viernes, 29 de mayo de 2009

TODOS LOS ÁRBOLES ESTÁN DESNUDOS, Sam Shepard

TODOS LOS ÁRBOLES ESTÁN DESNUDOS


Me la encuentro abajo, medio dormida en un sillón, mirando El tercer hombre. Está acurrucada entre sus mara­villosas caderas, unas caderas impresionantes que nunca han dejado de provocarme. Deslizo mi mano por su cin­tura. Ella dice:
—Hola cariño —con una voz nostálgica, de niña pequeña.
Me siento en el brazo del sillón y le acaricio el pelo decolorado.
— ¿Verdad que es una película fantástica? —dice, mien­tras miramos la última escena en blanco y negro en la que Joseph Cotten adelanta a Ingrid Bergman en la larga ca­rretera rural y decide apearse de su Jeep y esperarla.
—Mira cómo caen esas hojas falsas en primer plano —digo. Me sale así—. Todos los árboles están desnudos pero siguen cayendo hojas.
Ella hace un ruido de asentimiento y entonces me siento estúpido por haber roto el clima emocional de la película con un comentario intelectualmente pobre. In­grid Bergman sigue andando hacia la cámara con el mis­mo paso seguro. Tiene un andar genial, lleno de fuerza femenina: alta, erguida e independiente. Joseph Cotten enciende un cigarrillo y espera. Hay algo arrogante en su espera, algo muy masculino. Las hojas siguen cayendo en primer plano, justo delante del objetivo. Empiezo a pen­sar en los factores ocultos en el rodaje de una película. Los tíos del atrezzo subidos en largas escaleras junto a la cáma­ra, dejando caer hojas otoñales para que planeen de mane­ra adecuada. Las máquinas de viento. Alguien controlan­do la brisa. No sé cómo he empezado a pensar en esto. Ya no me siento involucrado en la historia de la película ni empatizo con los personajes. Ella la ha estado viendo desde el principio, durmiéndose y despertándose. Ingrid Bergman se acerca a Joseph Cotten y pasa de largo sin si­quiera mirarle. Ella pasa junto la cámara sin variar el paso y desaparece, dejándole solo con su cigarrillo. La arrogan­cia de él se esfuma. Mira el camino por el que ella se ha alejado. Hay una sensación reconocible de pérdida y ansia en sus ojos, los ojos de un perro de caza que parece que nunca duerme lo suficiente. De repente estoy otra vez dentro de la película sin saber muy bien cómo he sido seducido. Me encuentro justo donde el director quiere que esté. La música de una única cítara me ha cautivado. Creo que las hojas que caen son reales. Sufro un cambio de estado de ánimo y me dejo arrastrar hasta el abis­mo irreconciliable que separa hombres y mujeres. Me siento afortunado por estar aquí con la persona que quie­ro, acariciándole el. pelo rubio decolorado. Aparecen los créditos.
—¿Por qué Ingrid Bergman no se detiene cuando ve que él la está esperando? Es obvio que la está esperando —pregunto.
—No era Ingrid Bergman —dice ella.
—¿No lo era? Era igual que ella.
—Bueno, pues no lo era.
—¿Y quién era entonces?
—Alguien que se parece mucho a Ingrid Bergman.
—¿Pero no era ella?
—No.
—¿Estás segura?
—Segurísima.
—Bueno, ¿y por qué no se detiene?
—Le echa la culpa, supongo.
—¿La culpa de qué?
—¿No sabes la historia?
—Hace mucho tiempo que la vi. Creo que fue en los sesenta.
—Le culpa de la muerte de Orson Welles.
—Ah.
—¿Te acuerdas?
—Sí —miento. No me acuerdo de nada excepto de la secuencia de una persecución en las cloacas de París. ¿Era París?
—¿No te acuerdas? Le tienden una trampa. ¿La vacuna?
—Ah, sí —miento otra vez.
—¿Todos aquellos niños que mueren por culpa de la vacuna falsa?
—Sí.
—Bueno, estoy muy cansada. Me voy a la cama. ¿Ce­rrarás tú aquí abajo? —dice.
—Claro —digo yo.
Sale de la habitación, bostezando y estirándose. Aprie­to el mando y la televisión se apaga y se queda negra. Miro el camino por el que se ha alejado. El cielo se ilumi­na con relámpagos intermitentes a través de los grandes ventanales. Puedo ver el río tan claramente como si fuera de día. Se oyen truenos a lo lejos, en el valle. Huele a llu­via y a pescado. Los perros rascan la puerta delantera. Son cobardes cuando se trata de truenos. ¿Cuánto hace que la besé por primera vez y quién pretendía ser?





SAM SHEPARD, El gran sueño del paraíso, Anagrama, Barcelona, 2004, pp.167-170.

viernes, 22 de mayo de 2009

LA RULETA RUSA, Juan Bonilla


La ruleta rusa



Isabelo Galván es el héroe del país en estos momentos. Lleva doce semanas seguidas ganando en el concurso de televisión de más audiencia; La Ruleta Rusa. Doce sema­nas seguidas. Se dice pronto. Y en las doce ha vencido sin vacilaciones, mientras sus contrincantes o bien se retiraban acobardados o se descerrajaban la cabeza con un tiro.

