miércoles, 30 de julio de 2008

LAS MUJERES, QUE LEEN, SON PELIGROSAS, Stefan Bollman

LA LECTURA, Pierre-Antoine Baudouin [Hacia 1760]



Unos quince años más tarde, Pierre-Antoine Baudouin, parisino como su contemporáneo Chardin, pinta también a una mujer que disfruta del placer de la lectura.
Baudouin era el pintor favorito de la marquesa de Pompadour, que aparece en el famoso cuadro de su maestro y suegro, François Boucher, represen­tada en su gabinete. También está leyendo, aunque no parece absorta en su lectura, tendida sobre una cama suntuosa, pero completamente arreglada y dispuesta para salir, y, llegado el caso, lista para recibir incluso al mismo rey.
La lectora de Baudouin, en cambio, da la impresión de no poder ni querer recibir a persona alguna en su cámara prote­gida por un baldaquino y un biombo, a menos que se tratase del amante soñado, surgido de la dulce narcosis de su lectura. El libro se ha deslizado de su mano para reunirse con los otros objetos tradicionalmente asociados al placer feme­nino: un pequeño perro faldero y un laúd. A propósito de semejantes lecturas, Jean-Jacques Rousseau hablaba de libros que se leen sólo con una mano, y en este cuadro, la mano derecha que se desliza bajo el vestido de la mujer tumbada extática sobre su sillón, los botones de su corsé abiertos, revelan claramente a qué se refería. Sobre la mesa que destaca a la derecha del cuadro, irrumpiendo desordenadamente en la escena, se encuentran folios y cartas, una de ellas con la inscripción Histoire de vovage (Historia del viaje), junto a un globo terráqueo. No se sabe si evocan a un marido o a un amante distante que regresará algún día, o si se refieren sólo a la despreocupa­ción con que la erudición se sacrifica en aras del placer de los sentidos.
Aunque la tela de Baudouin sea decididamente más frívola y más directa que la representación del placer de la lectura según Chardin, se podría afir­mar que es mucho más moralizadora: como tan­tas pinturas de su tiempo y de épocas posteriores, el cuadro advierte sobre las funestas consecuencias de la lectura. Pero en este caso no es evidente­mente más que una ilusión: Baudouin coquetea en realidad con la moral y la utiliza como maniobra de distracción. Al mostrarnos a una mujer domi­nada por sus fantasías sensuales, en una pose se dirige a un público vez más hipócrita, como de «pequeños abates, de jóvenes ahogados vivarachos, de obesos financieros y de otras gentes de gusto», tal como lo describía con lucidez Diderot, contemporáneo y crítico de Baudouin. Sea como esa mujer seducida por la lectura tiene que pagar por ello: porque no se trata de su propia visión del mundo, sino de la de aquellos que la observan, ansiosos por dejarse llevar por una brizna de libertinaje.


Stefan Bollman, Las mujeres, que leen, son peligrosas, Maeva, Madrid, 2006.

sábado, 26 de julio de 2008

COMO LA VIDA MISMA, Raúl Vacas


Como la vida misma


Si el zapato se ajustara a tu pie,

si fueras tú, ratita presumida,

la que me barre el sueño cada noche.

Si no hubiera manzanas que morder,

ni cestas con pasteles de jengibre

y leche uperisada, encargaría

un espejito caro para tus rizos

de oro. Te llevaría a otro país

cientos de leguas más al norte. Nunca

te besaría mientras duermes y no

te invitaría a cochinillo asado.

Si te pusieras aquel traje nuevo

solo mil y una noches de tormenta

tal vez la realidad no fuera un cuento.

RAÚL VACAS, Consumir preferentemene, Anaya, Madrid, 2006.

DESVÍO POR OBRAS:

http://raulvacaspolo.blogspot.com/

viernes, 25 de julio de 2008

[Se miran...], Oliverio Girondo

Se miran, se presienten, se desean,
se acarician, se besan, se desnudan,
se respiran, se acuestan, se olfatean,
se penetran, se chupan, se demudan,
se adormecen, despiertan, se iluminan,
se codician, se palpan, se fascinan,
se mastican, se gustan, se babean,
se confunden, se acoplan, se disgregan,
se aletargan, fallecen, se reintegran,
se distienden, se enarcan, se menean,
se retuercen, se estiran, se caldean,
se estrangulan, se aprietan, se estremecen,
se tantean, se juntan, desfallecen,
se repelen, se enervan, se apetecen,
se acometen, se enlazan, se entrechocan,
se agazapan, se apresan, se dislocan,
se perforan, se incrustan, se acribillan,
se remachan, se injertan, se atornillan,
se desmayan, reviven, resplandecen,
se contemplan, se inflaman, se enloquecen,
se derriten, se sueldan, se calcinan,
se desgarran, se muerden, se asesinan,
resucitan, se buscan, se refriegan,
se rehuyen, se evaden, y se entregan.

