domingo, 27 de septiembre de 2009

EL MONSTRUO DE LA LAGUNA VERDE, Fernando Iwasaki


EL MONSTRUO DE LA LAGUNA VERDE

Comenzó con un grano. Me lo reventé, pero al otro día tenía tres. Como no soporto los granos me los reventé también, pero al día siguiente ya eran diez. Y así continué mi labor de autodestrucción. En una semana mi cara era una cordillera de granos, pequeñas montañas nevadas de pus, minúsculos volcanes en podrida erupción. Los granos de los párpados no me dejaban ver y los que tenía dentro de la nariz me dolían al respirar. Pero seguí reventándolos con minuciosa obsesión. No me di cuenta de que me habían saltado a los dedos y a las palmas de las manos hasta que sentí ese dolor penetrante en las yemas. La infección se había esparcido por todo mi cuerpo y los granos crecían como hongos por mi espalda, las ingles y mi pubis. Si cerraba los brazos se reventaban los granos de mis axilas. Un día no pude más. Me miré al espejo por última vez y dejé sobre la mesa del comedor mi carné de identidad.
Después me perdí en la laguna.

&
NICOLE VÁZQUEZ

JAIME, Tim Burton




JAIME



Imprudentemente, Santa le trajo a Jaime un osito
de peluche, sin pensar que hacía unas cuantas semanas
sintió en la cara los dientes de un oso mascar.




TIM BURTON, La melancólica muerte de Chico Ostra, Anagrama, Barcelona, 1999, pp. 78-79.