Isabelo Galván es un hombre de exigua estatura. Habla poco. Desde luego es incapaz de negarse a conceder una entrevista, pero cuando las concede apenas se le oyen unas cuantas frases con esa voz mínima, tímida, infantil. Tiene 45 años.

Naturalmente es soltero. Casi todos los que participan en La Ruleta Rusa lo son. O solteros o viudos o divorciados. Casi todos son también pobres. Isabelo Galván no es po­bre. Trabaja en una librería de dependiente. Trabaja o tra­bajaba, porque después de los millones que ha ganado en el concurso no creo que vaya a regresar a su empleo.

La primera semana que participó en La Ruleta Rusa, al verlo tomar el arma que le pasaba el concursante que aca­baba de apretar el gatillo sin que estallase el disparo, me di­je: éste va a ser el primero en caer hoy. Se colocó la pistola sobre la oreja. Me sorprendió. Los demás la apoyaban en la sien. No cerró los ojos, y esto también me sorprendió por­que los demás solían cerrarlos. Antes de apretar el gatillo lo acarició unas cuantas veces, como si estuviera probándo­lo, como si fuese a distinguir de esa manera si la bala colo­cada en el tambor iba a salir o no. Cuando pareció seguro de haber descubierto dónde estaba la bala, apretó el gatillo. No suspiró aliviado como solían hacer los otros concursan­tes cuando después de apretar el gatillo sonaba indicando que la bala no había sido disparada.

Supongo que saben en qué consiste el concurso. Hay seis concursantes. La presentadora, Margot Mutis, introduce una bala en el tambor del revólver al que le da unas cuan­tas vueltas para desapercibir el proyectil. Entonces pasa la pistola al primer concursante que está en su derecho de sa­car el tambor y darle otra vuelta sin mirarlo antes de dis­parar. Todos los concursantes tienen ese derecho. Gracias a él pueden pasar varias rondas antes de que la bala se dis­pare, porque si no contaran con esa posibilidad, inevita­blemente al quinto chasquido indicando que no había ba­la, aquel al que le tocara dispararse sabría que la bala le tocaba sin defecto y que se iba a volar los sesos, así que mejor sería retirarse.

A cada concursante se le asignaba un millón sólo por con­cursar. No se le permite retirarse antes de las cinco prime­ras rondas. O sea, tiene que dispararse cinco veces si quie­re llevarse el dinero que le dan sólo por participar. Ha habido un par de cobardes que se fueron con su dinero después de las cinco primeras rondas.

Naturalmente les abuchearon, les arrojaron tomates y hue­vos podridos.

Cada vez que uno de los concursantes falla y queda eli­minado, o sea, cada vez que uno de los concursantes se in­crusta la bala y se atraviesa el cráneo, su millón queda a disposición del resto, y se lo llevará aquel que gane, de tal manera que, si no hay cobardes que se retiren con su dine­ro, al que se quede vivo después del programa, le quedarán nada menos que seis millones.

Isabelo Galván lleva cosechados ya sesenta y cinco mi­llones de los setenta y dos que podía haber ganado si no hubiera sido porque en los doce programas que lleva ha habido cobardes que se iban después de la sexta ronda. Exactamente siete cobardes. Por el contrario, en los doce programas en que ha obtenido la victoria Isabelo Galván ha dejado atrás un reguero de cincuenta y tres cadáveres.

Cada vez que un concursante se revienta la cabeza —aun­que, según las reglas del programa, también puede dispa­rarse al corazón, nadie lo hace así— el público se divide en­tre los que abuchean sin piedad al perdedor y los que lo ovacionan como homenaje. Las cámaras suelen mostrar, en el momento en que el proyectil impacta en la cabeza de al­guno de los concursantes, los rostros de los demás. Algu­nos sonríen, otros hacen gestos de alivio. Isabelo Galván no mueve una ceja. Continúa absorto en sus pensamientos. Tal vez rece. No lo sé. No sabe declararlo en las entrevistas que ha concedido. Siempre dice que no sabe en lo que pien­sa. Que sólo espera que le toque el turno de dispararse.

Sorprendió a todos confesando que escucha lo que dice la pistola. Que podría determinar, si le dejaran, no sólo si la ba­la está en la salida, sino también, en caso de que no se en­contrase allí, en qué posición dentro del tambor se encontra­ba. Dice que lo escucha. Que la Pistola se lo dice. Que en su casa ensaya y siempre acierta. Que nunca ha fallado. Que se dispara cientos de veces al día y nunca ha fallado porque sa­be escuchar las palabras que le susurra la pistola indicándo­le la posición de la bala en el tambor.