Oliverio Girondo, Espantapájaros (Al alcance de todos), 1932.

domingo, 20 de julio de 2008

UN LUGAR LLAMADO CHAIÁN, Luisa Castro

Un lugar llamado Chaián


Manolo me llamó para decirme que me esperaba allí.
—¿Challán, como el cantante?
—Sí, pero no es un restaurante, es un merendero o algo así. Estarán también Pepe y Pili. Está en el río, en el Tambre.
Manolo, con su mercedes antiguo comprado por 6oo euros. Tenía ganas de verlo. Y a los demás, los amigos de la facultad. Hacía al menos diez años que no sabía nada de ellos. No me costó llegar. Conduje desde el aeropuerto después de dejar a mis hijos, atravesé el polígono industrial en las afueras de Santiago y una vez allí me encaucé por la carretera que bordeaba el río hasta que vi el letrero: Chaián con i latina.
Qué sitio tan raro. Un lugar escondido bajo la carretera, un remanso arbolado junto al río. No había muchos coches, tres o cuatro familias dispuestas a pasar una tarde tranquila ocupaban las mesas y los bancos de madera. Pescadores y cazadores, afi­cionados del lugar acabando de comer o echándose una siesta. Ni siquiera me fijé en sus caras. Estaba segura de que mis pies me llevarían sin error hacia el grupo que yo buscaba, y ensegui­da vi entre las mesas a Manolo, y luego a los demás compañeros de la facultad: Pepe, Pilar, Alberto, y otros a quienes conocía menos. A todos ellos la vida les había unido y ahora formaban
un grupo de amigos con sus hijos entorno, seis o siete pequeños de entre tres y ocho años, y una bebé de cinco meses dentro de su cochecito. Faltaba Lola. Hacía muchos años que Lola ya no estaba con nosotros.
A partir de una edad uno empieza a mirar con complacencia a su alrededor. La vida, como el río, se remansa en un espacio de turbulenta quietud. Decides detenerte, contemplar el río sin siquiera meterte, esas aguas tranquilas y oscuras donde cha­potean los niños. Y miras atrás y piensas qué hubiera sido si nunca te hubieras separado de ellos, si en ese flujo de la corrien­te te hubieras aferrado al tronco matriz, muchas tardes en Chaián, tus niños amigos de estos niños, y Manolo mismo ¿no hubiera sido un buen marido? En este sitio donde las horas pasan sin darte cuenta, con nuestro vino y nuestras empanadas. Pero la corriente te llevó, y la misma corriente trajo a otros a tu lugar: Manolo, diez años en Oxford. Bogart, alemán y portu­gués. Enric, un catalán casado aquí. ¿Qué hacemos aquí? ¿Por qué parece que el tiempo no ha pasado y podemos hablar como si nos comprendiéramos?
La misma alegría que después de un examen. Aún no sabe­mos el resultado pero nos hemos presentado, no somos unos desertores, seguimos presentándonos a cada convocatoria, a cada humillación. Eso somos, hojas arremolinadas en el reman­so del río después de la primera embestida de la corriente, des­pués del primer extravío y la zambullida primera en la corriente. Pero aquí en Chaián todo es paz. Una paz apenas alterada por las pistolas de agua de los niños. Eres de las que no te mojas, te parapetas al lado del cochecito del bebé, te ríes mientras los ves jugar. Pepe y Manolo con dos pistolones de agua simulando una guerra que rompe por un momento la sensación de quietud del sitio, y el calor asfixiante, un calor que ni siquiera desaparece bajo las sombras de los árboles, un calor espantoso en este junio extraño, la canícula de “El Jarama”, a eso te recuerda, también de aquella canícula y de aquel calor nos habíamos examinado.
Junto a nosotros, en la mesa vecina, beben y nos miran un grupo de hombres sin mujeres ni niños. Es posible que también ellos, bebedores gregarios, sientan esta soledad del remanso de la corriente: pantalones cortos, cabezas rapadas, viejos y jóvenes pero con pinta homogénea, de manada.
Algunos van a bañarse al río. Otros nos quedamos.
—¿Y qué hacen esos aquí? —pregunta Manolo.
—Qué van a hacer, lo mismo que tú —contesta Pilar—. Vienen a bañarse al río. Nada más.
—Llevan dos horas bebiendo en la barra del kiosko que hay a la entrada —les digo—. Los vi al llegar, no son de fuera, me pare­cieron de aquí.
—Son hooligans —dice Manolo, con su cara seria de uno de Touro que vuelve de Oxford.
—Son cazadores —dice Alberto—, seguramente son una peña de cazadores. Hay muchos por aquí.
—Tú no has visto a un cazador en tu vida —contesta Pepe, que es de Riotorto.
—Estos son de una empresa —dice Pili que es de Ferrol—, de cualquier empresa del Polígono. Acaban de trabajar y vienen a cocerse aquí.
—¿Y estáis seguros de que este río sirve para bañarse? ¿Lo tie­nen limpio? —me digo.