sábado, 26 de septiembre de 2009

ENTRE EL CIELO Y EL INFIERNO, Albert Sánchez Piñol


Entre el cielo y el infierno



¿Qué se puede tener en una milmillonésima de segundo? En una milmillonésima de segundo se puede tener un recuerdo. Se puede tener un recuerdo triste. En una milmillonésima de segundo se puede tener una revelación: mientras nada bajo las aguas del Medi­terráneo, Enric Sanoi descubre que dedica su tiempo libre al submarinismo porque es un fracasado.
Es, en efecto, uno de los grandes artistas de la mediocridad humana. Cuando era un joven prome­tedor, Enric aspiraba a grandes hitos. Habría podido ser el inventor de la bombilla ecológica H1, que res­peta las mariposas como si fueran niños. O el inven­tor de la bomba atómica H2, que extermina a los niños como si fueran cucarachas. Habría podido ser el asesino que se presenta en el mercado y asesina a muchas mujeres, como Landrú, y hacerse famoso antes de que le ajusticiaran. O un militar que va a la guerra y asesina a muchos hombres, como Mambrú, y hacerse famoso después de que le condecoraran.
Pero no fue así. Cuando llegó a la edad adul­ta, y sin que se supieran los motivos, Enric renunció a los grandes hitos. Entró en la compañía de segu­ros, departamento de siniestros, y dejó de ser Enric para convertirse en Sanoi. Se ha pasado ahí los últi­mos treinta y cinco años, tramitando el expediente de su vida. A veces se dice a sí mismo que tiene una existencia feliz: mentira; nadie ha nacido para tramitar expedientes de seguros. La oficina no es un lugar celestial, tampoco es un lugar infernal; ha vivi­do treinta y cinco años recluido en un lugar que no es ni bueno ni malo: sólo es gris. Y, ahora, esta mil­millonésima de segundo le ha hecho ver que está vivo, pero que la suya es una existencia en suspenso, como la de los náufragos.
¿Qué es lo que no se puede tener en una mil­millonésima de segundo? En una milmillonésima de segundo no se puede tener miedo. Cuando el ofi­cinista submarinista oye aquel misterioso ruido suc­cionador no le da tiempo ni a volver la cabeza. Su cuerpo se zarandea como si estuviera en el interior de unas cataratas. Se aturde. Pero, cuando el horror empieza a ganar terreno, se hace el silencio.
El oficinista submarinista no reacciona, Le abruma una oscuridad líquida. Quiere nadar, no pue­de: sus brazos topan con las paredes estomacales, cón­cavas y sólidas, más duras que el acero. Escucha, y a través del traje de hombre rana, a través de la densi­dad del agua, le llega una especie de latido monótono y continuado, como el de un cuerpo gigante. («Dios mío», piensa Enric, «¡estoy dentro del monstruo!». Y se estremece. Pero es un estremecimiento pletórico. Enric Sanoi vive una felicidad muy parecida al éxta­sis. Porque este hombre que no es nada, que no es Landrú ni es Mambrú, resulta que al menos es un hombre engullido por una ballena, hecho extraordi­nario. La mar es inmensa; los seres humanos, mi­núsculos; y él, precisamente él, el hombre más banal del mundo, ha sido tragado por una ballena.
Maquina la mente del oficinista submarinista:
«Como prueba de mi gesta cortaré las amígdalas del cetáceo, que deben de ser como jamones, y huiré por el orificio anal». ¿Quién le negará la fama en cuanto se haya liberado de aquella cárcel de carne acuática? La historia no recuerda casos parecidos; en la oficina le mirarán como a una criatura única. La gente de la calle, cuando le vea pasar, dirá: «Fíjate, es él, Enric Sanoi, el hombre que estuvo dentro de una ballena». El oficinista submarinista piensa en todas esas cosas. Sí. Lo piensa. Pero ¿y si algún malicioso pregunta qué mierda de mérito tiene que se te trague una ballena despistada, seguramente una ballena ciega? ¿Y si le preguntan cuál es la diferencia exacta entre la panza oscura de una ballena y una oscura oficina de seguros? Censura tan feroz como oportuna. Y, pese a todo, de golpe y porrazo, Enric se responde a sí mismo que no hay crítica que importe. Él ha estado en el interior de una ballena, y nadie podrá refutar una verdad de prin­cipio: que una ballena le ha devorado cuando nadaba muy cerca de la superficie, que es una experiencia in­sólita, y que por una vez en la vida él es el protagonis­ta de su vida.
¿Qué nos puede pasar en una milmillonési­ma de segundo? Muchas cosas. En una milmilloné­sima de segundo podemos descubrir que nos he­mos enamorado. En una milmillonésima de segundo puede concluir un eclipse que ha durado mil años, o puede empezar un diluvio que inundará el mundo. Puede ser concebido un niño, un dios, un niño dios. En una milmillonésima de segundo el oficinista sub­marinista Enric Sanoi, que está ahí dentro, en el vien­tre de la ballena, puede descubrir una verdad supre­ma: que para creerse un gran hombre sólo es preciso creerse un gran hombre.
Pero en aquel momento, cuando vive la ple­nitud de una libertad de espíritu imposible, Enric Sanoi oye unos inesperados ruidos mecánicos, más o menos como si se abriera la puerta de un garaje. Y, de pronto, sin más protocolos, su cuerpo inicia una caída libre.
¿Qué se puede tener en una milmillonésima de segundo? Se puede tener una visión: te puedes ver a ti mismo cayendo, cayendo y cayendo. Te rodea una inmensa burbuja de agua. Y debajo de ti, allá abajo, puedes ver el espantoso paisaje de un bosque en llamas, un fuego infernal al que la fuerza de la gravedad te aproxima inexorablemente. Y encima de ti, allá arriba, perdiéndose entre las nubes, puedes ver la imponente figura del hidroavión antiincen­dios, que se siente infinitamente ligero tras haber liberado las cincuenta toneladas de agua que le ha robado al mar.
¿Qué se puede pensar y repensar en una mil­millonésima de segundo? Toda una vida, sobre todo cuando esta milmillonésima de segundo es la última de una existencia. Y mientras cae sobre un fuego fo­restal, ridículamente vestido de hombre rana, el ofici­nista submarinista concluye que la distancia entre la gloria y la vanagloria es ínfima y está hecha de humo.