Hoy emiten su decimotercer programa. La Ruleta Rusa bate récords de audiencia. Catorce millones de espectado­res la siguen. Isabelo Galván es el héroe del país en estos momentos. Está por encima de todos los políticos y todos los actores y todos los cantantes y todos los toreros en cuan­to a popularidad. En las entrevistas asegura que le gusta leer novelas de ciencia ficción, que detesta, curiosamente, la serie negra porque no propone más que adivinanzas, que lo cambiaría todo porque no le diera miedo tirarse en paracaí­das, y que si encontrase un genio frotando una lámpara má­gica le pediría sólo un deseo: que le indicara las calles que ha de dejar atrás para regresar a la infancia. También de­claró que sólo se casaría con una mujer que le permitiera poner la lista de boda en un burdel.

En La Ruleta Rusa de hoy Margot Mutis presenta como de costumbre en primer lugar a los nuevos concursantes. Qué pena me dan. No sé cómo se atreven con lsabelo Gal­ván. Isabelo Galván propuso hace poco que el programa no se detuviese cuando sólo quedase un concursante. Quería que se le diese a éste la oportunidad de continuar solo. Que se determinase un dinero adicional por cada vez que reta­ba al azar y se disparase de nuevo cuando ya había vencido. Margot Mutis lo anunció la semana pasada. Parece que ya se lo han pensado y le darán esa oportunidad al ganador de hoy.

Toca el turno de presentar a la gran estrella del programa: Isabelo Galván. Margot Mutis pronuncia su nombre con fuerza, como suelen gritar el nombre de los campeo­nes los encargados de presentarlos en las veladas de boxeo. Isabelo Galván, tan insignificante como de costumbre, cal­vo, bajito, con su traje modesto, mirando al suelo, baja los peldaños de las escaleras mientras el público, puesto en pie corea su nombre, se desgañita animándolo, le rinde una ca­lurosísima acogida.

Los otros cinco están muy impresionados. Supongo que para ir a La Ruleta Rusa hay que estar muy desesperado, ser un suicida en potencia, no tener nada mejor que hacer, o sencillamente ansiar la fama. Entre estos cinco puede que haya de todo. El muchacho barbilampiño que va a empe­zar habrá ido para cosechar admiradoras en el lnstituto en el que cursa, según información facilitada por la presenta­dora, con excelente nivel académico. Sonríe a la cámara y tal como le pasan la pistola, sin variar la posición del tam­bor, como si se fiara de Margot lo suficiente como para sa­ber que ella no podría condenarlo al infierno, aprieta el ga­tillo. Chasquido. El muchacho le pasa la pistola a un hombre de avanzada edad, desarrapado, impresentable. Es un men­digo. Vive en el metro cuando las juveniles bandas fascis­tas no deciden regresar al subterráneo y hacer limpieza de escoria. Nunca ha tenido un arma en las manos. No le im­porta morir. Aprieta el gatillo y muere. La primera explo­sión, la más temprana de la historia del programa, caldea los ánimos. Un trozo de la cabeza del mendigo ha ido a pa­rar a pies de Isabelo Galván que, ceremonioso, se agacha y lo retira del suelo para extenderlo en seguida a los asisten­tes que han salido a recoger el cadáver del mendigo.

Cada vez que hay un muerto en La Ruleta Rusa, se da pa­so, después de esos segundos en los que las cámaras mues­tran al público y a los demás concursantes, a la publicidad. Una Compañía de Seguros promociona el espacio. El anun­cio es muy divertido. Unas monjas están departiendo en un parque. De pronto sale un perro vagabundo que se acerca a ellas sin que se den cuenta. Las monjas están de espalda. El perro levanta la pata y se pone a mearles. Entonces una de las monjas se da cuenta y en ese momento la voz en off del locutor dice: Porque hay veces en que no te salva ni la fe... Seguros Hulsoff.

Devuelven la emisión al plató donde ya han retirado los restos del mendigo. Turno para el tercer concursante. Una mujer gruesa. Es curioso, al principio casi no participa­ban mujeres en La Ruleta Rusa, pero poco a poco se han ido animando. Le dan otro color a la cosa, es cierto. Aún ninguna de ellas ha logrado llevarse nada, pero supongo que todo se andará. Esta es una puta vieja. Honoraria. Ella mis­ma lo ha confesado. Soy puta honoris causa por el Barrio Chino de Barcelona. Las carcajadas y los aplausos no se han hecho esperar. Margot le pregunta a la puta si alguna vez ha tenido en las manos una pistola como aquella que acaba de pasarle. La intención de la presentadora estaba demasiado clara como para que la puta dejase escapar una oportunidad así para arriesgar un chiste: las he tenido más largas y mu­cho más dentro de mí que ésta. Más carcajadas y aplausos.

La puta sí ha decidido variar la posición del tambor des­pués de que la presentadora introdujera la nueva bala. Ha cerrado los ojos y se ha apoyado el cañón del arma en la sien. Le temblaba la mano exageradamente. Antes de apre­tar el gatillo ha dicho: me encomiendo a Santa Lástima de Ypagro. Ovación. La puta pierde los nervios. Yo sólo com­pito por el millón, grita como pidiendo excusas. Lo juro, sólo necesito el millón y cuando lo consiga me iré. Lo ne­cesito para operarme. Sólo busco el millón, repite una y otra vez. Le faltan aún cuatro disparos para merecerlo.