Los niños y las madres se bañan en las aguas quietas y oscuras del Tambre. Nuestros vecinos hooligans pasan de la modorra inicial a una alegría de adolescentes ebrios. De las cervezas al whisky. De la calma a la excitación. Uno de ellos trae un radio­cassete y pone a todo volumen una canción que se repite machaconamente
—Estos son sólo unos horteras. De cualquier sitio pero unos horteras.
—Es de la Pantoja —dice Manolo con cara de incrédulo—, esa canción es de la Pantoja.
La canción se enreda en un estribillo repetitivo que ya empie­za a metérsenos en los oídos:
—“Ereees fueeego que me queeema, me encieeende las venas...
Al grupo de seis o siete hombres se suman algunos más, todos con las mismas pintas, y empiezan a bailar entre sí.
—¡Sí que es la Pantoja! —se ríe Pilar.
—Pues maldita la gracia que me hace estar escuchando a la Pantoja en este sitio —dice Bogart—, ¿es que no se dan cuenta de que están en un lugar público?
—“Ereees fueeego que me queeema...
—Para eso sirven los lugares públicos —digo—. Para eso se viene a Chaián.
—Nunca había estado aquí, la verdad.

En las mesas vecinas las otras familias siguen comiendo, jugando a las cartas, leyendo. La voz del radiocassete se eleva por momen­tos. Nuestros vecinos hooligans son los amos del bosque.
—Se ve que conocen este lugar —dice Pepe—. Están como en su casa. Más bien somos nosotros los que empezamos a moles­tar. ¿No te da esa impresión?
—De perdidos al río —dice Pilar, y se pone a bailar.
—“Eeerees fueeego que me queeemaa...”
También baila Elisa, la madre del bebé de cinco meses. Y los niños, con sus toallas, se ríen y se mueven al son de la Pantoja.
—Mira, mira —dice Pepe—: están como cabras, acaban de colgar una revista pornográfica en el árbol.
A pocos metros de nosotros, en la rama de al lado, ondea como bandera a todo color una revista abierta por la mitad con el sexo y el pecho de una mujer a doble plana.
—Menudos guarros —dice Elisa—, esta no es gente de aquí.
María, en bikini, va y viene bailando y sirviéndonos vino a todos los de la mesa. Es la única que no se ha engordado en todos estos años.
—María, ponte el pantalón —dice Juan, y empieza a ponerse nervioso—, ponte el pantalón o vámonos de aquí.
—No seas exagerado —replica María—, no se meten con nadie, sólo se están divirtiendo.
—¿Vivan las tetas! —oímos que grita un tío del grupo.
Otro, con un hacha en la mano, se sube al árbol que nos da sombra y empieza a astillar una rama como un mono. Las madres recogen a sus niños en los brazos.
—CPara qué traen un hacha? —pregunto——. ¿No les basta con apedrearnos con la Pantoja? No sé por qué hay que aguantar todo esto, yo creo que tendríamos que irnos de aquí.
—“Eeeereees fueeego que me queeemaaa...”
—Podríamos irnos, sí —dice Manolo, cada vez más serio.
—Hay que pararlos —dice Bogart—; esa rama se nos va a caer encima. Ese tío está loco.
—Déj alo —digo—, ya se baja, sólo están borrachos, sólo quie­ren llamar la atención. Mejor, vámonos.
—Que se vayan ellos.
—Ya se van, ya se van.
De repente, los hooligans desaparecen de nuestro lado, sólo se oye la música, discutimos si irnos o no cuando de pronto, en el fondo del merendero, junto al kiosko empezamos a ver volar sillas. Hay a lo lejos un gran estrépito de gritos de hombres. Aterradores.
—¿Se están peleando —oigo a Manolo—, están sacando cuchillos!
Empezamos a recoger pero no nos da tiempo.
—¿Los niños, coged a los niños! ¡Vienen hacia aquí!
Los gritos de María, Elisa y Pilar invaden el bosque. Nuestra mesa se queda vacía. Me falta el bolso, no veo a mis amigos, los niños y sus madres han huido hacia el fondo del bosque, no veo a Manolo.
—¿No corráis! —grito—. ¡Por favor, no corráis! ¡Van a macha­caros si corréis!
En menos de un segundo se nos echa encima la avalancha de hombres enfurecidos corriendo bosque abajo hacia nosotros, con palos de hierro, hachas y cuchillos, con la cabeza abierta y la sangre manando de sus frentes rapadas. Vuelan botellas contra los árboles, contra los niños.
—¿A por ellos! —oigo—. ¡A por estas malditas familias, hijos de puta, que ya no se puede venir al río, que todo esta lleno de putos niños!