ALBERT SÁNCHEZ PIÑOL, Trece tristes trances, Alfaguara, Madrid, 2009, pp. 77-80.

miércoles, 16 de septiembre de 2009

PLENILUNIO, Antonio Muñoz Molina


A imagen y semejanza


En el principio es la sospecha. Van llegando los datos que despejan las dudas iniciales. Y entonces es el asombro. Y un montón de preguntas que le voy a ahorrar al lector porque no dispongo de espacio y también porque posiblemente no tengan demasiado que ver con la literatura, que es lo que interesa, sino con otro tipo de cuestiones que últimamente, sin embargo, logran salpicarla y hasta herirla. Hoy ya casi no nos queda más remedio que soportar altas dosis costumbrista—la “aberración” es de Benet; estoy disculpada—, juveniles o no. Pero era impensable el retroceso hasta los albores de
la novela moral y educativa y quizás sentimental: obras dirigidas al corazón, portadoras de todos los valores institucionalizados, que mostraban un ejemplo útil, la virtud perseguida por el vicio, la culpa y el arrepentimiento, el pecado y el castigo, en un universo novelesco cerrado e integrador. De ahí mi asombro. Y sin embargo, leer. Seguir leyendo Plenilunio para ver si al fin aparece algo. Y sí, puede que sí. Quizás ocurre por primera vez en el capítulo 12, página 141. Porque hasta entonces al lector sólo se le ha ofrecido un abanico de personajes que, si bien muy diversos entre sí y correctamente contrastados, resultan demasiado conocidos por estar muchos de ellos trazados con regla y compás, es decir, reducidos a las medidas del clisé y del tópico más común.



A saber: un cura—obrero a quien ni siquiera su antigua correspondencia con Althousser —¡nada menos!— logra redimir
—entiéndase liberar en tanto que criatura novelesca, es decir, singularizar—, sobre todo porque del padre Orduña se escamotea lo que sin duda debió de haber sido su conflicto —el paso del falangismo militante en los paredones de fusilamiento al “compromiso” cristiano-comunista—, a pesar de las abundantes referencias que del pasado del personaje nos proporciona el narrador. Susana Grey es una maestra que desempeña su tarea con admirable abnegación, pero que tiene una vida personal hecha trizas, en parte debido a la traumática experiencia que su ex” —un desalmado de izquierdas, alfarero popular, por más señas, el cual, después de hacerle trasladarse a la provincia, la plantó dejándola con todo (hijo, hipoteca, letras del coche), y que incluso la había obligado a ver videos pornográficos en algunas reuniones de amigos (p. 139), pero no le había permitido casarse de blanco (p. 91)— le había infligido. Pues bien, esta Susana Grey, en tal situación, encuentra el amor de su vida en la persona de un policía maduro cuya esposa está ingresada en un sanatorio a resultas del mucho padecer que durante el anterior destino del marido en el País Vasco hubo ella de soportar. Huelga decir que en este personaje apenas se entra. Sí en el alma del policía, que empezó como confidente en la universidad durante los años de la represión franquista y que al final casi llega a mártir.

Tal es el personaje que completa la trinidad protagónica —si la medimos por la extensión narrativa que se le concede a cada uno de estos personajes— de Plenilunio, una novela en la que Antonio Muñoz Molina se aproxima a la ardiente actualidad y narra el enigma —elijo esta palabra por lo que en el libro hay de patrón de novela policíaca, de persecución y búsqueda— que se abre con el asesinato de una niña en una ciudad de provincias.

