pronto a un niño parecido a mí en una bañera, desnudo, expectante, apretando una esponja. Y quise decirle algo a mi madre, y no supe hablar.
La sencilla posibilidad de la muerte nos exprime de tal forma que seríamos capaces de perder cualquiera de nuestros principios. ¿Es eso necesariamente una debilidad? Quizá sea la última, remota fortaleza de la que disponemos: llegar adonde nunca sospechamos que llegaríamos. La cercanía de la muerte nos vuelve atentos, afines al mundo. Entonces despertamos y caemos en la cuenta de que todos militamos en el mismo precario bando. La primera noche que pasé con mi madre después de que la internaran, o después de que ella se internase en no sé qué zona de sí misma, noté que en la habitación reinaba una igualdad instintiva que jamás había visto fuera del hospital. Los familiares de los enfermos colaborábamos entre nosotros sin discutir, nos repartíamos las tareas, alternábamos las vigilias, nos prestábamos los abrigos, compartíamos el agua como un don trabajoso. ¿Era eso necesariamente un espejismo? ¿O se trataba de lo opuesto, de la máxima dosis de verdad que necesitan nuestras venas, nuestros ojos, nuestras manos para dar lo que pueden, para hacer lo que saben?
La noche en que ingresaron a mi madre confirmé una sospecha: que ciertos amores no pueden devolverse. Que por mucho que un hijo recompense a sus padres, si es que los recompensa, siempre habrá una deuda ahí, temblando de frío. Muchas veces he oído decir, yo mismo lo he dicho alguna vez, que nadie pide nacer. Esta seca obviedad suele esgrimirse para excusarnos de alguna responsabilidad que, llegados al mundo, nos correspondería. ¿Cómo somos tan cortos de coraje? Nacer por voluntad ajena nos compromete todavía más: alguien nos ha hecho un regalo. Un regalo que, como casi todos, no habíamos pedido. La única manera congruente de rechazar semejante dádiva sería suicidarse en el acto, sin emitir queja alguna. Pero nadie que acompañe a su madre renqueante, a su madre encogida a un hospital, pensará seriamente en quitarse la vida. Que es justo lo que ella me había regalado.
¿Qué mal tenía mi madre exactamente? No importa. Eso es lo de menos. Queda fuera de foco. Era un mal que la hacía caminar como una niña, aproximarse paso a paso a la criatura torpe y trastabillante que había sido al principio del tiempo. Confundía el den de sus dedos como en un juego indescifrable. Mezclaba palabras. No podía avanzar recto. Se doblaba como un árbol que duda de sus ramas.
Entramos en el hospital, no terminábamos de entrar nunca, aquel umbral era un país, una frontera dentro de una frontera, y entrábamos en el hospital, y alguien lanzó una moneda y la moneda cayó. Eso fue. Es tan elemental que la razón se extravía analizándolo. Un mal puede tener sus fases, sus antecedentes, sus causas. La caída de una moneda, en cambio, no tiene historia ni matices. Es un acontecimiento que se agota en sí mismo, que se resuelve solo. Por supuesto la memoria puede suspender la moneda, dilatar su ascenso, recrear sus diminutas vacilaciones durante la parábola. Pero esos ardides sólo serán posibles después de que haya caído. El movimiento original, el vuelo de la moneda, es un presente absoluto. Y nadie, esto ahora lo sé, nadie es capaz de especular mientras mira una moneda.
La esponja, dijo, pásame la esponja un poco más arriba, me dijo mi madre, sentada en la bañera de su habitación. Arriba, ahí, la esponja, me pidió, y me impresionó el esfuerzo que había tenido que hacer para pronunciar una frase en apariencia tan sencilla. Y yo le pasé la esponja por la espalda, hice círculos en los hombros, recorrí omoplatos, descendí por la columna, y antes de terminar escribí en su piel mojada la frase que no había sabido decirle antes, cuando cruzamos juntos la frontera.


ANDRÉS NEUMAN

Los mejores narradores jóvenes en español, Granta II, Octubre 2010, Duomo ediciones, pp. 117-119.