Ahora no puedo saber. Hay peleas a mi alrededor, estoy sola, quie­ro irme de ahí, me han llevado el bolso, las llaves del coche están en el bolso, no, espera, no nos podemos ir, falta un niño, falta el niño de María, quiero irme, Manolo, ayúdame a irme ¿dónde estás? ¿Dónde están los niños? Pilar tiene un ataque de nervios, María ha perdido a su hijo, está en shock, vámonos de aquí, no, no, espera, vámonos por favor, vámonos con esa familia, ellos tam­bién se van, pero allí están los cabrones, están esperándonos a la salida. Manolo encuentra al niño, aquí está, coge en sus brazos al niño de María, me coge de la mano, me tiembla todo el cuerpo, pienso en mis hijos que por suerte no han venido conmigo y pien­so que tengo que salvarme por ellos, que no me puedo morir ahora, que no me pueden matar estos cabrones. ¿Y el niño de María, tienes al niño? Ahora vámonos, por favor, qué hacéis aquí gimiendo y lamentándoos, esa gente no va a parar hasta que ma­ten a alguien, han venido a robarnos y a matarnos, han venido a eso y no van a parar. Antes, que no hacían nada, queríais iros y ahora que ya han empezado os queréis quedar. ¿Qué os pasa?
—Han llamado a la policía. Tranquila, tenemos que esperar.
—¿Esperar a qué? ¿A qué nos maten?

Estamos ahí como conejos esperando a que nos maten, la ma­nada de hombres sangrientos no tiene miedo a la policía, no se van.., nos están acorralando, si nos quedamos nos matarán. Quedarnos es una provocación. Huir también. Retirémonos sin correr pero retirémonos. Si nos matan nos van a matar igual pero yo no quiero dejarme matar, quiero irme, quiero irme de aquí.

No sé cómo hemos llegado hasta el coche. Estoy dentro del mer­cedes viejo de Manolo, del que compró por seiscientos euros, con un niño que no es mío y un marido que no es mío. No sabe­mos nada de nuestros amigos, pero tenemos que huir, ponemos en marcha el coche, cerramos las puertas con llave. Detrás de los cristales los cabezas rapadas nos miran amenazantes, con las frentes llenas de sangre, con barras de hierro en las manos, con estacas y cuchillos caminando a cámara lenta por detrás de los cristales. Parecen bueyes tranquilos, parecen animales sedados, como si alguien les hubiera inyectado una droga, como si hubie­ran matado a alguien. ¿Han matado a alguien, Manolo, han ma­tado a alguien?



LUISA CASTRO, Podría hacerte daño, Ediciones del viento, La Coruña, 2005.

lunes, 14 de julio de 2008

[Aquella niebla...]

Aquella niebla fue tan fuerte, que cuando pasó había borrado los rótulos de las tiendas.