El cuarto concursante es un tipo alto, bien parecido, has­ta elegante. Está en el paro. Tiene dos hijos drogadictos. Va a por todas. Piensa derrotar a Isabelo. Pobre hombre. Sin contemplaciones se ha disparado en el cielo de la boca. Ha mantenido los ojos muy abiertos mirando fijamente a la cá­mara como si en ella buscase el secreto del universo. Chas­quido. Monumental ovación para el concursante. Gritos de torero, torero.

Esto se anima. Margot recupera el arma y sonriendo a la cámara dice: antes del turno de nuestros próximos concur­santes, unos consejos publicitarios.

Me levanto a mear y a coger más combustible. Sesenta y cinco millones lleva el bueno de Isabelo y a mí se me aca­ba el subsidio dentro de dos meses. Entre subsidio y suici­dio no hay demasiadas letras. Todavía no sé qué voy a ha­cer, pero supongo que en ningún caso me atrevería a escribir una postal a La Ruleta Rusa cursando mi deseo de partici­par. No estoy loco, sólo un poco harto, y para intervenir en ese programa no creo que baste estar harto. Hay que aña­dirle unas gotas, o unos litros, de locura. Se puede enten­der que en una situación tan drástica y desesperada como la del padre con dos hijos drogadictos, uno tenga que arras­trar su destino y decidirse.

A Isabelo Galván, por el contrario, no creo que le empu­je la desesperación, ni el deseo de ser famoso, aunque esas cosas nunca se saben, son de diván de psicoanalista. Pare­ce ser que nunca fue nadie, que no logró destacar en nada, y que su existencia no hubiera deparado a los anales del país anécdota ninguna si no hubiera sido por el programa de televisión. Ahora, gracias a La Ruleta Rusa no tendrá que hacer cola en las panaderías, le cederán el asiento en el metro y le atosigarán pidiéndole autógrafos esas muñecas adolescentes a las que antes tenía que imaginar saliendo del baño para conseguir una erección. De todos modos él ha confesado en varias ocasiones que hace esto sólo y exclu­sivamente por dinero. Para exiliarse a Río, supongo.

En los bloques de publicidad, para no desalentar a la au­diencia, intercalan siempre alguna repetición de las inci­dencias del programa. Cuando llego ante la pantalla carga­do con cinco botes de cerveza y una lata de espárragos, repiten el instante en que el mendigo se vuela la cabeza. Es curioso. Me fijo ahora que al fondo aparecen tres chicas rubias las tres, bellas y refrescantes las tres, que visten ca­misetas en las que se lee: ¡Pena de Muerte para las abortis­tas, ya! En el instante en que los sesos del mendigo aban­donan la cabeza de éste, las chicas dan un salto como si su equipo hubiera marcado un gol.

Un mendigo menos, habrán pensado. Son muy guapas.

De entre mis amigos que yo sepa ninguno tiene pensado escribir a La Ruleta Rusa. Y eso que en casi todos ellos la desesperación hace mella a diario y les da motivos más que suficientes como para impelirlos a buscar una salida a sus situaciones. Hombre, los cartones de tabaco contrabandea­do y el hachís les da unas monedas que ganar a la mayoría y así van tirando, pero eso ¿hasta cuándo lo soportarán? Tal y como se están poniendo las cosas no puede durar mucho. Arturo es el que mejor lo lleva, con sus braguetazos. Se le da bien la cosa de las mujeres maduras. El otro día lo vi ca­balgando una moto nueva. Buena yegua te agenciaste, maricón, le grité. Mejor es la que me espera en cueros, me con­testó. Y sin embargo es a Arturo al único al que puedo ima­ginar concurriendo a La Ruleta Rusa.

El quinto concursante es otro arquetipo: un clon de Isa­belo Galván para resumir. Insignificante. Algo más alto, más tímido, más oscuro que Isabelo. Está en el paro hace años. Como anécdota personal refiere que en una ocasión en la que una encuestadora le detuvo por la calle para soli­citarle una lista con los nombres de los personajes esencia­les de la Historia, él colocó tres veces sin darse cuenta al boxeador Mohammed Alí. Es significativo. Yo creo que es maricón, que sueña con negros y no se atreve a reconocer­lo. Que viva solo con una hermana mayor no hace sino rea­firmarme en mi convicción. Estoy convencido de que es re­primido, que si se atreviera marcaría uno de esos números de teléfono con los que los boys se anuncian en los perió­dicos. En la manera de tomar la pistola se cerciora uno en seguida de que si no es la primera vez que éste coge un ar­ma de fuego, debe ser la segunda. Pero de momento no se­rá la última. Chasquido al apretar el gatillo.