COSMOS, Joan Brossa & Chema Madoz


VIII / COSMOS



Dicen que se desconocen los papeles que juegan
los campos magnéticos en la formación de estrellas
y que tampoco conocen bastante las características
del polvo y el gas interestelares de los cuales
nacen la nueva generación de estrellas.



JOAN BROSSA & CHEMA MADOZ, Fotopoemario, La Fábrica Editorial, Madrid, 2003.

jueves, 16 de diciembre de 2010

TENTETIESO, Joan Brossa

TENTETIESO

Muñeco
que lleva un
peso en la base y que,
desviado de su posición
vertical, vuelve
a levantarse.

El pueblo.

JOAN BROSSA


ESCULTURAS: Juan Muñoz

lunes, 13 de diciembre de 2010

HALLELUJAH POR ENRIQUE MORENTE


ALELUYA

He oído que existe un acorde secreto
que David solía tocar, y que agradaba al Señor.
Pero tú realmente no le das mucha
importancia a la música, ¿verdad?
Era algo así como la cuarta, la quinta
cae la menor y sube la mayor.
El rey, confundido, componiendo un aleluya.

Aleluya…

Tu fé era fuerte, pero necesitabas una prueba.
La viste bañarse en el tejado.
Su belleza, y el brillo de la luna, te superaron.
Te ató a la silla de su cocina.
Rompió tu trono, y cortó tu pelo.
Y de tus labios arrancó un aleluya.

Aleluya…

Dices que tomé su nombre en vano.
No conozco siquiera su nombre.
Pero si lo hice, bueno, realmente, ¿qué significa para tí?
Hay un resplandor de luz
en cada palabra.
No importa la que hayas oído.
La sagrada o la rota. Aleluya.

Aleluya…

Hice lo mejor posible, no fue mucho.
No podía sentir, así que intenté tocar.
Dije la verdad, no te tomé el pelo.
Y aún así
todo salió mal.
Permaneceré ante la oración del Señor,
sin nada en mi lengua más que el aleluya.

Aleluya…

Leonard Cohen

ENRIQUE MORENTE (1943-2010), & LAGARTIJA NICK, Omega, Madrid, El Europeo, 1996.

viernes, 10 de diciembre de 2010

[SOY VENDEDOR DE LOTERÍA...], Max Aub

SOY VENDEDOR de lotería: es una profesión tan decente como otra cualquiera. Estaba seguro de que aquel 18.327 iba a salir premiado. Corazonadas que tiene uno. Se lo ofrecí a aquel joven bien vestido que estaba parado en la esquina. Entre otras cosas, era mi obligación. Se mostró interesado en los números que le enseñaba. Es decir, que me dio pie. Le ofrecí el 18.327. Se negó suavemente. Esa no es manera. Cuando no se quiere algo se dice de una vez. Yo insistí: era mi deber. ¿O no? Sonrió, incrédulo, como si estuviese seguro de que aquel número no había de salir premiado. Si yo hubiese creído que lo que quería era no comprar, no hubiera pasado nada. Pero cuando uno se interesa ya contrae una obligación. Se aglomeró la gente. ¿Qué iban a pensar de mí? Era un insulto. Traté de defenderme. Siempre llevo una navajita, por lo que pueda pasar. La verdad es que aquel billete no salió premiado, pero sí con reintegro. No hubiera perdido nada: el 7 es un buen número final.


MAX AUB, Crímenes ejemplares, Media Vaca, Valencia, 2001.