RAMÓN GÓMEZ DE LA SERNA

domingo, 13 de julio de 2008

MANUEL ÁNGEL RAMÍREZ, Prokofieff, Schostakovitch, Millán



MANUEL ÁNGEL RAMÍREZ
Prokofieff, Schostakovitch, Millán

SERGEI PROKOFIEFF: SONATA Nº 4 op. 29
01 Allegro molto sostenuto
02 Andante assai
03 Allegro con brio ma non leggiere
DIMITRI SCHOSTAKOVICH: SONATA Nº 2 op. 64
04 Allegretto
05 Largo
06 Moderatto (con motto)
MANUEL MILLÁN: SONATA PARA PIANO
07 Tocatta. Viso molto
08 Canción. Lento
09 Chacona. Lento




miércoles, 9 de julio de 2008

SATIE, Amarcord Wien


Pertenecientes al grupo de los ensambles de tradición clásica con vocación innovadora, el grupo de cámara austríaco Amarcord se caracteriza por un notable sentido de la calidad tonal, un amplio espectro estilístico y el puro placer de tocar. Fascinantes interpretaciones de compositores tan diversos como Ástor Piazzolla, Modest Mussorgskij y Erik Satie son completadas con sus arreglos originales de música étnica de muchos rincones del mundo. Amarcord se compone de Sebastian Gürtler (violín), Michael Williams (cello), Tommaso Huber (acordeón) y Gerhard Muthspiel (contrabajo).
Los artistas introducen el disco ´Satie´ de la siguiente manera:
“Nos hemos encontrado con Satie, y lo tomamos en serio. “Satie”, este nombre significa la maravillosa idea diminuta, el giro inesperado, la forma reducida que no quiere ser forma, el aire poético. Cuanto menos notas, más importa cómo se tocan. En la interpretación de Satie nos permitimos muchas libertades, más aún que en Piazzolla o Mussorgskij. Nuestro incentivo son las ganas de tocar, no la reproducción fiel de la obra original. El minimalismo de Satie invita a crear nuevas superficies sonoras, desafia hacer aparecer sus piezas en un nuevo contexto musical. Estos registros fueron grabados de un tirón, tal como suenan aquí los tocamos en concierto. Los arreglos se basan, en su mayoría, en las ideas del violinista Sebastian Gürtler, pero siempre encuentran su forma definitiva en el proceso de los ensayos conjuntos, a veces recién en el escenario. Nunca se llegan a terminar del todo...”





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SUDARIO, Manuel Villena

SUDARIO

con vestidos que el puro azar cosía
Antonio Martínez Sarrión

Con la tenacidad con la que el orfebre
engasta el azabache en la corona,
sin su demora,
del tuétano de mis derrotas desmadejadas
tomando voy
retahílas,
briznas de hierba con las que ir urdiendo
mi destino.

domingo, 6 de julio de 2008

[Nacemos perdidos...]



Nacemos perdidos en un bosque

La vida es un incendio.







Jesús Gázquez García

miércoles, 2 de julio de 2008

EN UNA EXPOSICIÓN, Ángel Olgoso

EN UNA EXPOSICIÓN






El desconocido, como los que saben que pronto volverán al cauce mudo de la soledad, no dejó de hablar durante toda la tarde. Coincidimos en la valoración de los dibujos de José Hernández expuestos en la galería y ello estableció una pro­ximidad de algún modo amistosa. Había algo gallináceo en su aspecto de empleado que agita nerviosamente el portafolios con una mano y arruga El Eco del Comercio con la otra. Yo apenas abrí la boca mientras fluía el curso de sus reflexio­nes y me aleccionaba en voz baja sobre morbosas patologías artísticas, antiquísimas creencias o los estigmas físicos de los mitos. No le presté especial atención hasta que un comenta­rio suyo me provocó escalofríos. Dijo que las manos de los demonios no tienen dorso, que son palmas por ambos lados. Miré con cautela alrededor. No había ya público y la noche crecía tras el cristal de la entrada. De pronto quise evitar aquella conversación, aquella compañía, aquella sala de arte. Me despedí verbalmente del desconocido, que pareció que­dar un tanto contrariado, entre la sorpresa y la curiosidad, a la espera tal vez de un gesto menos seco, de que le tendiera una tarjeta o estrechara su mano. Me alejé con las mías en los bolsillos del pantalón, de donde en ningún momento las había sacado, y reparé en lo mucho que me sudaban las pal­mas. Las cuatro.