Llega el gran momento. Ése es Isabelo Galván. El que ni siquiera se inclina saludando la salva de aplausos que le de­dica el enfervorizado público. Margot Mutis se le acerca. Le saca tres cuartas. La verdad es que Margot, más que una hembra, es un harén. La recuerdo en un par de películas en­cendidas, dejándose taladrar por un indio en un western por­no y suave titulado: El feo, el malo y la buenísima. Ya se sabe que para los títulos no están muy dotados los produc­tores de ese tipo de cine.

Margot le pregunta a Isabelo qué tal transcurrió la sema­na. Galván contesta que como siempre y aprovecha para agradecer las muestras de adhesión de tantos desconocidos a los que alienta a participar en el concurso. Margot le pasa el ar­ma a Isabelo que no varía la posición del tambor. Escucha lo que le dice la pistola. La bala le informa de su posición y él localiza el lugar de la bala. Parece ser que ya lo ha captado. No hay peligro. Aprieta el gatillo por fin. Chasquido, natu­ralmente. Es impresionante el dominio de Isabelo Galván, cuyo nombre es coreado ahora por todo el público y servirá un día cercano para bautizar colegios, calles, guarderías. En la repetición ofrecen un primer plano de su dedo en el gati­llo: lo acaricia, lo examina con la yema del dedo, lo aprieta levemente, como si según su dureza, la resistencia que le opu­siese, pudiera determinar la posición de la bala en el interior del tambor. Luego lo acciona y sigue vivo.

La segunda ronda va a empezar. Lidia llega del trabajo, harta de limpiar aulas, escaleras, retretes. Sirve en una es­cuela de las afueras a la que la han enviado como castigo por no admitir entre sus tareas la de chuparle la verga al di­rector del otro colegio donde servía. Gajes del oficio. Se sienta a mi lado en el sofá. Pica un espárrago y abre una la­ta. Me pregunta cómo va la cosa y le miento diciéndole que Isabelo ha sido eliminado. No logro engañarla, como era previsible. Si Isabelo se hubiera atravesado el cráneo se hu­biera enterado antes de llegar aquí: los gritos de pesadum­bre y duelo en toda la ciudad se lo hubieran anunciado, y yo mismo tendría apagada la televisión.

Isabelo es el héroe del país en estos momentos. No pue­de perder. Es un símbolo. De ninguna de las maneras puede perder.

El muchacho toma el revólver. Está visiblemente afecta­do por la eliminación del mendigo. Seguro que no pensaba que la cosa era así. Ya se sabe: tras el cristal la muerte si­gue siendo muerte pero no huele. Si no se elimina antes, és­te es de los que se irá en cuanto cumpla con el requisito pa­ra embolsarse el millón (si es que resiste).

Vuelve a fiarse de Margot y no gira el tambor. Aprieta el gatillo y sigue adelante. Da un salto de alegría y se dirige al público donde unas animosas estudiantes celebran que haya pasado la segunda ronda.

Le toca a la puta. Sólo vengo por el millón, se repite. Vuel­ve a encomendarse a una santa, que la sigue protegiendo. Pasa. Ya le queda menos. Otra pausa para la publicidad.

Lidia se levanta y va a la alcoba. Se cambia de ropa, se pone cómoda. Está destrozada. Como cada noche. Yo he hecho lo que he podido hoy. Recogí la cocina y fregué el suelo del salón. No he lavado la ropa como ella me su­girió pero es que no me ha dado tiempo. Tuve que salir sin tenerlo previsto. Grito su nombre: corre, que ya vuelven. Ella viene. Se ha puesto el chándal azul. Evidentemente no está de humor. Se tiende en el sofá y me ordena que le va­ya por un poco de carne de membrillo al frigorífico. Se la traigo. Después me sugiere que me traslade a una silla para disponer del sofá íntegro. La obedezco, porque qué va a ha­cer uno.

Lidia está muy desmejorada. Apática y a veces hasta in­tratable. Hay que comprenderla, claro, no digo que no, pe­ro ya no es como antes. Yo tampoco soy el mismo, lo re­conozco, pero a veces anhelo aquellas sesiones que nos marcábamos cuando los dos regresábamos de nuestros res­pectivos trabajos. A Lidia le gustaba cabalgarme en Sema­na Santa, cuando yo me colocaba un capirote de penitente ocultándome el rostro. Era como follar con los cientos de nazarenos que salían por Sevilla. Luego nos íbamos a la ca­lle y tenía la impresión de que todos los penitentes habían sido cabalgados por ella y eso la ponía tan caliente que te­níamos que volver a casa y hacerlo de nuevo. Dónde coño estará ahora ese capirote.

El tipo con dos hijos drogadictos también ha pasado la segunda ronda. Menos suerte ha tenido el clon de Isabelo Galván. Se veía venir. Isabelo no hay más que uno. Se ha abierto la cabeza. Eliminado. La repetición muestra el mo­mento en que el proyectil abre un surco en su cara porque el tipo se ha disparado entre ceja y ceja. También se puede observar cómo la bala sale de su cabeza y va a incrustarse en la mampara que protege al público. Otra pausa para la publicidad.