miércoles, 8 de diciembre de 2010

YO AMABA EL INVIERNO, Mahmud Darwix

YO AMABA EL INVIERNO


En el pasado me inclinaba reverencial ante el invierno,
y escuchaba a mi cuerpo. Lluvia, lluvia, como una carta
de amor vertida con lujuria por el cielo procaz.
Invierno. Llamada. Eco hambriento de un abrazo de mujer.
Viento de lejos visible a lomos de una yegua cargada
de nubes.., blanca blanca. Amaba
el invierno, ¡me encaminaba alegre y contento
a mi cita en el húmedo universo acuoso. Con su largo pelo,
hijo del trigo y los castaños, ini chica secaba mi pelo corto.
Y no paraba de canturrear: El invierno y yo te amamos: anda,
¡quédate con nosotros! Y calentaba mi pecho
con dos tibias crías de gacela. Amaba
el invierno, lo escuchaba gota a gota.
Lluvia, lluvia, llamada nupcial para el amante:
¡Que llueva fuerte sobre mi cuerpo!... No había en
el invierno lágrimas que augurasen el final de la vida.
Era el principio, era la esperanza. ¿Y qué he de hacer
ahora, ahora que la vida se me cae como el pelo,
qué haré este invierno?


MAHMUD DARWIX, Como la flor del almendro o allende, Pre-Textos, Valencia, 2009, p. 59

martes, 7 de diciembre de 2010

SENSACIÓN EN EL CAMPO DE DICIEMBRE, Antonio Cabrera

SENSACIÓN EN EL CAMPO DE DICIEMBRE


Como una efinge torpe contribuyo
a la victoria
de lo que se me opone,

el tapiz que han trenzado
lo leñoso y lo húmedo.

No arde el pecho
ni urgen los martillos
del consuelo.

De la putrefacción, la perezosa,
nada se salva.
Está mordiendo dentro
de esta mañana vítrea
como si convocara porvenir
en el presente.

La turba que será
se desentierra hoy.


ANTONIO CABRERA, Piedras al agua, Tusquets, Barcelona, 2010, página 99.

FOTOGRAFÍA: Miguel Suárez

domingo, 5 de diciembre de 2010

TALES REVISITED, Ginés S. Cutillas


Tales revisited

Come writers and critics
Who prophesize with your pen
And keep your eyes wide
The chance won't come again
And don‘t speak too soon
For the wheel’s still in spin.

BOB DYLAN
The times they are a-changin’

A la hora de comer, se reunieron los siete en asamblea extraordinaria y procedieron a la votación: aquella misma tarde, Blancanieves bajaría a la mina.

Blowin’ in the wind

Los dos cerditos, aún con las pajitas largas en la mano, se abrazaban felicitándose por la resolución del conflicto.

It’s all over now, baby blue

Gretel, hambrienta, convenció a la bruja para que le diera un poco.

Just like a woman

A la pregunta del escudero de por qué no besaba a la Bella Durmiente, el príncipe, bajando la mirada, respondió: «¿De verdad no lo sabes?».

You ain’t goin’ nowhere

¿Y yo por qué no puedo ir contigo al congreso de monstruos? —preguntó Bella—. No te avergonzarás de mí... ¿Verdad?

Don’t think twice, it’s all right

Si la cirugía adelanta el proceso —pensó el patito—, ¿para qué esperar?

It hurts me too

Gepetto se quedó sin leña para el frío invierno.

Knockin’ on heaven’s door

Exhaustos, todavía jadeando, acordaron la siguiente fantasía: ahora ella haría de lobo y él de jovencita ingenua.

Like a rolling stone

Al amanecer, la harapienta Cenicienta seguía baiando en la discoteca como una posesa.

Baby stop crying

El capitán Ahab no conseguió hacerle entender a la Sirenita, antes de que muriera, el concepto de «daño colateral».

Mr. Tambourine Man

El músico de Hamelin no encontró la flauta y usó los timbales. Todos los elefantes abandonaron la ciudad.

The man in me

¡Mírela, señoría! —exclamó Peter señalando a la sollozante Wendy—. ¿Acaso no hubiera hecho usted lo mismo? ¿No le hubiera cortado la mano también a ese repugnante pirata?

Simple twist of fate

La multinacional despidió a la torpe lechera. El quinto cántaro lo llevaría la equilibrista.

I shall be free

—¿Y cuánto decís que me vais a pagar?—pregunto ofendida la cigarra a las hormigas.


GINÉS S. CUTILLAS, Un koala en el armario, Cuadernos del Vigía, Granada, 2010, pp. 85-88.

jueves, 2 de diciembre de 2010

UN MAR DE LÁGRIMAS, Carlos Marzal


UN MAR DE LÁGRIMAS


Sufrirás. Ya has sufrido.
Tal vez estés sufriendo.
Y aunque sepas por qué (si es que lo sabes),
ese conocimiento no será tu consuelo.