Con tan rabioso material se supone que el lector debe vibrar. Pero no. El lector acaba con una desganada sensación de déja-vu, sobre todo porque en este mundo narrativo al alcance de cualquier fortuna mental se reiteran una y otra vez los aspectos más conocidos del mismo, o se dilatan innecesariamente otros, o abundan las repeticiones innecesarias, sin cumplir una función estructural o estilística, sólo como machaconería cansina. Cuando cualquier español de hoy está familiarizado con esa materia que abunda en los telefilmes y en las crónicas de sucesos, ¿por qué volver tan minuciosamente sobre ella? ¿Quién no reconoce párrafos como éste:
“Asaltaban sin respeto a la gente con los micrófonos en la mano, montaban guardia frente al portal donde había vivido la niña, rodeaban a todas horas la puerta de la comisaría, una multitud erizada de micrófonos, de cámaras de vídeo…”, etc. (p. 43)? O el de la página 180, con Nieves Herrero galopando entre la multitud de voyeurs.

En literatura, tanta proximidad no es saludable. Arrastra demasiadas impurezas. Para que la realidad entre selectivamente en la obra, es preciso interponer un filtro que libre a ésta de las adherencias con que aquélla —lícita o ilícitamente— puede amenazarla.


Muñoz Molina sabe ponerlo. Lo ha demostrado en otras novelas y relatos. Aquí creo que esa distancia está presente cuando aparece el personaje más ajeno al marco natural-mimético en el que se mueven la mayoría de las figuras, protagónicas o no. Me refiero al perverso, al Malo. Quien lea Plenilunio sólo como literatura tal vez entienda mi afirmación. Me parecen espléndidas las páginas 259-262 para mostrar cómo se puede penetrar hondamente en el ser de un personaje. Y tal criatura, así tallada, vale más, en tanto que creación literaria, que cualquiera de las otras, aunque sobre el personaje se carguen todo tipo de aberraciones y perversiones. Claro que, al final, el autor consigue destrozarlo en la ridícula escena de la cárcel, donde al asesino se le cuelga el clisé de iluminado bíblico.

Es lo que asfixia a los otros personajes de la novela: el clisé y el maniqueísmo al servicio o de un mensaje beatífico, blanco o rosa, lacrimoso, blando. Todo resulta demasiado previsible. Si los caracteres humanos son escaso interés —por el escamoteo de sus conflictos— y nos parecen trazados con plantilla, rellenadas sus vidas con un cúmulo de detalles y aconteceres que va hemos visto muchas veces en la pantalla o se nos ha contado en los periódicos, la acción o intriga tampoco nos depara mayores sorpresas. Conocedor del código que el autor ha elegido para su novela, el lector sabe que el final feliz es prescriptivo. Y así, ya desde la página 162 sabe que los terroristas atentarán contra el policía —aunque tal hecho se reserve hasta el mismísimo final—, que el chico y la chica acabarán enamorados, que el malo recibirá su merecido castigo, etc.

De la literatura esperamos una imagen de la vida, sí. Pero no sus destellos más pobres.

Ana Rodríguez Fisher, “A imagen y semejanza”,Clarín. Revista de nueva literatura.,Oviedo, Mayo-Junio de 1997, páginas 63.64.

ILUSTRACIÓN: El Coloso, Goya



martes, 8 de septiembre de 2009

INSTANTÁNEA DEL AMOR APALABRANDO UN BAILE CON LA FELICIDAD, Manuel Villena


INSTANTÁNEA DEL AMOR APALABRANDO UN BAILE CON LA FELICIDAD



Pienso todo esto

mientras coso el ojal de este pantalón

que no debí haber comprado nunca;

pienso todo esto

mientras tú estás dormida.

¡Es ya tan tarde!

La angustia no se deja enhebrar, ¿sabes?

Quisiera tenerla en el regazo

cual animal doméstico, bobo, estupidizado,

pero es arisca e indócil, muerde

cada vez que intento acariciar su lomo de aguja

que se agazapa en el costurero.

La angustia se ríe de mí,

me reta, me pide que la persiga

hasta las solanas del desasosiego.

Esa insolente no sabe

que me basta

pensar en ti mientras tú estás dormida,

que me basta

estrecharte para entrar a hurtadillas

en cualquiera de tus sueños,

jugueteando con el dedal plateado

que acerco a tus sienes

con la intención de asustarte dulcemente

justo antes de decirte al oído que

te quiero.