Lidia abre otra lata de cerveza y dice:

Voy a escribir a La Ruleta Rusa.

La miro como si me hubiera dicho: te estoy engañando con un profesor del colegio, o peor aún, con tres alumnos de parvulario. Algo así. Lo dice en serio. La conozco y sé bien que habla absolutamente en serio. Necesitamos plata y yo necesito dejar esta mierda de trabajo, añade. Lidia aca­bó Filología Clásica pero no consiguió aprobar las oposi­ciones que le permitieran acceder a un puesto docente. La acosan los remordimientos por ello. De nada vale que yo intente convencerla de que resultaba muy difícil aprobar. Salieron muy pocas plazas y ya no es probable que salgan más a no ser que se mueran los titulares. Ya nadie estudia esas cosas. La sensación de fracaso la expolia y quiere par­ticipar en La Ruleta Rusa, no sé si para ganar algo de pla­ta fácil o para acabar con esta comedia cuanto antes. A mí me entran ganas de ir por el capirote de penitentes —dónde coño estará—, ponérselo y follármela, y follarme en ella a todas las nazarenas de Sevilla. Lo ha dicho muy en serio y acabará escribiendo. Un millón por participar. Cinco dis­paros al menos para merecer esa plata. Lo hará. Lidia lo ha­rá. Tengo treinta años y voy a ser viudo. Fantástico.

Isabelo Galván vuelve a renovar la confianza de la ma­yoría en su victoria. Es imposible que falle, el tipo sabe qué lugar ocupa la bala en el tambor y si se decide a variar la posición de éste es porque ha intuido el pálpito de la bala en el disparador. Acciona el gatillo y nada. Camino de un nuevo triunfo.

Tercera ronda. El estudiante pasa. La puta que sólo va por el millón también pasa. Pasa el padre de los drogadictos. E Isabelo Galván no hace falta decirlo.

¿De verdad estabas hablando en serio? —le pregunto a Lidia.

Por supuesto, sabes que sí —contesta.

Siempre habla en serio. Suele pasarle a los que han estu­diado lenguas muertas, no sé por qué.

No durarías ni dos rondas —insisto.

Es cuestión de suerte —replica—. Fíjate en Isabelo.

Isabelo, sí, en bueno quiere que me fije. Un tipo que, no sé cómo se las apaña, se ha disparado miles de veces y no se ha dado nunca. Tiene un ángel de la guarda que debe de cotizar altísimo en las esferas celestiales. Tal vez haya hecho un pac­to con el demonio para el que está recaudando fondos. Es im­posible comparar a Lidia con Isabelo. Para bajarla de las nu­bes le pregunto:

¿Y si en vez de con Isabelo te comparas con el mendi­go que se pegó un tiro a las primeras de cambio?

¿,Qué mendigo?— pregunta.

Tú no habías llegado todavía —le explico—. Un mendigo concursaba hoy. En su primer disparo, eliminado.

Ella vuelve a argumentar que es cuestión de suerte.

Devuelven la emisión al plató. Cuarta ronda. El estudiante pasa. La puta pasa y se acerca a su objetivo. Le queda un solo disparo. El padre de los drogadictos pasa. E Isabelo. Publicidad.

Lidia cierra los ojos. Treinta años. Voy a por unas pata­tas. Me demoro contemplándome en el espejo del pasillo. Simulo una pistola con mi mano y me la coloco en la sien. Lidia iría a por todas, la conozco. No se conformaría con el millón. Querría ganarle a Isabelo. Si yo encontrara algún trabajo ella podría dejar de fregar baldosas, pero dónde.

De repente oigo un clamor: uno de esos clamores en que se combinan gritos y maldiciones. Como si la selección de fútbol hubiera fallado un penalti. Ese tipo de clamor, el que se produce en todos los hogares por un hecho que les llega desde la televisión. Una reacción unánime, una sola voz múltiple que se levanta en la ciudad. Qué ha pasado. Lidia también gritó. Ahora me llama. Corro hacia el salón y allí está, la cabeza de Isabelo Galván en la pantalla, abierta co­mo un melón.

Pregunto exasperado qué coño ha sucedido, qué ha podi­do pasar, y Lidia no sabe explicármelo, y yo insisto, desde luego no puede ser que se haya pegado un tiro a sabiendas cuando estaban emitiendo publicidad, no puedo creerme que se haya suicidado, pero es lo que se me ocurre.

Margot está consternada. Hipa. No puede hablar. Balbu­cea que ha sido algo terrible. Lo cierto es que junto a ella sólo se ve al estudiante aterrado, y a la puta que sólo bus­ca el millón. No está el padre de los drogadictos. Margot se sosiega. Cuenta que el padre de los drogadictos le pidió el arma para comprobarla, ella ingenuamente se la alcan­zó, y al tenerla en sus manos el padre de los drogadictos apuntó a Isabelo retándole: di, enano, crees que podría ma­tarte, crees que la bala está en el disparador. Isabelo no contestó. El otro disparó y la bala se le alojó a Isabelo en un ojo. Redujeron al padre de los drogadictos y devolvie­ron la emisión en ese instante.