El adiós a los tuyos; el azar,
implacable; la incógnita del cielo,
todo lo que se pierde
hechos y vida abajo, tiempo abajo,
o también vida arriba, hacia lo que te espera,
todo, configura el sabor de tus lágrimas,
un sabor sin sabor, ya que no lo comparte
quien te ha visto sufrir
—no puede compartirlo—,
un sabor que no entiendes,
un cúmulo de lágrimas que trazan,
no sé dónde,
un mar por el que bogan,
y no sé para qué,
inútiles por siempre, inconsolables,
quién sabe desde cuándo,
su alma,
tu alma
y la mía.


Carlos Marzal, Los paises nocturnos, Tusquets, Barcelona, 1996, p. 95.

miércoles, 1 de diciembre de 2010

LA CULTA DAMA, José de la Colina


La culta dama

Le pregunté a la culta dama si conocía el cuento de Augusto Monterroso titulado "El dinosaurio".
-Ah, es una delicia- me respondió- ya estoy leyéndolo.


JOSÉ DE LA COLINA


Velas al viento. Los microrrelatos de La nave de los locos, Cuadernos del Vigía, Granada, 2010, p. 64.

CUADRO: EVA GONZALES

lunes, 29 de noviembre de 2010

LOS ANIMALES EN EL ARCA, Marco Denevi

LOS ANIMALES EN EL ARCA

Sí, Noé cumplió la orden divina y embarcó en el arca un macho y una hembra de cada especie animal. Pero durante los cuarenta días y las cuarenta noches del diluvio ¿qué sucedió? Las bestias ¿resistieron las tentaciones de la convivencia y del encierro forzoso? Los animales salvajes, las fieras de los bosques y de los desiertos ¿se sometieron a las reglas de la urbanidad? La compañía, dentro del mismo barco, de las eternas víctimas y de los eternos victimarios ¿no desataría ningún crimen? Estoy viendo al león, al oso y a la víbora mandar al otro mundo, de un zarpazo o de una mordedura, a un pobre animalito indefenso. ¿Y quiénes serían los más indefensos sino los más hermosos? Porque los hermosos no tienen otra protección que su belleza. ¿De qué les serviría la belleza en un navío colmado de pasajeros de todas clases, todos asustados y malhumorados, muchos de ellos asesinos profesionales, individuos de mal carácter y sujetos de avería? Sólo se salvarían los de piel más dura, los de carne menos apetecible, los erizados de púas, de cuernos, de garras y de picos, los que alojan el veneno, los que se ocultan en la sombra, los más feos y los más fuertes. Cuando al cabo del diluvio Noé descendió a tierra, repobló el mundo con los sobrevivientes. Pero las criaturas más hermosas, las más delicadas y gratuitas, los puros lujos con que Dios, en la embriaguez de la Creación, había adornado el planeta, aquellas criaturas al lado de las cuales el pavorreal y la gacela son horribles mamarrachos y la liebre una fiera sanguinaria, ay, aquellas criaturas no descendieron del arca de Noé.


Marco Denevi, Falsificaciones, Eudeba, Buenos Aires, 1966.

CUADRO: Eduard Hicks

domingo, 28 de noviembre de 2010

AÚN, Antonio Gamoneda




AÚN

Amé. Es incomprensible como el temblor de los árboles.
Ahora estoy extraviado en la luz pero yo sé que amé.
Yo vivía en un ser y su sangre se deslizaba por mis venas y
la música me envolvía y yo mismo era música.
Ahora,
¿quién es ciego en mis ojos?


Unas manos pasaban sobre mi rostro y envejecían dulcemente. ¿Qué
fue existir entre cuerdas y olvidos?
¿Quién fui en los brazos de mi madre, quién fui en mi propio corazón?

Es extraño: solamente he aprendido a desconocer y olvidar. Es extraño:

todavía el amor
habita en el olvido.