No sabe

que estoy rodeado de infinitos pañuelos

en los que he bordado con sangre de mi anular

las iniciales del agradecimiento.




FOTOGRAFÍA: Man Ray

sábado, 5 de septiembre de 2009

TERREMOTO, Víctor Abreu


Después del terremoto he cargado la sensación de que algo dejó de arroparme. No hablo en sentido estricto o literal, aunque bien estos significados pudieran dar luces sobre el origen de esa sensación omnipresente y confusa que desde entonces me ha acompañado. En efecto, cuando empecé a correr por dentro del terremoto me llevé conmigo la cobija como si se tratara de un “cocoliso”, aquel atuendo infantil que no da mucha posibilidad a las extremidades. Al rato la cobija se desprendió de mí y la dejé olvidada en el trayecto, al igual que no reparé en ella cuando comencé la carrera. Al día siguiente, desdeñando todas las implicaciones importantes que deberían considerarse cuando se ha vivido un terremoto, el centro de mis preocupaciones era la pérdida de mi cobija. Me inquietaba mucho que, antes que mi padre fuera a buscarme a La Colonia para rescatarme del terremoto que ya había sido, no la recuperara a tiempo. Por una parte, me parecía un desplante inmerecido con aquel centro que tan afablemente me había cobijado comenzando apenas mis vacaciones escolares. Por la otra, me avergonzaba mucho que se fuese a descubrir que, días antes, con dicha cobija me había sonado la nariz y que con mis mocos había tatuado un borde de su superficie. Hice un rápido sondeo entre mis compañeros para ver si sus frazadas habían corrido la misma suerte que la mía. Si se encontraban varias sin usuario especificado, quedaría la duda de quién era la que tenía mocos. Tras mi expedita indagación, constaté que ninguno de ellos había perdido su cobija durante el sismo. Nada, me dije, cuando me haya ido de La Colonia, y comprueben que en mi armario falta la cobija, la cobija que encuentren tirada por ahí, bordada de mocos, sería la que yo había usado. Si la encontraba antes, quizá pudiera lavar rápidamente en el baño la zona comprometedora. Con cuanto empleado me tropecé, le pregunté si no había visto una cobija perdida en las inmediaciones del edificio, por supuesto sin hacerlos partícipes de las intimidades de mis razones. Al notar mi inquisitiva expectación todos se burlaron de mí y no me ayudaron. Pasado el mediodía mi padre llegó y yo dejé aquellas secreciones en La Colonia, y me fui con mi vergüenza.

Víctor Abreu

miércoles, 2 de septiembre de 2009

COMO TODO LO QUE NACE, Brami & Schamp




Como la manzana encarnada y brillante

que, poco a poco, se arruga hasta pudrirse.

Como la flor perfumada que al atardecer inclina la cabeza

y, uno a uno, deja caer sus pétalos.

Como la hoja verde que, en otoño, enrojece,

se arremolina con el viento

y luego cruje bajo nuestros pasos.

Como el pájaro que trinas,

salta y revolotea,

y un día encontramos

tendido junto al camino.

Como la trucha de escamas plateadas

que ayer nadaba en el agua clara

y que hoy permanece inmóvil

en el mostrador de la pescadería.

Como la hormiguita que corría

hacendosa a su trabajo

y que un dedo travieso

acaba de aplastar.

Como el conejillo que se frotaba

con gracia los bigotes

y que no hemos podido curar

de su terrible enfermedad.

Como todo lo que nace,

como todo lo que está vivo...

…un día también a nosotros se nos acabará el tiempo

y ya no estaremos aquí.

¿Y qué pasará entonces? ¿Qué habrá después?


Eso, nadie en el mundo lo puede saber.


BRAMI, Elisabeth & SCHAMP, Tom, Como todo lo que nace, KÓKINOS, Madrid, 2000.





http://www.editorialkokinos.com/cuentos/pajaro.html