Margot pregunta al realizador si se han grabado las imá­genes del atentado. Le informan de que no está preparada la cinta. Le traen un vaso de agua. La puta le comenta algo al estudiante. Seguramente ahora se pensará lo de abando­nar cuando se dispare por quinta vez ganándose el derecho a embolsarse el millón. Ahora está muy cerca de ganar seis millones en vez de uno. Basta con que el estudiante se eli­mine. Se enerva ante esa expectativa.

Por fin ponen las imágenes del momento en que la bala derrumba a Isabelo Galván. Lidia no pestañea. Dice: qué hijodeputa. Supongo que ahora no habrá quien la apee de la idea de ir a La Ruleta Rusa. Me da igual lo que haga con su vida. Han matado a Isabelo Galván.

Apago el televisor y me voy a la cama con la sensación de que me tendré que levantar a vomitar las cervezas y los espárragos. Una presión en el pecho me lo avisa. Pongo la radio y ya están los periodistas difundiendo la noticia, ilus­trándola con urgentes hagiografías del difunto. Han inte­rrumpido todos los programas. Una de las opinadoras ofi­ciales propone que se declare luto nacional durante un par de días. Intentan encontrar un responsable. Dicen que a par­tir de ahora el programa deberá proteger a unos concur­santes de los otros. Participar en él no debería conllevar más riesgos que los propios a los que expone la mecánica del concurso, apunta alguien. Tu puta madre, escupo.

Lidia ha vuelto a encender la televisión. Le ha bajado el volumen para no molestarme. No pienso levantarme a ver quién gana, quién hereda el cetro de Isabelo Galván. Segu­ro que gana la puta. Iba sólo por el millón, decía, la muy cobarde. Querrá hincharse los pechos o rebajarse las nal­gas para poder cobrar unos duros más por cada polvo. Ma­ñana me enteraré de quién ganó. Vendrá la esquela de Isa­belo en las primeras páginas. Yo guardo todo lo que sale sobre él. Tengo una carpeta llena de recortes.




JUAN BONILLA, “La ruleta rusa”, El arte del yo-yo, Pre-Textos, Valencia, 1996, pp. 33-48.




IMAGEN DE AUTOR DESCONOCIDO:

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jueves, 21 de mayo de 2009

[ESTA MISMA NOCHE...], Agustín Fernández Mallo


Esta misma noche mi PC dijo hasta con un voca­bulario de pitidos y signos incomprensibles, y en ese maltrance electrónico he perdido todos los textos allí emboscados desde hace seis años. Quizá no debí traerlo, tuve que haber pensado que para los viajes no se hicieron estas máquinas. Pulsé el timbre. ¿Poulos? Sí. Soy un amigo de Dimitri. Ah! Sí. Ya me avisó; pasa. Solo estaré unos días, después seguiré ruta por la isla. Como quieras; estás en tu casa. Él pinta durante casi todo el día, sólo nos vemos en las cenas. Bajo una pérgola comemos ensalada y pescado, reímos cuando a alguno se le derrama el yogurt, o si los niños llegan del embarcadero haciendo monerías con los peces y las cañas. Durante las mañanas duermo, y por las tardes observo con cierta extrañeza los pinos del acantilado; crecen año tras año inclinados, como si ya supieran que en alguna etimología viento viene de tiempo. Suelo darme un baño antes del crepúsculo y a veces paseo por la playa con Janet, la mujer de Poulos. Cuenta cómo le va con sus nuevas prensas para la uva y yo la escucho. También alguna tarde liemos encendido una fogata en la arena. Por las noches intento licuar el alfabeto, y no sé si escribo o hago que escribo, porque se me pasan muy rápido, un breve parpadeo. Al amanecer, antes de acostarme, me detengo unos instantes en la ven­tana orientada al sureste y miro cómo despunta la luz con [por decir algo] cotidiana resignación. Mucho más allá, Egipto. Un azul verdoso de mar cubre el mármol ya casi desconocido de las ruinas. Latente Alejandría. Pero este amanecer he mirado por la ventana con especial melan­colía. Lo del ordenador ya no tiene remedio. En ese ente metafísico llamado disco duro atesoraba textos desde hace seis años, ficciones como gui­jarros con los que vamos surtiendo el camino por si un día queremos regresar a casa. Y yo ya no puedo, todo ha volado, se puede decir que hace seis años nada dio comienzo para venir a morir ayer en el receptáculo de lo vacío, y mi vida, ahora, anudada a lo real, ganará en peso como lo gana el péndulo tras cada bandazo. Todo esto pensaba cuando la ventana desenfocó la miopía, y entonces, más allá de lo visible, Alejandría [visible, pero con otro catalejo]. Una biblioteca se quemó allí hace dos mil años. Desde entonces no ha cesado el torrente de páginas abordando el terna. Cientos de relatos, teorías y refutaciones cada vez más osadas, lamentando la sabiduría allí depositada y disuelta en el Mediterráneo corno sustancioso plancton: Ficciones. Y pienso que aquella biblioteca también tuvo sus particulares seis años de nada resueltos en virtualidad. Todo lo que yo guardaba en mi disco duro tenía la pre­tensión de llegar a ser ficción, por eso, he pensa­do, qué mejor desgracia podría haberle ocurri­do. [36]