Antonio Gamoneda, Extravío en la luz, Casariego, Madrid, 2008, páginas 42 y 43.

GRABADO: Juan Carlos Mestre

sábado, 27 de noviembre de 2010

DINOMONTESAURIOS, Augusto Monterroso, Pablo Urbanyi, Jaime Muñoz Vargas, José María Merino e Isabel Mellado


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Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.

Augusto Monterroso
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El dinosaurio
Cuando despertó, suspiró aliviado: el dinosaurio ya no estaba allí.
Pablo Urbanyi
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El corrector
Cuando enmendó, la herrata todavía estaba allí.
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El descarado
Cuando plagió, el copyright todavía estaba allí.
Jaime Muñoz Vargas
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Cien
Al despertar, Augusto Monterroso se había convertido en un dinosaurio. “Te noto mala cara”, le dijo Gregorio Samsa, que también estaba en la cocina.
José María Merino
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Me desperté sin dinosaurio y sin ti. Soy una cucaracha.
Isabel Mellado

ILUSTRACIÓN: Augusto Monterroso

DESVÍO POR OBRAS: David Lagmanovich. La extrema brevedad: microrrelatos de una y dos líneas.

jueves, 25 de noviembre de 2010

DINOSAURIOS, Augusto Monterroso, Raúl Brasca, Eduardo Berti y Fabián Vique

Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.

Augusto Monterroso

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LOS DINOSAURIOS, EL DINOSAURIO

Cada soñador (¿o habría que decir durmiente?) tiene su dinosaurio, aunque lo común es que no lo encuentre al despertar. Soñadores impacientes despiertan siempre antes de que sus dinosaurios lleguen, y dinosaurios impacientes se van antes de que sus soñadores despierten. Lo admirable del cuento de Monterroso consiste en presentar el único caso en el que el tiempo del soñador coincidió con la paciencia de su dinosaurio y la impaciencia de un considerable número de lectores.
Raúl Brasca
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OTRO DINOSAURIO

Cuando el dinosaurio despertó, los dioses todavía estaban allí, inventando a la carrera el resto del mundo.

Eduardo Berti
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EL DINOSAURIO EDUCADO

Cuando despertó, el dinosaurio le dijo: "Buenos días".

martes, 23 de noviembre de 2010

LOS BLOQUES, Hipólito G. Navarro


LOS BLOQUES

Los del piso de arriba están ya a punto de echarlo su casa -se la tienen sentenciada desde hace meses: taconeos, portazos, lo peor las incomprensibles bolas rodadoras de madrugada- cuando se pone en venta el piso que pisa a los vecinos de arriba. Lo compra. Le va a dar la vuelta a la tortilla. Lo primero es comprar la bolsa de canicas. Por asociación de ideas o de recuerdos, comprar también un trompo. Minutos después se ve adquiriendo el álbum y los sobres de cromos. Dos bolsitas de chuches surtidas. Y ya en otra tienda, se comprende, le viene su nombre en inglés, Peter, y compra el apellido: cincó vienas y dos bollos, ciento setenta, y mira la manera mejor de esconder las monedas de la vuelta a ese tipo que salió de casa hecho una furia a comprar los artilugios para vengarse de unos vecinos que ahora se acuerda y se frota las manos quedan debajo y se van a enterar, vaya lapsus.

HIPÓLITO G. NAVARRO, Los últimos percances, Seix Barral, Barcelona, 2005, p. 316.


ILUSTRACIÓN: Ibáñez

miércoles, 17 de noviembre de 2010

EL DINOSAURIO, Augusto Monterroso, Homburg, Hipólito G. Navarro, Frank Arbelo & Lauro Zavala

Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.

Augusto Monterroso

De non ser polo dinosaurio chegaba tarde outra vez ó choio. Cada día durmo máis.

