martes, 24 de marzo de 2009

EL CORRECTOR, Ricardo Menéndez Salmón


V
Dios mío —dijo Zoe—. Mira eso.
Estamos tan acostumbrados a que el televisor sea nuestro mediador con lo que sucede, nuestro heraldo y maestro de ceremonias, el Gran Hermano que todo lo ve, que cuando el horror penetra en nuestra casa a través de su pantalla no parece un horror tan inoportuno como el que nos asalta en un accidente de tráfico o durante la visita a un pabellón de esquizofrénicos. De hecho, muchos adultos sólo conocen la muerte a través del televisor, como los esclavos de la caverna sólo conocían los objetos a través de su reflejo en la pared.
Hijos de una cultura del simulacro, donde cada copia asume satisfecha su condición de imagen palidecida, ya sólo parece que encontremos placer en la negación o en la náusea, en la ausencia de lo real o en su exaltación. Matarse de hambre o vomitar para volver a comer; pintar el cuadro blanco o pintar lo ya pintado por el puro estímulo de sabernos irónicos. Y en el fondo, siempre, ser intensa, ridículamente sofisticados, gente que mastica el vino como prueba de sabiduría.
Aquella mañana, sin embargo, ni siquiera el televisor nos sirvió como paliativo contra el horror. Y creo que no nos sirvió porque la gente que desde el otro lado de la pantalla nos hablaba sin palabras se parecía extraordinariamente a todos nosotros, porque en realidad éramos todos nosotros los que estábamos allí, tirados entre las vías, caminando como zombis o sentados en los parterres municipales con la mirada perpleja de quien despierta en un país de caníbales.
Sólo una vez antes en toda mi vida, cuando las tropas serbias bombardearon el mercado de Sarajevo en agosto de 1995 y vi a un hombre vestido de blanco destrozado sobre un puesto de fruta, había experimentado aquella intensísima sensación de pertenencia al horror.
Aún no eran las 09:15 horas cuando el teléfono sonó por tercera vez. Zoe no se movió un milímetro del sofá al oír el timbre. Creo que si la casa hubiera empezado a arder bajo sus pies, no se habría enterado. Estaba atrapada por la visión de pelos amarillos y trenes desventrados.
Hola, Vlad. Imagino que ya os habréis enterado.
Era Robayna, mi mejor amigo.
Zoe está pegada al televisor. Te manda un beso. —Escuché a Robayna inspirar con fuerza y mucho ruido a través de la línea: de sirenas, de carreras, de hombres y mujeres junto a un abismo—. ¿Cómo estás?
Supongo que estoy bien. —Robayna vive en Madrid hace cinco años. Se fue allí como Prometeo, a robar el fuego de los dioses, y allí sigue emboscado, esperando el momento en que esos cabrones se despisten. Robayna es escritor. Y muy bueno. Lo dicen el Vladimir escritor y el Vladimir corrector—. La primera bomba me sacó de la cama. —De pronto se hizo un silencio espantoso, la línea se llenó con un silencio que se me antojó muchísimo más insoportable que los confusos ruidos de los instantes previos, el vínculo que nos unía a través de más de cuatrocientos kilómetros se inflamó de white noise, de ruido de fondo, del implacable hálito de esa muerte cósmica que acecha tras los sonidos cotidianos. Supe que Robayna estaba llorando.
Tranquilo, amigo —dije—. Tranquilo.
A veces las palabras no sirven de nada. Puedo dar fe de ello. Porque durante cinco minutos de aquel 11 de marzo de 2004 yo estuve allí, con el teléfono por tercera vez en la mano en menos de media hora, y lo único que pude hacer fue escuchar llorar a mi mejor amigo. Eso fue lo que hicimos durante aquellos cinco minutos: Robayna llorar y yo escuchar su llanto.
Luego, saciado al fin, mi amigo colgó sin despedirse y yo experimenté un consuelo infinito, como si me hubieran quitado el peso del universo de encima de los hombros.
RICARDO MENÉNDEZ SALMÓN, El corrector, Seix Barral, Barcelona, febrero de 2009, pp. 33-36.





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Somos poco, muy poco, un hilo entre dos tinieblas, y apenas basta un azar, un pequeño viento, un incidente a medianoche, para que el hilo se rompa, caiga al vacío, se vuelva invisible.
Por eso tenemos que amarnos desesperadamente, como si cada día que pasamos juntos pudiera ser el último. Salvo el amor, cualquier negocio de este mundo puede ser aplazado para mañana.
Nada nos hace tan sabios como el dolor. Hay una lucidez en la experiencia del dolor que no se puede conquistar de otra manera que sufriendo. De hecho, si no olvidáramos nuestra experiencia del dolor, creo que seríamos eternamente sabios, y que ya nada nos heriría; por desgracia, incluso la sabiduría del dolor se olvida, y de nuevo recaemos en nuestras viejas costumbres imperfectas.
[...]
RICARDO MENÉNDEZ SALMÓN, El corrector, Seix Barral, Barcelona, febrero de 2009, pp. 132-133.

6 comments:

julián dijo...

Un hilo, el amor y el sufrimiento, la lucidez, la sabiduría...
Estupenda sugerencia de lectura que se agradece.

Unknown dijo...

Habéis visto el nuevo corto de Nacho Vigalondo, "Las Marisas"? Qué os ha parecido? Por cierto, me gustaría saber el nombre del corto que nos pusiste una vez en clase (creo que en 4º) sobre una chica drogadicta, su madre y una olla express...Gracias, espero que todo vaya bien. Un saludo!

Francisco dijo...

Alba:

Te refieres a Expres de Daniel Sánchez Arévalo.

Está disponible aquí:

http://www.youtube.com/watch?v=pok3No5PXnQ

Creo que lo incluye el DVD de Azuloscurocasinegro.

Además estaba en una de las recopilaciones de FNAC.

Lo pongo a tu disposición.

Un abrazo a quien estudia tanto.

¿Cómo les va a Natalia, Marina, José Ramón y tantos otros?

Unknown dijo...

Ayer por la tarde acabé de leerlo, y realmente me ha gustado mucho, especialmente las reflexiones que se hacen en él.

En mi clase también ha tenido éxito: les enseñé el fragmento a varios compañeros y les gustó, y ahora el libro se encuentra ya en poder de otra amiga a la que le resultó interesante el argumento (quizás también su brevedad).

Saludos.

Francisco dijo...

De RMS, quizás no quepa esperar historias de trata elaborada o tensiones narrativas; sin embargo, es un maestro en el empleo del tono sentencioso, la frase lapidaria.

Cuidado con expandir virus.

Francisco dijo...

Trama = trata.

Correción de un mal corrector.