AGUSTÍN FERNÁNDEZ MALLO, Creta lateral travelling, Sloper, Palma de Mallorca, 2008,, pp. 46-48.

www.editorialsloper.es

martes, 19 de mayo de 2009

HOGAR & ALAMBRADA, Örkeny & Kapuscinski

HOGAR

La niña sólo tenía cuatro años, de manera que con seguridad sus recuerdos eran confusos. Su madre, para hacerla consciente del inminente cambio, la llevó hasta la cerca de alambre de púas y, de lejos, le mostró el tren.
—¿No te alegras? Ese tren nos llevará a casa.
—Y entonces ¿qué va a pasar?
—Entonces estaremos en nuestro hogar.
—¿Qué es un hogar? —preguntó la niña.
—Donde vivíamos antes.
—Y allí ¿qué hay?
—¿Te acuerdas todavía de tu osito? Quizás también estén allí tus muñecas.
—Mamá —preguntó la niña—, ¿en casa también hay guardias?
—No, allí no hay.
—Entonces —preguntó la niña—, de allí ¿podremos escapar?



ISTVÁN ÖRKÉNY, Cuentos de un minuto, Thule Editores, Madrid, 2006.



Alambrada

Tú escribes sobre el hombre en el campo de concentración
yo sobre el campo de concentración en el hombre
en tu caso las alambradas están en el exterior
en el mío anidan en el interior de cada uno de nosotros


—¿Crees que es una diferencia tan grande?
Son dos caras de un mismo sufrimiento



RYSZARD KAPUSCINSKI, Poesía completa, Bartebly Editores, Madrid, 2008.

jueves, 14 de mayo de 2009

FÚTIL RESPIRACIÓN, ALIENTO EN VANO, Juan Salmerón



FÚTIL RESPIRACIÓN, ALIENTO EN VANO

los años por venir, fútil respiración, aliento en vano

Willian B. Yeats

Hay dos tipos de náufrago: los que sólo dejan de bracear por cansancio y los que consienten ser arrastrados sin brega.

A mí el amor, bien lo sabes, siempre me llevó boyando contra los acantilados.

No hablo de virtud: la abulia suele confundirse con la serenidad cuando se enfunda la máscara de la abnegación.

Ahora que enarbolas ante mí ese cuchillo, no cabe duda: no te bastará esta vez pasar página. Ni tan siquiera te conformará cerrar capítulo.

lunes, 11 de mayo de 2009

[LA POESÍA ES UN TEMPLO...], Ryszard Kapuscinski


La poesía es un templo
con su frescor
el pensamiento se pone al rojo vivo
las palabras
son llamas solidificadas


RYSZARD KAPUSCINSKI, Poesía completa, Bartebly Editores, Madrid, 2008, p. 147.



ILUSTRACIÓN: Quint Buchholz, El coleccionista de momentos, Lóguez Ediciones.

lunes, 4 de mayo de 2009

[EN LA CAMPANA DEL TEMPLO...], Yosa Buson / JAPÓN, Billy Collins

En la campana del templo,
centelleando,
una luciérnaga.


YOSA BUSON
JAPÓN


Hoy paso el tiempo leyendo
uno de mis haikus favoritos,
repitiendo sin cesar sus pocas palabras.

Es como comerse
la misma uva, pequeña y perfecta,
una y otra vez.

Paseo por la casa recitándolo
y dejo caer sus letras
en el aire de todas las habitaciones.

Me paro junto al enorme silencio del piano y lo digo.
Lo digo frente a la marina de la pared.
Tamborileo sus sílabas en un estante vacío.

Me escucho decirlo,
y luego lo digo sin escuchar,
y luego lo oigo sin decirlo.

Y, cuando el perro me mira,
me arrodillo en el suelo
y se lo susurro en ambas orejas, largas y blancas.

Es ése sobre la campana del templo,
que pesa una tonelada,
en cuya superficie duerme una polilla,

y, cada vez que lo digo, siento la insoportable
presión de la polilla
la superficie de la campana de hierro.

Cuando lo digo junto a la ventana,
la campana es el mundo
y yo soy la polilla que descansa en ella.

Cuando lo digo delante del espejo,
yo soy la pesada campana
la polilla es la vida con sus alas de papel.

Y después, cuando te lo digo a ti, a oscuras,
tú eres la campana
y yo soy el badajo que te hace repicar,

y la polilla ha echado a volar
y aletea en el aire, como una bisagra,
encima de nuestra cama.



BILLY COLLINS, Navegando a solas por la habitación, DVD, Barcelona, pp. 217-219.