El Dinosaurio

El dinosaurio estaba ya hasta las narices.
Hipólito G. Navarro

El dinosaurio» de Augusto Monterroso es uno de los textos más estudiados, citados, glosados y parodiados en la historia de la palabra escrita, a pesar de tener una extensión de exactamente siete palabras.
«El dinosaurio» ha merecido ser incluido en al menos una docena de antologías publicadas en Argentina, Chile, España, Italia y México(1), y también ha sido traducido a varios idiomas(2). Este texto ha suscitado una gran diversidad de aproximaciones durante los años recientes, ya sea como motivo literario o bien como motivo de estudio, e incluso como motivo de reflexión política. En este último sentido, la imagen del dinosaurio ha sido identificada en México con ese personaje indiferente y calculador que todos conocemos en la vida cotidiana, que vive del tráfico de influencias y que es una herencia de la cultura política más antigua y primitiva.
Como motivo literario, «El dinosaurio» ha sido objeto de variaciones y ensayos en los que el texto es tomado como referencia inicial para la creación de diversos juegos. Estas variaciones incluyen versiones poéticas, continuaciones del texto, metacuentos y otras variantes a partir del tema propuesto por Monterroso, así como argumentaciones para reconocer textos aún más breves, para adaptar el texto a la ópera o para reconocer su carácter de extrema elipsis. Como motivo de estudio, este texto ha sido analizado para estudiar su dimensión artística(3).
Pero ¿cuál es, en síntesis, la razón por la que este texto tiene tal persistencia en la memoria colectiva? Después de leer los trabajos dedicados a su estudio, podríamos señalar al menos diez elementos literarios:

1) la elección de un tiempo gramatical impecable (que crea una fuerte tensión narrativa) y la naturaleza temporal de casi todo el texto (cuatro de siete palabras),
2) una equilibrada estructura sintáctica (alternando tres adverbios y dos verbos),
3) el valor metafórico, subtextual, alegórico, de una especie real pero extinguida (los dinosaurios) y la fuerza evocativa del sueño (elidido),
4) la ambigüedad semántica (¿quién despertó? ¿dónde es allí?),
5) la pertenencia simultánea al género fantástico (uno de los más imaginativos), al género de terror (uno de los más ancestrales) y al género policiaco (a la manera de una adivinanza),
6) la posibilidad de partir de este minitexto para la elaboración de un cuento de extensión convencional (al inicio o al final),
7) la presencia de una cadencia casi poética (contiene un endecasílabo); una estructura gramatical maleable (ante cualquier aforismo),
8) la posibilidad de ser leído indistintamente como minicuento (convencional y cerrado) o como micro-relato (moderno o posmoderno, con más de una interpretación posible),
9) la condensación de varios elementos cinematográficos (elipsis, sueño, terror) y,
10) la riqueza de sus resonancias alegóricas (kafkianas, apocalípticas o políticas).

Estas razones muestran que los lectores tenemos aún la posibilidad de realizar múltiples lecturas de «El dinosaurio» y seguir tomándolo como motivo literario y como motivo de estudio, pues ése es el privilegio y en eso consiste la placentera responsabilidad de la lectura literaria.
Lauro Zavala
NOTAS


Lauro Zavala nos cede fragmentos del prólogo para El dinosaurio anotado. Edición crítica de «El dinosaurio» de Augusto Monterroso, México, Alfaguara Juvenil / Universidad Autónoma Metropolitana, Xochimilco, 2002.

(1). En orden cronológico, éstas son las antologías que han incluido «El dinosaurio»: Antología de cuentos hispanoamericanos, Santiago de Chile, Imprenta Universitaria, 1972 (Mario Rodríguez Fernández, ed.); Zoo en cuarta dimensión, México, Samo, 1973; El humor más negro que hay, Buenos Aires, 1973 (Rodolfo Alonso, ed.); Bestiarios y otras jaulas, Buenos Aires, Sudamericana, 1977 (Martha Paley de Fracescato, ed.); El libro de la imaginación (Sección «Algunos sueños»), México, 1979 (Edmundo Valadés, ed.); Brevísima relación (Sección «De extraños sucesos»), Santiago de Chile, El Mosquito Editores, 1990 (Juan Armando Epple, ed.); Antología del cuento fantástico hispanoamericano, siglo XX, Santiago de Chile, Imprenta Universitaria, 1990 (Óscar Hahn, ed.); Antología de la narrativa mexicana del siglo XX, México, Fondo de Cultura Económica, vol. 1, 1991 (Christopher Domínguez, ed.); La mano de la hormiga. Los cuentos más breves del mundo y de las literaturas hispánicas (contraportada), Madrid, Fugaz Ediciones / Alcalá, Ediciones de la Universidad de Alcalá de Henares, 1991 (Antonio Fernández Ferrer, ed.); I racconti piú brevi del mondo, Roma, Edizioni Fahrenheit 451, 1993 (Gianni Toti, ed.); Breve manual para reconocer minicuentos. México, Universidad Autónoma Metropolitana, Azcapotzalco, 1997 (Violeta Rojo, ed.); Relatos vertiginosos. Antología de cuentos mínimos, México, Alfaguara, 2000 (Sección “El dinosaurio”) (Lauro Zavala, ed.). Volver al texto

(2). Éstas son las traducciones al francés y al italiano de Obras completas (y otros cuentos), donde se incluye «El dinosaurio»: Opere complete (e altri racconti), Zanzibar, Milán, 1992 (trad., Hado Lyria); Oeuvres complètes (et autres contes), Editions Patiño, Genève, Suisse, 2000 (trad. Claude Couffon); Oeuvres complètes et autres nouvelles, Editions Actes Sud, Francia, en prensa (trad. Françoise Campo). Por otra parte, Gianni Toti también tradujo «El dinosaurio» al italiano en su antología I racconti piú brevi del mondo, Roma, Edizioni Fahrenheit 451, 1991: «Quando si svegliò, il dinosaurio era ancora lì» (p. 13). Volver al texto

(3). A continuación señalo los principales estudios críticos acerca de «El dinosaurio»: el primero de ellos forma parte del estudio de Will Corral sobre las estrategias paradójicas en la escritura de Monterroso (en el capítulo «Recorrido generativo para la lectura del texto desplazado» en Lector, sociedad y género en Monterroso. Xalapa, Universidad Veracruzana, 1985, pp. 88-90). El trabajo de la especialista argentina Laura Pollastri demuestra cómo este texto es mucho más de lo que parece a primera vista gracias a su rigurosa estructura gramatical («Una casi inexistente latitud» en Revista de Lengua y Literatura, Universidad Nacional del Comahue, Argentina, III, 6, noviembre 1989, 65-70). El español Antonio Fernández Ferrer ofrece muy amenos ejemplos sobre la literatura extremadamente breve en la tradición europea e hispanoamericana, y revela el origen de «El dinosaurio» según las declaraciones de Juan José Arreola («La mano de la hormiga» en La mano de la hormiga. Los cuentos más breves del mundo y de las literaturas hispánicas. Madrid, Fugaz Ediciones / Alcalá, Ediciones de la Universidad de Alcalá de Henares, 1990, pp. 7-13). Por otra parte, David Lagmanovich, otro experto argentino en minificción, señala las virtudes genéricas derivadas de su economía verbal («Regreso al dinosaurio» en Microrrelatos. Tucumán, Cuadernos de Norte y Sur, 1997, 48-52 ). Seidy Rojas nos recuerda las estrategias de la ironía inestable, donde la intención del autor es irrelevante pues sólo cuentan los sentidos que cada lectura proyecta sobre el texto («El único cabo suelto es la historia», fragmento de «Ironía e instabilidad: Reconstruir las historias de Augusto Monterroso» en La Colmena. Revista de la Universidad Autónoma del Estado de México, núm. 19, 1998). Por su parte, el investigador xalapeño José Luis Martínez Morales analiza detenidamente la función semántica y morfosintáctica de cada una de las siete palabras de «El dinosaurio», con lo cual nos encontramos ante el estudio más sistemático y erudito realizado hasta la fecha sobre el texto («Viaje al centro de un dinosaurio» en Cuento y figura. La ficción en México. Tlaxcala, Universidad Autónoma de Tlaxcala, Serie Destino Arbitrario, núm. 17, 1999, 107-120).
ILUSTRACIONES: Frank Arbelo.